Bailar en pareja se ha vuelto algo raro en este mundo, y no es evitar contagios como el que ahora nos amenaza. La danza, símbolo de apareamiento, ha ido perdiendo esa cualidad en medio de la irrupción de las tribus urbanas en una época donde se desdibujan tradiciones y prevalecen estallidos emocionales que simulan ser espontáneos.
Evitemos malos entendidos. Cuando hablo de pareja no hablo únicamente del macho y la hembra. Extiendo la dualidad confluyente en el baile a todo tipo de orientación sexual. He presenciado tangos deliciosamente ejecutados por varones con varones y boleros en los que una muchacha y otra se enternecen en el diálogo entre los cuerpos, aunque para ciertos espíritus pacatos dichas estampas transgredan los estrechos límites de su moralina.
Tampoco hablo de la respuesta cultural –no es automática, sino visceralmente condicionada– de la persona ante un estímulo rítmico sonoro. Usted puede estar sentado en la butaca de un teatro, o simplemente recibir desde un aparato radiofónico un mensaje que le es afín, e instintivamente mueve brazos y piernas, marca compases o con un gesto corporal expresa su sintonía con lo que escucha.
Acerca de esto me comentó la gran bailarina Alicia Alonso cuando en una conversación abordó lo que representaban para ella los géneros populares de la música cubana. Ella confesó que no sólo era inevitable, sino expresión de un sentido de pertenencia, corresponder en alma y cuerpo a las células rítmicas del son, la guaracha o la rumba: “Es que no puedo dejar de ser y sentir como cubana”.
Hablo de un fenómeno visible en diversas plazas: la pérdida del intercambio, la ausencia del cortejo. De gente que baila sobre sus pies y estremecen sus anatomías sin relacionarse con quien está a su lado. De una especie de autismo danzante que niega la socialización de una de las esencias más antiguas de la estética bailable.
Suena una banda de rock en una explanada y la explosión metalera inunda el espacio. El efecto hipnótico establece compartimentos estancos entre los espectadores. Cabezas que giran, brazos arremolinados; no faltan los que mimetizan el ataque de los guitarristas que ejecutan riffs increíbles. La pareja se pierde.
Revienta en una discoteca el reguetón machacón. Ni siquiera el texto procaz, de insultante sexismo y machismo devastador, incita a que el danzante atienda a su pareja. Ni siquiera el perreo ni la rivalidad entre contrincantes que pelean una mujer en medio de una controversia salvan a estas alturas la orientación solidaria de los que se empantanan en el género.
La salsa convoca multitudes fuera de los salones. En estos todavía predomina el par, con movimientos coreográficos sofisticados, lo cual de momento espanta a quienes no conocen los pasos de baile y piensan que les va a ir mal si no exhiben destrezas extremas. Tanta escuela de salsa y tango fomenta a la vez emulación e impotencia. La espontaneidad de los puros aficionados se halla en peligro de extinción, pues pocos arriesgan a sincerarse en el baile. En plazas abiertas, dotadas de equipos de amplificación exagerados, los aficionados fijan sus miradas en las gigantescas pantallas y a lo sumo gritan, saltan, se encabritan y nada más.
El sociólogo francés Jean-Claude Besson discurre al respecto: “La actuación de los jóvenes ante las músicas para bailar no son ajenas a los comportamientos sociales que forman parte de su sistema de vida. Si consumen horas frente a la pantalla, apenas relacionándose con sus semejantes a no ser por conductos digitales, si les han introducido la idea de que son exitosos por sí mismos y no porque se deben a otros, si entre ellos valoran más el hecho individual que el colectivo, no debe extrañar que bailen para sí, porque se consideran el centro de su existencia”.
A favor del baile de pareja se pronuncian los que encuentran en este ejercicio razones para el entendimiento, la sociabilidad y la compenetración. Me refiero a necesidades espirituales contemporáneas que poco tienen que ver con las argucias que en otros tiempos propiciaban lances amorosos que en otros ámbitos no se permitían.
Como ha dicho el maestro Santiago Alfonso, coreógrafo insignia del célebre cabaret Tropicana: “El danzón no se explica sin dos personas que armonicen”. O como también dijo en su día uno de los rumberos mayores, Giovani del Pino: “Basta con una mirada a la pareja para no sentirnos solos”.
Ya volveremos a bailar entre dos cuando la plaga sea derrotada. Vencerá el deseo de compartir movimientos y sentimientos.