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Cultura

Muñequitos rusos

Pedro de la Hoz

Al colega Evelio Arango, que tiene buena memoria

No sé si lo dijo, pero tratándose de Enrique Arredondo, uno de los comediantes más famosos de Cuba, pudo suceder. Bajo la piel del ampuloso Bernabé, personaje que el veterano actor había montado para un espacio humorístico de la televisión, muchos aseguran que amenazó a un niño majadero: “Si no te portas bien, te pongo a ver muñequitos rusos”.

Como quiera que fuese, el chiste pasó a formar filas en el imaginario popular. De lo que sí estoy seguro es que el chiste de Arredondo respondió más al pensamiento de los adultos de la época que a la percepción de los niños de los años 70 y parte de los 80, espectadores cautivos de una programación televisual que a la caída de la tarde invariablemente transmitía dibujos animados soviéticos, pero también de factura checoslovaca, alemana (la RDA), polaca, búlgara y húngara, producción que desde entonces quedó englobada bajo el denominador común de “muñequitos rusos”.

Eran principalmente los adultos de las generaciones precedentes quienes no soportaban los códigos —los diseños, el tempo, la cadencia del habla en los doblajes y el muchas veces abrumador didactismo aleccionador— de unos “muñes” diferentes a aquéllos que los acompañaron en la etapa de formación, cuando las factorías Disney, Hanna & Barbera, Looney Tunes y otras pocas compañías norteamericanas copaban los segmentos dedicados a los niños en la pantalla doméstica.

Influidos por los padres de una parte y de otra por factores diversos que no pueden ignorarse como la coexistencia en la programación de viejos “muñes” norteamericanos, de las tandas matutinas dominicales de La comedia silente, y de escasos pero gustados espacios de hechura nacional, la producción del ICAIC con Elpidio Valdés a la cabeza, y la propia idiosincrasia de los niños cubanos, a distancia de la de los principales consumidores de los animados del campo socialista europeo, también cabría hablar de una dimensión atemperada de la recepción y sedimento espiritual de los muñequitos “rusos”.

Digo esto porque no deja de ser interesante el regreso de los muñequitos “rusos” al centro de interés de quienes fueron niños en los 70 y los 80, y hoy, jóvenes todavía pero desde hace rato en la adultez, evocan aquellas producciones, las persiguen y reciclan y nos llaman a capítulo acerca de razones éticas y estéticas que les parecen válidas y dignas de tomarse en cuenta.

Estamos ante una comunidad que se relaciona y expresa mayoritariamente mediante las nuevas tecnología de la comunicación, visible en las redes sociales (Facebook y YouTube) y la blogosfera; y que, como dato curioso, se halla integrada por cubanos que viven en diversas partes del mundo.

¿Operación nostalgia? Alguien ha dicho que la nostalgia vende, y aunque la expresión es brutal, no deja de mostrar un grano de verdad. En el mundo de hoy, lo retro funciona como estrategia en el mercado —hace apenas unos meses estuve en Moscú y en la calle Arbat asistí a la venta masiva de gorros, insignias militares y viejas condecoraciones de la época soviética, que hallaban en japoneses, sudcoreanos y británicos a ávidos compradores—, con independencia de que en no pocas ocasiones lo retrospectivo se transforma en respetable objeto de culto.

Sin embargo me inclino a pensar en que para muchos se trata de una legítima recuperación de la memoria, de la asunción, ya sea consciente o emocional, de vivencias personales comunes, instaladas en sus identidades.

Pongo mi propio caso por delante. Bolek y Lolek, en realidad oriundos de Polonia, reaparecieron ante mi vista en virtud del proyecto Chamakovich, con el que artistas vinculados al habanero Taller de Serigrafía René Portocarrero, liderados por Darwin Fornés, se han propuesto dar nueva vida a personajes de los que entonces llamábamos muñequitos rusos.

¿Por qué mi interés por Bolek y Lolek? Dentro de la producción predominante, recuerdo que era uno de los muñes donde el ingrediente aventurero y cosmopolita era más evidente. Muchas otras opciones las encontraba demasiado densas, lentas, moralizantes y melodramáticas. ¿Acaso estos muñes polacos me hacían recordar el ritmo y el dinamismo de los viejos animados norteamericanos a los que, por cierto, nunca idealicé? ¿Sería porque las idas y vueltas de Bolek y Lolek por la geografía y el tiempo universales se empataban con mi memoria de los libros de crónicas de viaje y los de Verne y Salgari?

Al revisar algunas de las entregas de la pareja integrada por un muchachón larguirucho y un chiquitico cabezón (ay, la memoria de Benitín y Eneas) se puede constatar cómo los dibujos y el diseño dramático de las historias –obra de Alfred Ledwig desarrollada por Wladyslaw Nehrebecki y Leslek Lorek entre 1962 y 1986– apenas guardan relación con el patrón disneyano. Lo decisivo en mi apreciación, antes y ahora, de Bolek y Lolek, proviene, estoy seguro, de la manera en que cada historia me involucraba con el misterio de lo que podría suceder. Las lecciones previsibles estaban íntimamente ligadas a la narrativa fílmica y no sobrepuestas. La ingeniosa simplicidad del dibujo hacía el resto.

Decididamente Bolek y Lolek entretenían, enseñaban y nos enriquecían visualmente. ¿Qué más se puede pedir para que una obra de animación se convierta en un clásico?

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