Cultura

Roger Campos Munguía: memoria de una herida

Joaquín Tamayo

Polígrafo inagotable, Roger Campos Munguía ha incursionado en todas las tentativas de la literatura y dedicado mucho tiempo a estudiar las formas del lenguaje, las posibilidades del arte y de su relación con la vida. Ha ejercido el verbo como un destino, de la misma manera en que sólo podría hacerlo un poeta natural, un poeta de nacimiento. Congruente con ese espíritu, le interesa escribir antes que publicar. Ha dicho que la edición de su trabajo obedece a condiciones siempre azarosas, circunstanciales, las cuales suelen conspirar para que vea la luz algún libro suyo. La prisa nunca es elegante. No le preocupa estar en la mira, sino ser la mira. Y ha sido, hasta sus últimas consecuencias, un creador por los cuatro puntos cardinales, un gambusino en busca de la obsidiana escondida en el próximo verso, un paciente investigador tras la pesquisa del párrafo aforístico, un cronista de viajes dentro de su propia alma. Aunque todavía le faltan paisajes de sí mismo por conocer. Por lo tanto, su poesía es acercarse al salvaje abismo de sus obsesiones. Bien lo apunta en un poema:

Debe ser triste estar muerto y no saberlo,

tener los pies desnudos y quietos,

los ojos cerrados y la nariz abierta,

la frente hueca y las manos vacías,

la sonrisa en la boca y el pelo revuelto,

es entonces cuando la muerte ya no puede dolernos,

hay algo de alegría en su rostro perfecto:

en ese pequeño territorio que ya no es nuestro.

Nacido en Mérida en 1955, Campos Munguía tuvo en los años ochenta bastante actividad cultural. Formó talleres, dirigió revistas, editó a otros colegas y estuvo ligado al grupo literario Platero. Hacia la década siguiente participó de manera activa en la enciclopedia Yucatán en el tiempo. Un día dijo basta: tomó distancia de la intelectualidad pública, de los círculos artísticos, de las actividades oficiales y se retiró de lleno a esa biblioteca con casa, que es donde vive hasta la fecha. Ahí, en sus dominios, quien sea su invitado se abre paso, poco a poco, entre montañas de libros, entre jardines de diccionarios, entre bosques de revistas y periódicos. Cada una de sus habitaciones es una suerte de pabellón en este museo de la palabra. El laberinto soñado por Borges se cumple en esa casona de la colonia Alemán.

Solitario vocacional, el escritor se ha entregado a sus tareas humanísticas. Producto de esa pasión, Roger Campos publicó hace veintidós años sus poemas reunidos en una selección que abarcó de 1982 a 1996. Un claro relámpago para el dolor (UADY), con una presentación y estudio del poeta Rubén Reyes Ramírez, fue la confirmación de su maduro acento para nombrar las cimas y los pozos de las emociones.

Rigurosa y múltiple, esta antología reúne veintitrés libros con los temas recurrente de su autor: la vegetación, la fauna, el mar, la historia, la pintura, la música, la literatura, el pasado maya, el amor y la muerte, en suma, las heridas de la memoria. Todo lo que le ha preocupado e inquietado se congregó en este volumen. Poemas en verso libre, en prosa, aforismos, diálogos teatrales, crónicas brevísimas e incluso minificciones se alternan en una polifónica cadencia que mantiene el hilo conductor de esta pieza integrada así para familiarizar a la gente con los hechizos de la lengua castellana.

Un claro relámpago para el dolor rinde tributo a las voces fundacionales de Roger, pero también a las influencias en otras disciplinas y de las cuales ha abrevado para alimentar el tejido de su escritura. Con su estilo nos demuestra que un artista debe nutrirse no sólo de sus homólogos y antecesores, sino de las demás manifestaciones estéticas, pues todo es en sí un sistema de vasos comunicantes, un firmamento de conexiones. Una estela llamada tradición. Este libro contiene, como bien señala su título, claros relámpagos de poesía. Recorramos algunos de estos en el Breviario de pájaros:

Flamenco

Signo de interrogación

en los manglares

O este otro:

Cardenal

Gota de sangre

en el crepúsculo

En realidad, el libro encierra un repaso por las aficiones y los agobios de Campos Munguía. En su visión pesimista el lector descubre, de pronto, un atisbo de oxígeno, una rendija por donde la flama del entusiasmo alcanza a filtrarse e iluminar su mundo, sobre todo cuando evoca a Tápies, a Paul Klee, a Joan Miró, a Ernesto Mejía Sánchez, a Kawabata, a Cesare Pavese, a Louis Ferdinand Céline, a Pablo Neruda, a Miguel de Unamuno, a Pablo Picasso o al poeta yugoslavo Vasko Popa (1922-1991), “quien cambió definitivamente mi manera de asumir la poesía”, ha dicho Roger.

Dios detrás del mundo es una de las secciones más conmovedoras del poemario. Su esencia se apoya en la reflexión del ser, en el sentido que posee la muerte entre los vivos, a través de una composición dramática. No obstante, es con el poema Vasko Popa en el lago de Pátzcuaro, donde Roger Campos Munguía sintetiza su declaración de principios literarios, en específico durante la estrofa final:

k)

Un poeta enciende su pluma en el taller de sílabas

exactas

Vasko Popa: “Su estirpe es la del lobo,

magnífica bestia que se mantiene en pie,

con su divina garra herida,

mientras todo se desploma”.