Por José Díaz CerveraA Rodrigo y a RicardoSi para todo hay término y hay tasay última vez y nunca más y olvido,¿quién nos dirá de quién, en esta casa,sin saberlo, nos hemos despedido?J. L. Borges
Murió mi madre. Su corazón se fue debilitando poco a poco y se detuvo, cansado de luchar contra el cáncer y las quimioterapias; me cuenta mi hermana que desde el día anterior ya casi no abría los ojos.
En el árbol de la tristeza, las lágrimas ya se habían secado y sólo quedaron algunas hojas negras que llenaron la mañana de melancolía.
Fue extraño sentir cómo el corazón se convertía en una masa gris y, al mismo tiempo, estar lo suficientemente sereno como para hurgar la presencia de mi madre en los aromas y texturas; entonces supe que ella me había preparado a lo largo de su vida para recibir el presente de su ausencia. Allí estaban el dolor y la tranquilidad, tomándose las manos y enseñándome algo de mí mismo: algo que yo desconocía y que mi madre había ocultado en algún lugar de mi conciencia para enseñármelo precisamente el día de su partida.
Camino por una calle del barrio de San Andrés Tetepilco, en la Ciudad de México. Tengo cuatro años y una camisola de franela; voy de la mano de mi madre por los pasillos del mercado. Ella compra limones y jitomates; es muy joven, tiene la piel muy blanca y la cabellera rizada. Cuando regresamos a casa, ella pisa una arista de la escarpa y caemos al suelo; su tobillo se inflama y los dos nos sentamos a llorar en una banca de cemento que estaba a la entrada de un tendejón.
No recuerdo cómo logramos llegar al departamento donde vivíamos; sólo sé que algo indisoluble nos unió más allá de encuentros y desencuentros, y que el tobillo inflamado de mi madre me enseñó que la vida no era otra cosa que un aprendizaje constante de estoicismo, valor y persistencia. (En la neblina hay un ángel con forma de mujer, ayudando a mi madre a caminar hasta donde vivíamos y llevándome de la mano).
Mientras miro su féretro blanco en el umbral de la capilla ardiente y escucho los rezos mecánicos de los que gentilmente nos hicieron compañía, repaso algunas de las miradas de mi madre, sobre todo aquellas que me permitieron conocerla bajo todas las cortezas, incertidumbres y miedos que la hicieron una especie de golondrina de metal.
Entonces la veo concentrada (hilvanando un dobladillo) o lejos (hurgando en su infancia derrotada por la adversidad) y mis ojos regresan a 1985 cuando la miré a través del espejo del auto que me llevaba al aeropuerto para irme a Europa y supe que ella no impediría mi viaje aunque la partiera en mil pedazos la tristeza.
Mientras miro su féretro descender a la fosa, rodeado de algunos cuantos familiares y amigos, el cielo de Valladolid es de un azul extrañamente vigoroso (quizá por la sonrisa de mi padre que esperaba a mi madre por allá desde hace veinte años).
Gracias por enseñarme a vivir sin ti. Gracias, mami, no sólo por enseñarme a luchar sino por obligarme a luchar; por recordarme siempre que tú eras ignorante, pero que yo no debía seguir tus pasos. Por hacerme ver que la ignorancia es ceguera e impotencia. Curiosamente, creo que en tu ausencia te tendré más cerca de mí que en los últimos años.
Algo en mí se fortaleció gracias a ti.
¡Buen viaje!