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El quizá más difícil, rayando en el casi imposible récord, ya no digamos de superar, sino de igualar en el más hermoso deporte que el hombre practica, es decir el béisbol, está el juego perfecto en Serie Mundial lanzado en 1956 por el pitcher Don Larsen, de los Yankees de Nueva York.

Por varias razones, como son, por ejemplo, para lanzar un juego perfecto en el béisbol, se tienen que conjuntar muchas situaciones: que los jugadores en su turno de servir no cometan el más mínimo error, y en ocasiones realizar lances espectaculares; que el lanzador tenga una perfecta concentración y no conceda ninguna base por bolas, y, entre otras cosas más, que el árbitro esté “controlado”.

Las posibilidades de conseguir un juego perfecto varían entre varios miles, cientos de miles de lanzamientos y juegos. En proporción, según los expertos en estadísticas, es más fácil sacarse la lotería que lanzar un juego sin que ningún enemigo se embase. Cada cierto tiempo, en ocasiones hasta más de una vez, algún pitcher logra esta hazaña magnífica, a la altura del arte. Pero que alguien lo consiga y en Serie Mundial, tendrían que estar alineados los planetas de cierta forma y que el lanzador esté en un estado de gracia y tocado por la mano de Dios. En pocas palabras, es lo más cercano a lo imposible en este deporte. Las posibilidades de que se repita la hazaña de Larsen son de un 99.00999 %.

Esta inconmensurable y formidable joya de pitcheo la consiguió Don Larsen contra sus archienemigos, los Dodgers de Brooklyn –suburbio neoyorquino– quienes entonces jugaban en la misma ciudad que los Yankees, es decir Nueva York.

Era yo un niño, al que desde los seis años enseñaron a jugar béisbol, y escuchaba con mi hermanito, entre interferencias frecuentes, la narración de este juego en español por parte de Buck Canel, el gran cronista. Al término del mismo, y entre la gritería que salía de la enorme consola de la sala de mi casa, papá llegó de su trabajo –los tres éramos fanáticos de los Yankees– y mi hermano menor, aún sin hablar correctamente, exclamó a gritos: ¡“Danaron los yantis!”.

Fue una trepidante serie, ya que los Dodgers ganaron los dos primeros juegos en su casa, el Ebbets Field, y los Yankees ganaron los cuatro siguientes para coronarse campeones de la Serie Mundial. El ser campeones fue algo fantástico para sus miles de fanáticos, pero esto pasó a segundo plano, ya que antes de obtener el campeonato, el 8 de octubre de aquella fabulosa serie del 56, a pesar de ser aquel su 17 campeonato, durante el quinto juego, empatados en la serie 2 a 2, por los Yankees lanzó Don Larsen, que no era precisamente su mejor carta, ya que tenía un porcentaje de 3.26 de carreras limpias. Antes que él, los demás pitchers del equipo eran, todo hay que decirlo, mejores que él. Un verdadero bullpen de estrellas. En la cuarta entrada, los Yankees se fueron arriba una a cero. El pitcher contrincante de Larsen fue el estelar Sal Maglie. Los Dodgers fueron retirados en orden, mas en la quinta entrada, una línea que ya se cantaba como jit, que bateó Gil Hodges, fue atrapada por Mickey Mantle.

El pítcher yanqui siguió retirando en orden a los Dodgers, ante la expectación de los fanáticos de ambos equipos. El aire se podía cortar con un cuchillo. Sacó los dos primeros outs de la novena entrada para enfrentarse al peligrosísimo Dale Mitchel. Con la cuenta de una bola y dos strike, y con una poderosa recta ponchó al bateador, para así completar la hazaña jamás igualada y, como dijimos al principio, la más difícil de igualar.

Otra imagen imborrable fue la de su catcher, otro inmortal, Yogi Berra, quien corrió hacia el pitcher y saltó abrazándose ambos, con Berra en el aire. Fue un momento mágico, ambos lloraron de alegría, y en las gradas varios curtidos aficionados también derramaron alguna que otra lagrimilla.

Hace unos días falleció Don Larsen, el grande, por lo que el béisbol está de luto. Este fenómeno del juego irrepetible murió a los 90 años, y me hizo retroceder a mi tierna niñez con mi hermanito acostado en los ladrillos para escuchar mejor el radio y la llegada de papá, quien no daba crédito a lo que acababa de suceder. Se emocionó mucho, ahora mismo me acuerdo de aquello y ya, con más conciencia de lo que eso fue para el deporte rey, me tiemblan y se me engarrotan los dedos al escribir la presente nota.

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