Conrado Roche Reyes
Erase que era un hombre tan miserable y avaro, que ya formaba parte de la picaresca local, al grado de ser reconocido en toda la ciudad y por él mismo con el apodo de “El Botarate”. Y es que, en realidad, llegaba a excesos inconcebibles. Por ejemplo: a un limosnero, solamente a uno por día, le daba cincuenta centavos, cuestión que se había impuesto como norma para, según él, practicar la caridad y limpiar un poco su conciencia. Ya con esto cumplía con uno de los preceptos de fe –que sí la tenía– esperanza –ídem– y caridad. Era un ferviente católico. Iba a misa, sin faltar, lloviese o relampaguee, y comulgaba dos vece al mes. Y lo más desgarrador en su manera de ser, es que era un hombre muy rico –qué digo rico–, inmensamente rico. Pagaba a sus empleados mucho menos que lo marcado por la Ley Federal del Trabajo. Cuando alguien entraba a trabajar a alguna de sus empresas, lo hacía firmar un papel en blanco. Obviamente, como mandan los cánones mexicanos, a las mujeres les pagaba menos por el mismo trabajo que efectuaban los varones. A las que en el tiempo que laboraban con él resultaban embarazadas, de inmediato las despedía.
“Si ombé, le voy a pagar ochenta días sin que labore ¡me embromé!, quién le dijo que se embarazara. Para eso existen tantas medidas para evitarlo, ¿por qué no se protegió?”, respondía a los cuestionamientos de algunos compañeros suyos, industriales, comerciantes y banqueros (estamos hablando de los más “santos” de la sociedad, y habría que incluir a los políticos).
Tenía una hermosa familia, y ahí sí, con todo el dolor de su corazón, a sus hijos los tenía en los mejores y más caros colegios, y a su hermosa mujer, una meridana bellísima, le cumplía todos sus caprichos, no sin antes refunfuñar, seguido de un feroz pleito de palabras ofensivas de parte de ella. El caso es que finalmente cedía. Era ése su único momento de, llamémosle “normalidad”, dentro de su poderío económico.
Al café que frecuentaba, llevaba un limón en la bolsa de su pantalón, lo exprimía en un vaso de agua, le agregaba azúcar y ya está, ahí estaba su limonada bien fría. En la mesa –para entonces se podía fumar en los cafés– él llevaba dos cajetillas de cigarrillos, la de marca famosa, que era los que él fumaba, y unos cuantos cigarros sueltos, de los más baratos “para lo chayotes”. A la hora de pagar la cuenta, se hacía al loco esperando que los demás contertulios pusieran su óbolo en el centro de la mesa. Él se quedaba un rato más, y disimuladamente, se “clavaba” las propinas de los demás. Esto era del conocimiento de los meseros y encargados, pero se hacían pen…, ya que se trataba de don Gran Potaje. No exagero al decir que hubo casos, si nadie lo observaba de recoger colillas del suelo para fumar gratis. ¡Divino!
En cierta ocasión, nuestro hombre, después de una agotadora junta de trabajo, se encaminaba a su casa en su automóvil, cuando sintió que la digestión llegaba a su destino, es decir, tenía ganas de hacer “popó”. Y la urgencia aumentaba mientras más se acercaba a su residencia. Aceleró y llegó quemando llanta al frenar y corriendo se dirigió al baño a “ensuciar”(me da mucha risa esta palabra que usamos en Yucatán para . defecar, zurrar, hacer del 2, y en las comunidades rurales “ir al patio”).
Al llegar cerca del excusado “excusmoa”, rápidamente se bajó los pantalones, sin darse cuenta que un billete de cien pesos cayó dentro del bacín mientras el desahogaba. Sintió, en el acto de defecar, una especie de orgasmo, limpió su rostro de sudor por aquella carrera contra el tiempo, mejor dicho, contra la “ta’h”.
Al término de su “necesidad”, como también decimos por acá, se dio cuenta que entre el excremento y el agua había un tesoro: su preciado billete de cien pesos, todo embarrado y próximo a hundirse en las profundidades del mueble. Casi con un infarto miraba aquel billete. En varias ocasiones, cruzó por su mente meter la mano y hacerla de salvavidas, parecía que se trataba de un hijo que se ahogaba en el mar profundo. Sin embargo, el asco fue mayor. Se rascaba la cabeza sin dejar de mirar el brillante billete. De pronto, ¡Eureka¡ una fascinante idea se le cruzó por la mente. Sacó de su cartera dos billetes de quinientos pesos, los arrojó dentro del excusado y diciéndose a sí mismo: “Para que valga la pena”. Y ya sin ningún pudor, metió ambas manos entre aquella suciedad y peste terribles ¡para rescatar los tres billetes!