José Díaz Cervera
En la batalla del hombre contra el polvo, siempre gana el polvo.
No es solamente lo que marca el probable destino que acontece bajo nuestros pies. No es la falsa ontología con la que nos enseñaron a romper todos los espejos: no somos polvo ni seremos polvo simplemente porque no lo deseamos, simplemente porque preferiríamos ser humo y dispersarnos en silencio, sin dejar huella de lo que fuimos, salvo por la estela de fragancias con que nos adivinan los que nos conocieron.
Sería mejor. Sería menos indigno que terminar convertidos en uno de nuestros enemigos más cordiales.
Es difícil no odiar el polvo. En su textura siniestra, en su cuerpo sólo visible a contraluz, reconocemos su existencia como algo que nos amenaza porque nos envuelve en una especie de beso macabro. Es difícil no odiar el polvo en sus dos sílabas obscuras que se meten por todos los rincones y nos dejan desnudos en medio del escalofrío.
Y es que la gran trampa del polvo es aparecer siempre lejano, como algo ajeno a nuestros sueños, como la arena imaginaria de algo que se rompió sin que nos enteremos, como ese residuo que desde la nada aparece en los rincones, en los quicios de las puertas o en los alféizares de las ventanas y del que creemos poder librarnos con un cepillo o con un paño húmedo, sin darnos cuenta que es él quien se deshace de nosotros y que en realidad estamos a su merced y a su capricho pues somos sus más dóciles rehenes.
Un hombre mira el polvo sobre su escritorio; decide no luchar más. Renuncia. Se da cuenta que ha perdido todas las batallas.
Cierra la puerta del cuarto.
Es la guerra del hombre contra el polvo.
Cierra los ojos.
Es la batalla del polvo contra el polvo.