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Cultura

De zapatillas y diamantina…

Paloma BelloApuntes desde mi casa

 

El calzado es la prenda de vestir que caracteriza al hombre civilizado. Aún en tiempos de las cavernas, los seres primitivos cubrían sus pies con pieles o con hojas para aislarlos del frío, del calor, de la inmundicia y porosidades.

Perviven algunos grupos humanos en Sudamérica, Africa, Oceanía –alejados de todo contacto con la sociedad– y algunos otros, como el pueblo rarámuri o tarahumara de Chihuahua, en México, así como algunas comunidades apartadas de Oaxaca y Chiapas, en las que la falta de costumbre en el uso de calzado los señala como conjuntos no totalmente integrados al desarrollo social.

Es por esta razón que, recientemente, una fotografía difundida en las redes de comunicación capturó mi total atención: el zapato como símbolo. Por aquellas condiciones de modernidad, de ignorar que toda imagen circulada en la red debe llevar un pie informativo para su inmediata ubicación, tardé un poco en enterarme de que se trataba de una protesta fuera de lo común, comprometida con la creatividad del artista Vahit Tuna.

En el barrio Kabatas de Estambul y en el distrito de Beyoglu, fueron utilizados 260 metros de pared en dos edificios, para instalar 440 pares de zapatillas de dama que denuncian los 440 crímenes ocurridos hacia mujeres de manos de sus esposos, el año pasado.

La estética del fotógrafo narra una perspectiva de arte concebida con delicadeza y emoción. Se contemplan de abajo hacia arriba: zapatillas deshabitadas, zapatillas de variados diseños y diversas tallas. Una escena inmóvil pero dinámica, poderosamente sugestiva.

Es posiblemente, una evocación de los 60 pares de Budapest, zapatos de hierro en tamaño natural esculpidos a la memoria de los judíos, eliminados por el Partido de La Cruz Flechada que gobernó Hungría durante el final de la II Guerra Mundial. Con las agujetas amarraban sus manos y pies y los arrojaban al río Danubio para que muriesen ahogados o congelados. A lo largo de la orilla del río puede verse de manera permanente dicha instalación.

El marco geográfico y cultural del que se desprende la denuncia visual de Estambul, me hace reflexionar en la diferencia establecida entre las causas que engendran los llamados “feminicidios”, ocurridos los últimos años en Turquía y en México. Los primeros han sido determinados por individuos directamente relacionados por la vía legal o afectiva con las agredidas, y obedecen a un motivo de carácter religioso, un arraigado apego a las leyes del Corán.

Los segundos son producto de un conflicto de orden social. Su raíz y ramificaciones pretenden un origen político, económico y sociológico. Atribuidos a temas de misoginia y sexismo, los delitos cometidos suman alarmante número: hasta el 25 de agosto de 2019, han sido lastimadas hasta acabar con su vida, 2,173 mujeres en nuestro país.

Las reacciones producidas para provocar inconformidad respecto de estas infamias, obedecen, probablemente, a que son dos sociedades contemporáneas diferentes con alguna coincidencia. Ambos países provienen de antiguas civilizaciones, aunque, mientras en Turquía se erige una obra de arte como silencioso reclamo, en México se violenta a los monumentos artísticos y se lanza a los vientos un dañino polvo de diamantina.

En tanto que en Turquía por tradición son consideradas de mal gusto las expresiones afectuosas en público, con amonestación de las autoridades incluso, en México observamos la decadencia moral instalada en cualquier banca de parque, contra la pared de cualquier callejón, hasta en los transportes colectivos de pasaje.

Lo que no tiene excusa es el atentado a la vida contra cualquier ser humano, sea mujer o varón. Por ningún motivo y por ninguna causa. Desde este rincón hogareño, apunto en mi libreta la idea de que, desde la zapatilla de cristal de La Cenicienta hasta los 440 pares de las señoras turcas, el calzado femenino viene siendo un símbolo, elevado hoy a su máxima abstracción por el talento de Vahit Tuna, un hombre.

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