Cultura

Joaquín Tamayo

Por encima de su potente bateo atrasado, de sus consistentes porcentajes por pegarle bien a la pelota y más allá de su velocidad de bólido para correr las bases, el sello distintivo de Roberto Clemente fue su brazo derecho. Puntería y veneno en el hombro acabaron siendo la explosiva combinación que lo llevó a la cúspide de las Ligas Mayores. No en vano, los ladrones de base temían al desplazamiento furtivo so pena de que el boricua pudiera sacarlos del juego, dejarlos out, según la jerga deportiva, antes de tocar la nube de polvo de la siguiente colchoneta. Era un auténtico francotirador del béisbol, así lo definió el periodista Kal Wagenheim en su libro ¡Clemente!

Publicada en 1973, acaso un año después de la muerte del jardinero de los Piratas de Pittsburgh, esta biografía no sólo es la crónica alrededor de los emocionantes logros de un atleta. Debe leerse también como la radiografía de la superación individual y solitaria de un hombre ante las adversidades de una sociedad a ratos brutalmente segregacionista, casi siempre inhumana, en el complejo tránsito entre la década de los cincuenta y sesenta del siglo XX.

Roberto Clemente Walker había nacido en la ciudad de Carolina, Puerto Rico, en 1934. Fue descubierto por un cazatalentos cuando salía de la adolescencia. Poco a poco, mientras entrenaba y participaba en novenas de las Ligas Menores, descubrió que además de sus facultades físicas y del perfeccionamiento de su técnica como pelotero, debía pulir sus principios y valores morales; uno en particular, la dignidad o, si se quiere, el orgullo de ser latinoamericano.

De eso trata, en el fondo, el libro de Wagenheim.

Si años atrás Jackie Robinson había roto la barrera racial al incorporarse al primer equipo de los Dodgers, entonces de Brooklyn, pese al repudio y a los escollos impuestos por directivos, aficionados y líderes conservadores, para Clemente el encontronazo con esa realidad dividida no significó una tarea fácil, sobre todo tomando en cuenta que era uno de los primeros afroamericanos, originario de otro país, en ser contratado por un equipo del gran circuito.

Sencillo: el joven Clemente no podía, no pudo nunca, entender por qué debía comer y dormir separado de los demás jugadores con quienes compartía las vicisitudes en el verde diamante de los parques. Desde el primer día se resistió a aceptar las reglas de ese otro juego, el de la sociedad norteamericana. Supo, gracias a los desaires y a la marginación, que para ganarse un sitio tendría que esforzarse, a cada instante, en ser la excepción, en ser excepcional. Su actitud en la caja de bateo, su manera de encarar al pitcher enemigo, con la mirada altiva, bien plantado, desafiante y paciente en simultáneo, ni agachado, pero tampoco soberbio, terminó por transformarse en la metáfora con la cual enfrentó la vida, esos otros nueve innings que la cotidianidad le deparaba.

Luego de sus primeras dos temporadas, la prensa especializada comenzó a fijarse en él. Se le empezó, por lo mismo, a exigir más que a los otros; sus críticos se propusieron observarlo con agudeza hasta en sus gestos ordinarios. En contraparte, tendían a minimizar sus victorias, a empequeñecer el mérito de los galardones que acumulaba por su extraordinario fildeo y por sus récords con el bate. Un beisbolista completo.

Sin embargo, una probada de esas contrariedades la vivió Roberto Clemente al finalizar el Juego de Estrellas de 1961 en San Francisco, donde había dado a la afición una de las mayores demostraciones de perfección desde el jardín derecho. En gran medida, el triunfo de la Liga Nacional se debió a su impulso sin concesiones. Wagenheim no pudo ser más elocuente. Escribió:

“Años más tarde Roberto recordaría con amargura que en los vestidores, después del juego, los periodistas se arremolinaron en torno a Willie Mays. Le hablaban y él no hacía más que repetirles: Yo no lo hice. Este hombre que tengo a mi lado fue el que lo hizo. Pero no escuchaban a Mays. Yo hice todo lo que pude, pero a los periodistas no les importaba. Entonces supe cuál era la posición de los cronistas norteamericanos… Cuando conecté aquel gran imparable en la décima entrada, me sentí mejor que bien. Lo que me hacía sentirme más contento es que el manager, Danny Murtaugh, me permitiera participar en todo el juego. Con eso me hizo el mejor elogio. A partir de entonces Roberto llevaba con orgullo su anillo del Juego de Estrellas.”

Modelo de congruencia, Roberto Clemente persistió en su lucha por la igualdad y en el reconocimiento, al menos en el béisbol, de los jugadores latinoamericanos, cuyos estándares de calidad debían ser distinguidos. Sus números en las estadísticas de la pelota se mantienen redondos: bateó exactamente tres mil hits hacia el final de la temporada de 1972. Ni uno más ni uno menos.

El último día de ese año, bajo una llovizna caprichosa, abordó un avión de carga para llevar ayuda a los damnificados por los terremotos de Nicaragua, ocurrido una semana antes. La catástrofe centroamericana había calado hondo en su conciencia; no lo pensó dos veces a la hora de convocar el apoyo de la gente, lo mismo peloteros que políticos y empresarios. Estuvo a punto de no ir porque el vuelo se había pospuesto en una ocasión por el mal tiempo, rememoraría su esposa, pero a la larga decidió hacerlo”. Mientras el magnate Howard Hughes huyó de la nación que lo había cobijado durante su extravagante aislamiento, Clemente fue hacia ella. A unos minutos del despegue, la nave cayó al océano.

Nada se recuperó de Roberto Clemente. Tenemos, de cualquier modo, el libro de Wagenheim. Ahí se mantienen, frescas, sus anécdotas, sus hazañas con la pelota. Pero, como alguna vez dijo Gabriel García Márquez, los libros no siempre son de quien los escribe, sino de quien los padece. Yo me atrevo a añadir: los libros son de quien los vive y de “quien los muere”.