Cultura

Inflexión de Año Nuevo

Manuel Tejada Loría

El amanecer del 1 de enero fue de un silencio sepulcral. Hasta los pájaros permanecieron ensimismados y escondidos en alguna rama. En la calle, apenas los desechos materiales y humanos dieron cuenta de las estruendosas celebraciones de horas pasadas, y algo de lluvia que cayó en la madrugada.

Nunca he sido devoto de las celebraciones navideñas. Y aunque este año tomaron en lo personal un nuevo cariz, las contradicciones individuales, sociales y humanas de esta época terminan por saturarme hasta el hartazgo sartriano. Es como si tuviera una reacción alérgica a tanto alboroto.

Es absurdo que en el fondo de estas celebraciones navideñas y de fin de año, prevalezca un consumismo histérico y telúrico. Aquel matiz religioso y tradicional de las navidades, desgastado en pleno siglo 21, cedió ante una inventada reactivación económica de temporada que suele empezar con el adelanto del aguinaldo en algunos casos.

Para eso se inventó “el buen fin”, basado en el black friday gringo. Comprar por comprar. Endeudarse hasta las entrañas. Y bueno, después, las posadas, Navidad y año nuevo con sus respectivos gastos que ahora en enero nos dejan vacíos.

Lo que pudo ser un tiempo de ahorro se convirtió, a cambio de unas horas de diversión (¿en verdad lo será?), en una oda al consumismo y al desequilibrio financiero.

Por supuesto, no desconozco que en muchos casos, con la sensibilidad a flor de piel, se trate también de un tiempo de reencuentro familiar o amistoso. Pero mi segunda “objeción” viene en este mismo sentido.

Pareciera que estas celebraciones reactivan una fugaz sensibilidad dominguera. Lo que a mi juicio tendría que existir todos los días del año (no lo dominguero sino la conciencia del otro, mutua comprensión, diálogo); en cambio se reduce a un sentimiento de un par de semanas.

Algo emanará de los pinos navideños, alguna sustancia que al respirarla vuelve más dóciles a los que de manera cotidiana beben bilis en tacitas de café. ¿O será que hay un código en las intermitentes luces de navidad que nos programan a la espantosa melosidad: pura miel con azúcar para luego, terminado diciembre, volver a la amargura terrenal?... No deja de ser absurdo, incongruente, parte de ese mismo sistema que todo lo vuelve mercancía y objeto de consumo.

¡Feliz año nuevo!, dice con rebosada miel la misma persona que semanas atrás me maldijo hasta por los codos. ¿Esperaba que correspondiera con una amable sonrisa? ¿Que le diera un chocolate? ¿Un abrazo fraterno? Como si las celebraciones de fin de año fueran un cheque en blanco para pasar por alto cualquier tipo de violencia cotidiana. No se trata de rencor, pero estas violencias se atajan únicamente de dos maneras: con diálogo o al estilo borgiano, donde la única venganza y el único perdón, es el olvido.

Por eso entonces, quizá, el silencio sepulcral de aquel 1 de enero. Ese, y los días cuando juega la selección nacional de fútbol, son los mejores momentos para disfrutar de un paseo por la ciudad.