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Hoy quiero recordar el día que cayó en mis manos, años después de su publicación, el libro Muleke, negritas y mulatillos. Niñez, familia y redes sociales de los esclavos de origen africano en la Ciudad de México, siglo XVII, de Cristina Masferrer, editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

Por mucho que la reconstrucción historiográfica puntualizaba, en aras de la veracidad, fuentes y pruebas documentales objetivas y en apariencia distantes, no dejaba de sentir en mi interior el fuego de la indignación ante el destino de niños que nunca fueron considerados seres humanos, únicamente valorados por razones utilitarias, al mismo nivel que las bestias. Si acaso gozaron alguna vez de la cercanía sentimental reservada a las mascotas.

Triste realidad en el Virreinato de la Nueva España, que apenas dejó huellas en el imaginario popular que trascendió a la época. “A estos niños – explicó Masferrer en una entrevista a propósito de la salida del libro– los podían hipotecar, donar, vender y comprar, por supuesto; pero también los podían dar como parte de una dote matrimonial. Se donaban a conventos o a otras instituciones religiosas para que realizaran distintas actividades, e incluso hubo casos en que se entregaban como limosna”.

Hoy quiero recordar aquellas vidas olvidadas, porque el 25 de mayo es el Día de Africa, y tanto en México como en los restantes países de América Latina y el Caribe, tanto en los que poseen una mayor presencia negra en sus perfiles demográficos como en los que no, estamos en el deber de incorporar, honrar y exaltar el legado africano y conmemorar la fecha más allá de las instancias protocolares diplomáticas y los actos formales. Diría más, el Día de Africa tendría que cobrar valor todos los días, como también los de los europeos, que los hubo, al margen de la depredación colonial; los pobladores originarios diezmados por la Conquista pero resistentes e incombustibles, y, más aún, los que con el alma, no sólo la piel mestiza, conforman el mapa social y cultural de la región.

Africa parece lejos pero está muy cerca, Más cerca de lo que parece. No digamos ya en su indeleble y científicamente demostrada marca en el genoma humano, sino en el íntimo tejido espiritual de los latinoamericanos y caribeños.

En México, al adentrarse en el siglo XXI, ha habido cierto interés por saber cuál es la situación de los afrodescendientes. Un censo de medio término en 2015 indicó que la población negra era de 1,4 millones, o sea el 1,2% de la población mexicana.

Hace algún tiempo comenzó a operar el Colectivo para Eliminar el Racismo en México (Copera). Una de sus líneas de acción apuntó a promover que los individuos de ascendencia africana se identifiquen como tales. En uno de sus informes señalan que el reto de que las personas hablen libremente de su adscripción étnica es grande. Más de la mitad de los afrodescendientes consideran que sus derechos se respetan poco o nada en México, al remitirse a la Encuesta Nacional de Discriminación, publicada en 2017. Lamentan que las aportaciones históricas de las poblaciones negras no están en los museos ni en los libros de texto de las escuelas, y que la publicidad y los medios venden imágenes aspiracionales de personajes blancos prósperos y felices. Por demás denuncian que los afromexicanos enfrentan violencias cotidianas que van desde la hipersexualización (“las negras son calientes”) hasta la negación de la ciudadanía (“los negros no son mexicanos”).

Pero la cuestión desborda el campo de las estadísticas –no hay que fiarse plenamente de ellas– y las apreciaciones de los activistas. Estamos abocados a entender la relación con Africa y su presencia entre nosotros bajo un prisma cultural integrador, por encima del color de la piel. Aunque parezca cultural el problema, es esencialmente político, pues sólo desde esta perspectiva se podrá actuar en la educación, y las esferas públicas –institucional, comunitaria y mediática– para lograr, más temprano que tarde, el destierro de todas las discriminaciones y prejuicios y la fragua de identidades genuinamente inclusivas.

En el plano legal de las relaciones internacionales, es bueno recordar que México ratificó la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial (CERD por sus siglas en inglés) el 20 de febrero de 1975, y el 15 de marzo de 2002 cuando reconoció la competencia del CERD. Estos son marcos que no pueden demeritarse, aunque, en verdad, no son del dominio público como debieran.

Hoy quiero recordar el papel de las Ciencias Sociales en el redescubrimiento de Africa en la sociedad y la cultura mexicanas. Un nombre, un gran nombre, aparece: Luz María Martínez Montiel. Su trabajo ha estado encaminado a evidenciar que “La primera deuda que tenemos con Africa es reconocer el papel que ha tenido en América, mediante la mano de obra de los negros que hicieron crecer las plantaciones, minas, haciendas, construcciones, trabajo doméstico, oficios y toda la economía colonial; los africanos son los constructores de América y se les ha reconocido poco”. De ella ha dicho el poeta y etnólogo cubano Miguel Barnet, presidente de la Fundación Fernando Ortiz, que la honró con su Premio Internacional: “Al estudiar la tercera raíz de la identidad mexicana, Luz María nos entregó un México mucho más completo”.

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