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Cultura

El provocador dentro del lobo

Joaquín Tamayo

Pese a haber nacido en el siglo XX, Boris Vian (1920-1959) fue un hijo del Renacimiento, un hombre orquesta, para acabar pronto. Hizo de todo y le entró con vehemencia a diferentes tentativas artísticas. La música, la poesía, el teatro o el periodismo. Parecía moverse con libertad y eficacia en cualquier disciplina. Pero lo definió su amor por la narrativa, su anhelo abrasivo por contar historias desde su torrencial imaginación. “Nada más real que los sueños”, solía decir.

En sus apenas 39 años de vida, cumplió con una obra poderosa y magnética que, desafortunadamente, aún no recibe el reconocimiento y los blasones merecidos. Tiene, y tendrá, leales lectores, admiradores genuinos de su prosa y de su visión lúdica, juguetona y crítica de la condición del ser.

Influenciado por el existencialismo de Jean Paul Sartre y de su paródica contraparte, la Patafísica, abanderada por Alfred Jarry, Boris Vian también se alimentó de la dramaturgia del absurdo, del jazz neoyorquino y de los resabios del surrealismo. Jamás limitó su aprendizaje, jamás perdió la curiosidad por las manifestaciones de la invención y la inteligencia, y nunca abandonó al provocador natural que llevaba dentro.

Tuvo una infancia dura, pobre, precaria en cuanto a su salud, pues de niño una afección terminó por someterlo a un problema cardiaco; literalmente empezó muy temprano con los males del corazón. Algo de eso, por ejemplo, se vislumbra en su novela El arrancacorazones. Y quizá porque se sabía efímero, porque sus días estaban siempre al borde de la incertidumbre, se apuró lo más que pudo para concretar un legado que hoy observamos prolijo, diverso, plural. Luego de la ocupación alemana en Francia, Boris Vian se dio a conocer con una obra que escandalizó a la sociedad de su época: Escupiré sobre vuestras tumbas resultó una denuncia, un señalamiento desnudo en torno al racismo y a sus prejuicios. Los conservadores reaccionaron de inmediato, sobre todo por una escena de sexo interracial, y su novela fue proscrita. Entonces debió publicar bajo el seudónimo Vernon Sullivan y otros tantos heterónimos.

Pasados un par de años, volvió con su nombre y despuntó con piezas de largo aliento: La hierba roja (tomada por muchos como la más autorreferencial), y El otoño en Pekín.

En ambas, la consigna de Vian siguió siendo la misma: a través de sus parábolas desarrolló una aguda y violenta crítica a la ideología y a las principales instituciones de su país. Plasmó en tela de juicio ciertos valores y, en específico, encaró la doble moral de las cúpulas dominantes. Al menos eso fue lo que sus estudiosos y detractores siempre quisieron ver en sus textos, cuando lo más importante no radicaba tanto en su postura política, sino en sus cuestionamientos existenciales, en su búsqueda por el equilibrio del ser humano. Hay en sus páginas un deseo de hallar el estado más próximo a la dicha, a la felicidad.

Una muestra: en La hierba roja el protagonista, el Dr. Wolf, un inventor (como también lo fue Vian), construye una máquina para viajar en el tiempo; en realidad, para viajar en la memoria, y borrar así la tempestad de los traumas infantiles, de las decepciones amorosas y de los duelos amargos, y regresar a un mundo puro, distante de los lastres y los miedos que imponen las presiones del entorno. Imposible: el destino le revela al Dr. Wolf que el sufrimiento es más inherente que el gozo.

No obstante, la obra que catapultó a Vian a otros idiomas y a tener determinada popularidad fue su libro de cuentos El lobo-hombre. Hasta en eso marcó la diferencia: regularmente los escritores apuestan por la novela para alcanzar notoriedad y legitimarse. En el caso de nuestro autor, el impulso le llegó gracias a la narrativa corta, a los trece relatos que componen el volumen. Tal vez nunca lo advirtió, pero el cuento le sentó bien. Visto en perspectiva, sus piezas breves son mucho más intensas, divertidas, consistentes y profundas. En ellas no se permite licencias en materia de digresión, no hay pasajes de mero tránsito ni descripciones abrumadoras por sus exacerbados detalles; los diálogos son contundentes y explican el carácter de quien los emite.

Vayamos por su cuento más famoso: El lobo-hombre. Como en un verso de García Lorca, Boris Vian parecía ser “el pulso herido que ronda el otro lado de las cosas”. En efecto, había en él una disposición para encontrar en el revés el sentido de un relato, de un poema. En El lobo-hombre, el escritor retomó la célebre leyenda y convirtió la maldición a la inversa: en el cuento es la bestia la que lamenta tener que ser hombre cada vez que hay luna llena, la luna llena sobre París, cantó el grupo español La Unión, en los años ochenta, y paradójicamente resucitó este relato escrito décadas atrás por un músico de vocación, como lo fue Vian.

Los perros, el deseo y la muerte es un cuento de vertiginosa tensión, de perfecta geometría narrativa. La voz que se confiesa arma con frialdad la terrible anécdota que está detrás del personaje aludido. En esta historia, Vian expone el juego de las perversiones sexuales y de cómo los hombres y mujeres descubren en la crueldad un medio para obtener placer. Sádico, tremebundo, el monólogo se desliza en esa extraña carrera que sus personajes continúan noche a noche.

Pero con El amor es ciego, Boris Vian consumó quizá su mejor cuento. En él están concentrados todos y cada uno de los temas que siempre inquietaron al francés: la libertad, la igualdad, la justicia, la pérdida, la nostalgia, la locura, el amor y la felicidad, por supuesto.

Una espesa niebla agobia a París. La oscuridad a la que el fenómeno atmosférico conduce a la gente es, también, una vuelta al paraíso. Poco a poco los personajes se dan cuenta de las infinitas posibilidades de amar que trae consigo el velo del anonimato, el hecho de no ver nada, de estar a ciegas. De ser enteramente libres. ¿Qué pasa entonces cuando regresa la luz?

Quién sabe cuál sea el futuro de la obra de Boris Vian. Quién sabe si habrá de trascender en los siguientes años. A él eso no le inquietaría. Lo cierto es que sus textos no han envejecido, aún inspiran e invitan al lector a estudiar la vida desde el otro lado, a contemplarla bajo la luna llena y a entender que en cada uno de nosotros siempre hay un lobo por salir.

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