Conrado Roche Reyes
La señora norteamericana, que fue una famosa actriz, vive el ocaso de su carrera con un terrible pavor a la soledad y a la vejez, frágil e inestable.
En los años sesenta, Tennesse Williams ya estaba en su declive artístico, escribiendo obras menores; la otrora brillantez de sus textos había dado paso a escritos más irregulares. Las malas críticas recibidas en aquella época supuestamente empujaron al gran dramaturgo a las garras de los calmantes y las drogas.
En lo personal, siento una gran fascinación por su valioso legado artístico, era un autor muy intenso y desgarrador, con obras realmente profundas y que destilaban una inconfundible pasión y densidad, plagadas de personajes complejos y a la deriva.
La primavera romana de la señora Stone es su primera y única novela, hasta entonces había hecho obras teatrales que posteriormente se adaptaron al medio cinematográfico.
En La primavera romana de la Señora Stone nos muestra la inmensa fragilidad de una mujer que ha conocido el éxito más clamoroso y más competitivo en los teatros de medio mundo, pero que ahora, viuda, rica, avejentada, se halla muy sola, en una Roma primaveral que ni la conoce ni la respeta. La señora Stone ha elegido vivir en la Ciudad Eterna para descubrir, precisamente ahí, que si hay algo que no es eterno es la belleza física, ese efímero esplendor sobre el que ella cimentó toda su celebridad y toda su superioridad durante unos años de los que, en el momento que empieza a sentirse tan vacía y tan derrotada, ni siquiera podría decir que fueran los mejores de su vida.
La desesperación, la incertidumbre, los interiores machacados de seres que han de sobrevivir a cualquier precio, son personajes reales en esta historia de traiciones y servidumbres. Personajes que se van presentando a lo largo de las páginas que condensan, de modo magistral y en medio de un ambiente que es mezcla de sueño y realidad debido al terrible estado de confusión en que se haya la señora Stone, la historia conjunta de unos individuos que deben sobreponerse a su propio declive. Los personajes de Williams se la juegan para poder sentir que siguen vivos. Son conscientes de sus debilidades, de sus miserias más íntimas, y pelean como gatos para seguir subsistiendo. La señora Stone, en ese sentido, no es distinta, su reinado ha concluido, los ataque de pánico ante el abismo que, una y otra vez se abre a sus pies, son constantes, y empieza a resultar obvia su patética dependencia del bellísimo gigoló que se ha ido convirtiendo en su sombra. Pero la señora Stone sabe que, por encima de todo, ha de mantener su dignidad intacta, y, aferrándose a ese empeño, pretenderá regular su conducta. Hasta que, incapaz de regular nada, se dejará arrastrar hacia una predecible autodestrucción que vendrá de la mano del caprichoso comportamiento del gigoló llamado Paolo.
Esos personajes abstractos a los que me refería –la ansiedad, el vértigo– resultan tan palpables como la propia señora Stone o como la magnífica condesa muerta de hambre, quien, para poder comer trafica con los hermosos jóvenes romanos que se ofrecen a las damas estadounidenses simulando una sinceridad y un afecto en los que absolutamente nadie cree: ni los propios muchachos ni la anciana condesa ni las propias damas, a quienes sobra el dinero que están dispuestas a entregar a cambio de volver a sentirse deseadas o, al menos, admiradas. Todos ellos se ven dominados por un fatalismo que les impedirá realizar cualquier movimiento espontáneo, porque todos ellos saben, desde el inicio de su viaje, que están condenados a participar en una carrera que les hace daño, que les humilla, pero que también les da vida. De ese modo, la señora Stone advertirá que, en el interior de ese extraño y putrefacto universo que en torno a ella se ha creado en Roma, todo lo que puede hacer ya es ir a la deriva. Sola a la deriva, tras la juventud de Paolo.