Jorge Cortés Ancona
Qué distintas a las de ahora eran las condiciones en que se desenvolvía la actividad cultural de Yucatán a fines del siglo XIX y principios del XX. Por esos tiempos, no se insinuaba una idea de política cultural y, salvo menciones aisladas, no se reclamaba a los niveles de gobierno que se ocuparan del fomento a las artes.
En cambio, otros aspectos de la realidad social sí eran objeto de interés periodístico para exigirle al gobierno su cumplimiento, como el caso de la educación, en ese entonces sumamente restringida, con un alto índice de analfabetismo, y el de los problemas urbanos, que en determinados momentos eran expuestos de manera obsesiva por los redactores, como el de las calles polvosas y lodosas de Mérida.
La educación tendría un desarrollo lento que se aceleraría en tiempos posteriores a la Revolución Social Mexicana y el aspecto urbanístico tendría un importante avance en el gobierno de Olegario Molina, que dio pauta para mejoras en los períodos de gobierno posteriores.
De lo poco que encontramos en la relación cultura-gobierno figuran la solicitud de cambios en los repetitivos programas de las retretas de las bandas municipales de música, o bien, en 1894 alguna petición de paso, entre otras, en El Correo Popular de que un ayuntamiento tenga entre sus propósitos el fomento a las artes, o una crítica de El Noticioso, en 1897, a la ciudad de Campeche por el recorte presupuestal a la partida correspondiente a su banda de música.
Un comentario elogioso se vierte hacia una medida fiscal de 1894 por la cual se aumentan impuestos a las corridas de toros y peleas de gallos para bajarlas en la misma proporción a los espectáculos de teatro y música. Otro tipo de críticas en ese mismo año tienen que ver con la solicitud de retirar a las vendedoras de panuchos de las puertas de los teatros por razones de “ornato”.
La tarea artística no era financiada por los gobiernos como estamos acostumbrados en el México de hoy, sino por particulares. Queda como un notable ejemplo, insuperado hasta la actualidad, el señor Francisco Zavala que en 1878 permutó dos haciendas henequeneras (Cholul y Xtohil) por el Teatro Peón Contreras. Era tanta su afición al teatro que trocó un negocio próspero por uno incierto, a pesar de contar con una numerosa familia de 14 hijos. La sorpresa y elogio de su yerno Gonzalo Cámara Zavala por esa temeraria acción bien pueden ser compartidas por nosotros a la fecha.
Los teatros eran privados, las empresas que traían a las compañías y orquestas también lo eran. Pero el negocio no estaba reñido con el interés público. Está el caso mencionado en El Correo Popular del 25 de febrero de 1898 sobre la “urgente necesidad [de] la construcción de un kiosco”, que sería de acero con pisos de madera. Un proyecto de Emilio Loret de Mola donde “la música sería mejor escuchada”, al concebirse una caja acústica. Por el contrario, El Crítico en 1902 informa que el Sr. Arcadio Mendoza pidió permiso para construir un teatro provisional en el patio de la casa municipal del suburbio de Santiago, pero que la licencia no le fue concedida. Los redactores celebran diciendo: “Sr. Mendoza, ya basta de lata”.
Por esa condición económica de riesgo empresarial, a veces las temporadas se interrumpían bruscamente y eran necesarias las funciones de beneficio en favor de un actor o cantante, en las cuales se recaudaban fondos en su provecho. Esas funciones no siempre eran exitosas en lo económico y quizás a veces lo artístico pasara a un segundo plano, como ocurrió en el caso de un actor y tenor que se presentó en estado de embriaguez la noche de su beneficio en enero de 1894, sin que el público meridano se preocupara por ello.