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Conrado Roche Reyes

Ella había muerto el día de su boda, pero….

Luis salió de la casa y se dirigió a la terraza posterior de profusa vegetación. La mañana era espléndida, con mucha luz y paz. El mundo había desaparecido. El único ruido era el cantar de las aves y el sonido del viento.

La vio como la recordaba: blanca, suave, y sentada en la sombra de un naranjo esperándolo.

Se acercó y fue recibido con una sonrisa que contenía todo el amor inconcluso.

Se fundieron en un abrazo. Se besaron con desesperación. Luis, sin poder contener las lágrimas, dijo:

—Perdóname. Perdóname por haber escatimado el tiempo. Por no haber aparecido antes. Por no haberte cuidado. Por no haberte salvado. Llévame contigo, por favor. Te juro que no puedo vivir un solo día. Sin ti, nada tiene sentido.

—No amor -respondió Rosita-. Todo tiene que seguir las reglas universales. No hables más.

Luis la besó. Sintió en su interior la excitación física más intensa que había experimentado. Desabrochó los botones del vestido de novia. En seguida, le quitó el liguero, la prenda nueva, la prenda roja. Dejó que el viento se llevara la ropa y tenía ante si el espectáculo más virginal y erótico que hubiese presenciado ser humano alguno. Por primera vez tenía a su novia completamente desnuda y dispuesta para él. Besó cada milímetro de su piel. Rosita lo desnudó, quitándole cada una de las prendas, con infinita ternura. Cayeron en un lecho de pasto y se entregaron, en el sentido completo de la palabra, hasta alcanzar el clímax del amor. La hora exacta del crepúsculo los despertó, abrazados, casi fundidos. La niña tenía en su mirada, una expresión de satisfacción bastante terrenal. El ángel de pureza había cedido su lugar a una mujer. A una mujer ardiente, explosiva, dominante.

Completamente desnudos, regresaron a la casa. Doña Sabina no estaba. En el comedor encontraron comida servida. Rosita tomó el elíxir que encontró en una jarra de barro, y brindaron por su amor. El brebaje producía en los amantes un efecto muy especial. Un deseo inagotable que saciaban haciéndose el amor, saboreando los exquisitos manjares de la mesa; mirándose a los ojos durante horas; paseando de la mano por la selva cercana. Sin ropa, sin espectadores, sin tiempo. El mundo entero era de ellos.

Tres días y tres noches duró el milagro. No quedó un solo sentido sin satisfacer. Luis y Rosita vivieron durante setenta y dos horas la historia completa del amor desde que Adán y Eva lo iniciaron en el Paraíso.

La última noche quedaron dormidos en el huerto. En el mismo lugar donde se habían amado. Luis estaba desnudo. Rosita había desaparecido. Regresó a la casa. No le dio la más mínima vergüenza que doña Sabina lo viera sin ropa. Tuvieron una última plática.

—Luis, quiero agradecerte lo que has hecho. Convertiste la vida de Rosita en un sueño. En un sueño imborrable, indeleble. Ahora, debes marcharte”. Luis besó a la mujer. Se vistió y caminó hacia el pueblo. Entró a la cantina, donde los hombres bebían mezcal. Ya no lo miraban con desconfianza, sino con afecto. El cantinero llenó su jarrito de barro. Luis bebió el contenido y se marchó de Huautla.

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