Tarde, muy tarde, descubrí a Little Richard. No es que ignorara quién era, sino no le había prestado atención suficiente. Claro que lo situaba entre las piedras sillares del momento de despegue del rock, junto a Chuck Berry y Elvis Presley, el primero mucho más valorado en mi escala de oyente. Cuestión de gusto. Pero por mi formación me incliné, y ya no como mera afición, hacia el territorio del jazz, las cadencias del blues y la explosiva combinación del rythm and blues. En el rock, me decantaba por la eclosión de los años 60, en Gran Bretaña más que en Estados Unidos.
Si he comenzado esta crónica con una desacostumbrada confesión personal no es para darme importancia; por el contrario, se trata de concedérsela a un compatriota que desde hace rato clasifica como uno de los más curtidos narradores de la región, Francisco López Sacha (Manzanillo, 1950). Por él llegué a la real comprensión de Little Richard.
Entre la decena de recompensas repartidas en la decimoséptima edición del Concurso de Cuentos Juan Rulfo, convocado en el año 2000 por Radio Francia Internacional y el Centro Cultural de México en París, y evaluado, entre otros jurados, por Juan Villoro, Luis Sepúlveda y Paco Ignacio Taibo II, Sacha pescó uno de los premios con una obra titulada Escuchando a Little Richard. Giraba en torno a la aventura de estudiantes becarios adolescentes en Miramar, La Habana, fanáticos al rock que escuchaban en el sótano del albergue, no bien vistos por un dogmático cazador de brujas que amenazó con someterlos a un consejo disciplinario.
Los muchachos oían una y otra vez a Little Richard, cuyo disco camuflaban en una carátula de la Orquesta Aragón. Sacha expone desde las primeras líneas: “Pongo el disco en el plato con mucho cuidado, le doy al automático y le sale de pronto una voz áspera y antigua que se va por la aguja hacia arriba. Detrás viene la música, y un negro alto, de grandes ojos negros, sale también de allí gritando esas frases sin sentido de Tutti Frutti, mientras resuena el bajo y un saxo tenor allá en el fondo emite algunas notas graves, melosas y broncas como si estuviera dialogando con el absurdo, y el pelo negro negrísimo y envaselinado le cae hacia adelante en unos rizos oscuros, y él abre la boca. Después mueve la cabeza, mueve la cabeza, mueve la cabeza, y grita oh, my soul, ante las negras calientes y bellísimas de pelo planchado que se levantan con sus cuerpos rotundos y deslizan sus zapatos de piel por el piso pulido, y levantan las manos y estremecen las piernas, y hacen ondear sus blusas satinadas y sus faldas de hilo color crema y así muestran su ropa interior, como al descuido, y gritan frente a él, desordenadamente, con el ritmo tribal de la batería de saxos y el estruendo de la percusión”.
Es difícil encontrar un retrato más vívido que ese para describir el fenómeno Little Richard, un rayo que atravesó la medianía de los años 50 con tal intensidad fulgurante que los que vinieron después tuvieron que rendirse a sus pies. Los Beatles contaban en su repertorio con Long Tally Sally; yo mismo pensé que había salido del binomio Lennon-MacCartney, hasta que supe que el cuarteto de Liverpool le atribuía justo crédito a su autor, Little Richard. Por aquellos años, aún cuando por voluntad propia y los vaivenes de la industria del espectáculo su estrella comenzaba a declinar, el espectacular rockero acompañó a Los Beatles en no pocas presentaciones. Los Rollings Stones también veneraban a Little Richard.
Venía del profundo sur, de Macon, en Georgia, donde asimiló en la sangre las raíces que fundiría en su estilo: blues y gospels, la rabia de lo seres discriminados y las invocaciones carismáticas de las iglesias protestantes. Se fue de casa y actuó en espectáculos itinerantes. En 1948 fue anunciado como Little Richard, dejando atrás el nombre de bautismo, Richard Wayne Penniman. Little no por pequeño, sino por ser el más joven de la tropa Sugarfoot Sam from Alabama.
Trabajo le costó establecerse por sí mismo. En los tempranos 50 probó con la RCA Víctor y Peacock Records; ninguna de sus grabaciones circuló comercialmente. Desilusionado por el negocio discográfico, regresó a Macon en 1954 y luchando con la pobreza trabajó como lavaplatos para los ómnibus de Greyhound Lines. Ese año, disolvió los Tempo Toppers, combo que lo acompañaba, y formó una banda más dura, Los Upsetters. Probó de nuevo al enviar en febrero de 1955 un demo al sello Specialty Records. Art Rupe, dueño del sello, lo puso en manos del productor Bumps Blackwell, quien al escucharlo intuyó que Little Richard podía ser la contraparte de Ray Charles y Fats Domino. En especial le impresionó Tutti frutti, pero mandó a suprimir en la letra expresiones de fuerte contenido sexual. La canción lo lanzó al estrellato y abrió la senda para que otras piezas suyas posteriores, como las electrizantes Ready Teddy (luego cantada por Presley), Good Golly Miss Molly, Keep A-Knokin’ y la infaltable Lucille, penetraran en amplias audiencias.
El crítico Tim Weiner, en The New York Times, consideró que hasta Little Richard el rock and’ roll era una música descaradamente machista, pero con éste, que había sido transformista (hoy se diría drag), presentó una imagen muy diferente en el escenario: vistosamente vestido, cabello recogido seis pulgadas de alto, rostro radiante con maquillaje de cine: “Le gustaba decir desafiante en años posteriores –apuntó– que si Elvis era el rey del rock, él era la reina”.
El episodio más extravagante de su vida tuvo lugar en octubre de 1957 durante una gira por Australia, según explicó a su biógrafo Charles White: “Esa noche Rusia envió ese primer Sputnik. Parecía que la gran bola de fuego venía directamente sobre el estadio a unos doscientos o trescientos pies sobre nuestras cabezas. Me sacudió la mente. Me levanté del piano y dije: Esto es todo. Estoy terminado. Me voy para volver a Dios”.
No fue exactamente así. Dos años después dio la espalda a los escenarios, renegó de su orientación bisexual, y ocupó el púlpito de predicador bautista. Pero más tarde volvió a los teatros, clubes, y programas de televisión. Cuando lo llamaban para espectáculos de gala muy puntuales, acudía. El rock no era el mismo, pero su nombre había hecho historia. Y eso lo sabía muy bien el escritor Francisco López Sacha al tirar de los recuerdos para titular un cuento formidable.