El poeta cubano César López solía recordar como uno de sus más felices momentos la invitación que le hiciera el Colegio de México para dictar un ciclo de conferencias sobre José Lezama Lima. Entre sus colegas mexicanos, algo no muy frecuente en la comunidad lírica cubana, no se prodigaba en elogios a Octavio Paz, aun cuando apreciara su indiscutible impronta en las letras iberoamericanas, y sí echaba de menos que no se leyera en Cuba, con mayor atención, a Amado Nervo y Sor Juana Inés de la Cruz, pues, según él, la sinceridad espiritual valía más que cualquier otra cosa. “Eso me pasa cuando escucho una canción de Sindo Garay o Guty Cárdenas; en la trova hay mucha poesía”, me dijo en una de las sabrosas tertulias al fondo de su casa frente al Malecón habanero.
No soy el único que extraña a César. Se fue la pasada semana, en medio de la pandemia y no a causa de ella, víctima de un largo proceso de depauperación orgánica. Tranquilo en su hogar, mientras oía el suave golpear de las olas en el muro que limita la ciudad con la corriente del Golfo. Tenía 86 años vividos en medio de avatares no siempre felices, pero de los que supo levantarse con hidalguía.
En la isla fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura. Estudió hasta el bachillerato en su natal Santiago de Cuba, posteriormente estudió Filosofía y Letras en las universidades de La Habana, Madrid y Salamanca. En España se doctoró en Medicina (Salamanca) y realizó también estudios inconclusos de Filosofía y Letras. Miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua y correspondiente de la Real Academia Española. Entre 1960 y 1962, fue cónsul cubano en Glasgow, Escocia, y desempeñó el cargo de jefe de departamento de Europa Occidental en el Ministerio de Relaciones Exteriores, unos años después. Fungió como secretario de la Sección de Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Hasta que quedó atrapado por el marasmo del quinquenio gris (1971 - 1976), plazo en que se distorsionó la política cultural de la Revolución Cubana, afloraron extremismos y hubo condenas al ostracismo, afortunadamente vencidas cuando el inolvidable Armando Hart, por mandato de Fidel, creó el Ministerio de Cultura, y puso las cosas en su lugar.
Nunca olvidó César a su Santiago de Cuba. No podía ser de otro modo para quien en sus calles halló fuerza y conoció amigos que le cambiaron la vida, uno de ellos Frank País, el joven líder del movimiento insurreccional que levantó en armas la ciudad el 30 de noviembre de 1956 en apoyo al desembarco de los expedicionarios del yate Granma, con Fidel Castro al frente, y luego dirigió el movimiento clandestino contra la dictadura. A Frank y César los unió no sólo la rebeldía juvenil sino los intereses poéticos. Frank fue un poeta de la palabra y la acción. Cuando César ocupó cargos en la UNEAC de los años 60, propuso fomentar el concurso David para jóvenes escritores inéditos. Frank adoptó el nombre de David como seudónimo para la actividad conspirativa.
El propio Frank le dijo a César en los momentos más álgidos de la represión criminal de la dictadura batistiana: ve a Europa y regresa, tú eres el poeta que necesitamos. En España se enteró del asesinato de Frank acorralado en un callejón santiaguero. Entre los primeros actos de César al volver a Santiago, visitó a Rosario García, la madre del mártir. Poco después publicó su primer libro de versos, Silencio en voz de muerte, dedicado a Frank.
En sus páginas está el amigo hermano y Santiago de Cuba. En otros tres poemarios sucesivos, titulados Libros de la ciudad, laten personajes, atmósferas, conflictos, revelaciones y misterios de una Santiago observada en toda su intensidad singular. Ni en los tiempos peores dejó de revisitar en la memoria y en la poesía el sitio original.
César tuvo paciencia y entereza ante la adversidad. Contó con amigos, como Nicolás Guillén, el cineasta Alfredo Guevara, el compositor Harold Gramatges y el editor y traductor Pepe Rodríguez Feo. Compartió el sufrimiento junto a Pablo Armando Fernández, y lamentó que Lezama y Virgilio Piñera no vieran el final de las tribulaciones de aquellos años terribles para la cultura.
“Me apoyó mucho mi esposa Micheline –me dijo en una entrevista en 2008–; ella era francesa, falleció aún joven, pero antes de morir me confesó que alguien de la embajada de su país, al ver mi situación, quiso facilitar mi salida de Cuba. Ella se negó porque confiaba en que dentro de Cuba todo se arreglaría y nuestra vida iba a volver a su cauce. Hay algo que no deja de ser interesante. Ciertas personas que se destacaron por hacernos la vida imposible han terminado en otra parte como enemigos jurados de la Revolución. ¿Qué te parece? Y yo estoy aquí, nunca he dejado de estar aquí y no precisamente viendo la vida pasar”.
Y así fue hasta el final de sus días. César López, el poeta, el amigo, con su integridad moral, estará siempre.