Cultura

¿Para qué poetas en tiempos de coronavirus?

José Díaz Cervera

I

¿Para qué poetas en tiempos de penuria?, se preguntaba Friedrich Hölderlin en los primeros años del siglo XIX (en “Pan y vino”, uno de sus más célebres poemas), agobiado por el vértigo de un mundo en transformación galopante y por la locura temprana. La sola duda que encarna la pregunta es sintomática, sobre todo porque la cuestión carece de respuesta posible más allá de la convicción.

Para Hölderlin, los poetas son oficiantes de la embriaguez, ángeles de la noche sagrada, gestores del regocijo y el ensueño, intérpretes de la música celeste… Para el poeta alemán, de nada sirven los poetas en las estaciones miserables de la vida terrena.

Mas la vida se volvió miserable a partir de la posmodernidad. Al entronizarse el valor de cambio como el gran valor que rige nuestras vidas, todo perdió sentido más allá de su condición utilitaria. Y entonces el poeta se enrareció.

Rubén Darío entendió perfectamente el problema y le dio una textura estética a través de “El rey burgués”, uno de los cuentos más dramáticos que se hayan escrito en la literatura universal, pues en él se hace visible la tragedia humana que supone la necesaria e irremediable aniquilación del poeta en el universo del interés y la ganancia. La miseria habitando entre el lujo y el dispendio, escondida en la estulticia y la cursilería burguesas, terminará atropellando todo aquello que sea inútil en un mundo de índices e indicadores que registran la rentabilidad y la ganancia de unos pocos, pero que no consignan la miseria de las mayorías.

Por eso tenemos que volver constantemente a la pregunta (¿para qué poetas en tiempos de penuria?), como lo hizo Heidegger, como lo hizo Rilke; por eso tenemos que ensayar las respuestas probables, sin encontrar –lamentablemente– nada que nos aleje del territorio de las convicciones. ¿Para qué poetas en tiempos de coronavirus? La respuesta cabal y contundente es: ¡para nada!

En mi afán –tal vez inútil– de alejarme de mis certezas íntimas, voy a ensayar las razones de mi afirmación. Lo haré, al menos al principio, a través de una especie de alegoría.

Hace muchos años, mientras regresaba de Tehuacán a la Ciudad de México, escuché un sonido extraño debajo del vehículo; atardecía y yo viajaba solo. Había ya recorrido poco más de treinta kilómetros cuando, frente a un llano semidesértico, noté que algo rozaba en alguna tolva del auto y decidí detenerme para ver lo que pasaba. En ese momento recordé la recomendación que alguna vez me hizo mi padre de no apagar el motor, previendo la posibilidad de que no arrancase de nuevo y quedar varado en medio de la nada. Bajé del vehículo y empecé a revisar; el retazo de un costal de yute muy grueso se había atorado en el guardalodos y rozaba con una rueda trasera; el problema se solucionaría arrancando el saquillo. Todo había quedado aparentemente resuelto hasta el momento en que quise subir de nueva cuenta al auto… no pude hacerlo: sin darme cuenta, al bajar puse seguro a la portezuela y dejé la llave adentro; no todo, sin embargo, estaba perdido, pues para identificar el sonido bajé un poco el cristal de la ventanilla y ello me daría la posibilidad de meter mi brazo para quitar el seguro; mi gordura frustró el intento. Desesperado, quise abrir la ventanilla jalándola hacia abajo, pero no pude; a los pocos minutos, de la nada, apareció un hombre caminando a la orilla de la carretera, aunque por el carril contrario. Lo llamé y vino; sentí su aliento alcoholizado y después me di cuenta que venía ebrio; le pedí ayuda (él era delgado y su brazo seguramente cabría en la parte abierta del cristal), el tipo se ofendió y después de insultarme me quiso golpear; yo me hice a un lado y busqué algo para defenderme… el tipo me volvió a insultar y se alejó. Empezaba a oscurecer. Por un momento concebí la idea extrema de romper el cristal y decidí que así sería si no había más remedio. Me metí un poco entre los arbustos, se acercaba la “hora cero” donde la penumbra toma el mando para separar el día de la noche; de repente, apenas asomando entre la tierra yerma, apareció la punta de algo que parecía un alambre; usando mi pluma como palanca logré sacar el objeto y, efectivamente, era un alambre delgado aunque no muy largo. Casi milagrosamente, el artefacto alcanzó el seguro de la portezuela y así logré abrirla. Cuando subí, puse el alambre junto al asiento; ese pedazo de basura había sido mi salvación y por eso decidí que lo llevaría conmigo y lo pondría en la caja de herramientas, pero después pensé que debería volverlo a poner en su lugar, que quizá ese alambre podía servirle a alguien más (como me sirvió a mí) para la más inverosímil de las tareas. El alambre ya no servía para nada, pero, paradójicamente, eso le permitía servir para todo, quizá hasta para salvar la vida de alguien.

Continuará.