Recuerdo “El hombre mediocre”, libro que nunca pierde vigencia y su minuciosa disección del hombre de masas, del hombre sin atributos, del oprimido generacional, del miserable espiritual, del analfabeta estético.
Alejados, por obra de la razón instrumental del pensamiento mitológico, estamos ahora constreñidos en los mezquinos límites de nuestra vida biológica y de nuestra jornada laboral, cuando se es de los afortunados que tienen empleo.
En la pasividad: en la n-o-r-m-a-l-i-d-a-d (no olvidar que la misión del Estado y de Dios es someter al individuo bajo el yugo de la norma). En la obediencia a la madre, al profesor, al cura, al policía, a la invisible y poderosa Ley, al líder político, al jefe despótico, al compañero envidioso. Los hombres mediocres pasamos nuestras seis o siete décadas de vida inclinando la cabeza y contaminando la tierra con detritus.
¿Vivir es también el acto en vigilia?
¿La realización simbólica de la vida en la creación y en la reflexión también es vivir?
¿Cuentan también como vida los actos de ebriedad demiúrgica, la súbita inspiración que triza la realidad después de la ingesta de enteógeno?
Vivir al filo de la navaja es actualizar el mito.
En pasión, en arrebato, acudir al centro del monte atendiendo al llamado de la voz.
Subversión de la realidad, transformación de los gusanos, revolución de los astros interiores.
Ancho como el mar es el filo.
Una danza de navajas es el mar.