Cultura

Laco, ausente presente entre libros y lecturas

Pedro de la Hoz

Cada vez que entro al Centro de Convenciones donde se desarrolla Filey 2019, me persigue una sombra amable que se corporiza en mi imaginación, la de Eraclio Zepeda. Quizás sea por la cercanía entre Chiapas y Yucatán, o por la necesidad de saber articulados orgánicamente el ejercicio intelectual y la responsabilidad ética y ciudadana; o simplemente porque una personalidad como la que fue y es debe tener siempre un espacio en la memoria colectiva imprescindible para cambiar a favor del género humano los tiempos por venir.

Narrador, periodista y actor, dejó un notable legado en la literatura y la vida política y social de su país. Pero también marcó su huella –y a la vez estuvo marcado– por el tiempo revolucionario cubano.

Presente en el Congreso Latinoamericano de Juventudes de La Habana en 1960, prolongó su estancia entre nosotros por varios meses: se sumó al claustro de la primera escuela formadora de instructores de arte e impartió clases en la Universidad de Oriente. Sostuvo intercambios con Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, Roberto Fernández Retamar, Onelio Jorge Cardoso, José Soler Puig y Fayad Jamís –reconoció el magisterio de sus colegas cubanos– y asistió al Congreso fundacional de de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

En 2012, en La Habana, esa participación le fue reconocida por la organización cuando su presidente Miguel Barnet le entregó la distinción conmemorativa por el Cincuentenario de la Uneac. Entonces declaró: “En la Uneac depositamos desde su fundación un proyecto de fraternidad, de solidaridad, de absoluta presencia en todas las tareas de la Revolución cubana como escritores”.

Pero su mayor orgullo fue haberse alistado en las milicias en abril de 1961, junto al poeta salvadoreño Roque Dalton, para marchar a Playa Girón a defender la Revolución agredida.

Entre sus libros más destacados figuran los volúmenes de cuentos Benzulul (1960), Asalto nocturno (1975) y Horas de vuelo (2005); el poemario La espiga amotinada (1960) y las novelas Las grandes lluvias (2005) y Tocar el fuego (2007). Fue profesor en la Universidad de Oriente, la Escuela de Instructores de Arte de La Habana de Cuba y en el Instituto de Lenguas Extranjeras de Pekín; corresponsal de prensa en Moscú, promotor cultural, comentarista de radio y televisión; director general de Radio UNAM, director del Festival Internacional de Cultura del Caribe y embajador de México ante la Unesco.

En el cine resultó inolvidable su personificación de Pancho Villa en Reed, México insurgente, de Paul Leduc, y Campanas rojas, del soviético Sérguei Bondarchuk.

Sobre su Villa, alguien que lo trató varias veces, el amigo poeta y editor cubano Norberto Codina escribió: “Para mí Eraclio Zepeda fue siempre Pancho Villa, y él conocía –y padecía– esta fijación que tercamente compartí pues invariablemente se lo recordaba durante las intermitentes y joviales veces que coincidimos en el lapsus de tiempo que implicó más de cuarenta años de conocernos. Villa es sin duda una de las figuras más ricas y polémicas de la historia latinoamericana, y más allá de la leyenda negra, un rebelde a favor de las clases desposeídas. El Centauro del Norte fue sin duda el caudillo convertido en personaje icónico que aún hoy se pasea por corridos, sagas y recreaciones históricas o ficcionalizadas”.

En 2015 falleció Eraclio Zepeda, a los 78 años de edad, en Tuxtla Gutiérrez, la misma ciudad mexicana donde nació. Octavio Paz, en las antípodas del pensamiento estético y la práctica política de Laco –así llamaban familiarmente al escritor chiapaneco– no tuvo reparos en describirlo con las siguientes palabras: “La primera y única vez que vi a Eraclio Zepeda me pareció, en efecto, una montaña. Si se reía, la casa temblaba; si se quedaba quieto, veía nubes sobre su cabeza. Es la quietud, no la inmovilidad. Un signo fuerte: la tierra áspera que esconde truenos y dragones. El lugar donde viven los muertos y los vivos guerrean”.