José Díaz Cervera
En su colaboración del miércoles próximo pasado, Jorge Cortés hablaba –razonablemente– sobre la necesidad de desarrollar perspectivas más acordes con nuestra cotidianidad en los programas de desarrollo y difusión cultural.
Las condiciones en que vivimos nos están orillando a un replanteamiento de muchos de nuestros marcos de referencia, y en ellos la denominada “gestión cultural” parece ir cobrando gran relevancia. ¿Cómo trazar las estructuras básicas de un proyecto cultural que sea capaz de ir más allá de los apoyos institucionales a los artistas o a los grupos que producen espectáculos y/o productos de impacto estético?
La clave está en estimular formas variadas de gregarismo a partir de diversas modalidades, desde la asociación más básica de colectivos hilvanados por un interés común, hasta modalidades diversas de acompañamiento y aun de comunidad.
Todo parece indicar que la estrategia comunitaria fundamental es la de “ganar la calle”, lo cual implica el hacer habitable un espacio que hasta ahora es una especie de campo de batalla en el que se verifican todas nuestras inconsistencias colectivas, desde las que derivan de la apropiación del Centro Histórico por parte de extranjeros que poco a poco lo han venido privatizando o, al menos, lo han convertido en un coto de su exclusividad, hasta las que devienen de la propia lucha de clases en sus diversas modalidades.
La cultura, reducida a manifestación artística y/o a un conjunto de saberes y creencias validados por el poder hegemónico, achata todas sus posibilidades de ser raíz y ligadura, es decir, ese factor que hace posible una vida comunitaria verdaderamente orgánica y en solidaridad, a partir de disponer todo para las diferentes escalas del contacto humano, mismas que van de la simple interacción casual entre actores que, por ejemplo, esperan el autobús en una esquina, hasta el vínculo por intereses comunes o la comunicación plena entre sujetos.
Allí debemos entrar en otra dimensión, en la que quizá tendríamos, antes que nada, que desarrollar las cualidades que nos permitan ir construyendo las estructuras necesarias que nos pongan en posibilidad de edificar comunidades específicas capaces de relacionarse entre sí, aun en medio de situaciones conflictivas.
Debemos primero entender que lo que, paradójicamente, aglutina a los actores sociales deriva, por un lado, del conflicto y, por el otro, de la solidaridad. A ese nivel, la aglutinación tiene varias posibilidades: la simple colaboración, la cooperación activa y la acción coordinada. En cualquier caso, sin embargo, el factor decisivo está determinado por la cultura, en tanto que ésta define nuestros patrones de comportamiento a partir de una estructura simbólica que resulta reconocible para los involucrados.
La gestión cultural tendría que abrirse, entonces, a nuevas posibilidades. No sólo habríamos de pensar en publicaciones, promoción de exposiciones, talleres de actuación, de creación literaria o dibujo, sino en instancias que nos enseñen a instrumentar acciones tan simples como, por ejemplo, dar inicio y sostener una charla con alguien a quien no conocemos, o en clínicas en las que se propicie entre las personas el desarrollo del criterio como parte de un valor aceptado por una comunidad que cree en la tolerancia.
Por alguna razón, vivimos en una sociedad que interactúa poco y con mala calidad. Vivimos entre la fobia y el recelo, no existimos como comunidad activa, sólo como una colectividad reactiva y ello nos hace mucho daño. Tal vez sea tiempo de repensar algunas cosas en los terrenos de la gestión cultural y, por tanto, en la labor de las instituciones correspondientes.
Todo lo descrito por Jorge Cortés en su artículo tendría, entonces, otro cariz y algunas de nuestras tradiciones tendrían mayor oportunidad de preservarse porque se verían como instancias de un tiempo y de una cultura que ya no es parte actuante de nuestro hoy por hoy, pero que se reconocería como elemento de un proceso en el que los nuevas generaciones estiman su propio devenir. Nuestros usos, costumbres y formas de convivencia no tendrían por qué tener continuidad. Las tradiciones, buenas o malas, no siempre lo fueron y ello podría sugerirnos que no tendrían por qué perpetuarse.