Cada cierto tiempo, salta la nostalgia por el intelectual comprometido de antaño. Por los Sartre, los Camus, los Fuentes… Aquellos que, se decía entonces, hablaban por los que no teníamos voz y veían por los que avanzábamos a tientas en la oscuridad; esperando por la linterna de estos ilustres como los griegos esperaban por el farol de Diógenes.
De estos intelectuales del compromiso hemos tenido de todo tipo: orgánicos, generales, especializados, de plástico, de papel, de cristal. Más o menos como los contenedores del reciclaje.
Esa diversidad de otros tiempos contrasta con la vaguedad con la que hoy afrontamos el asunto. Y con la duda recurrente que nos lleva constantemente a preguntarnos qué es un intelectual en la actualidad, dónde lo encontramos, cuál es su impacto en este tiempo de redes y masificación de la opinión.
Dado que los modelos de intelectual a los que estamos acostumbrados son analógicos, de la era del papel, se hace difícil calibrar su importancia en un tiempo de velocidad extrema y respuestas rápidas. Un tiempo dominado por la multiplicidad de ideas sobre cualquier cosa.
A un millennial, nacido con Internet, tal vez habría que definirle a los intelectuales como una especie de tutorial de la era pre-digital. O explicarle que era el gurú de la tribu cuando ahora cada cual es su propio gurú y se cree con soluciones para todo. Y todo esto en una época en la cual ser famoso es un oficio en sí mismo y no la consecuencia del triunfo en algún campo.
En cualquier caso, y a pesar de una tradición que no favorece la siguiente información, un intelectual no es aquél que marca las cartas, sino el que se resiste a jugar con esas cartas marcadas. Si cumple este pequeño pero obstinado cometido, entonces dará igual si lo hace con un lápiz o un iphone.
No caer en las trampas de la fe, ni en la fe de las trampas, es una tarea dura, pero posible, bajo cualquier dictadura tecnológica.