Cultura

Pedro de la Hoz

La invitación a una cita con John Coltrane me condujo esta primavera a Charles Lloyd. Uno de los retos que circulan por las redes sociales en tiempos de enclaustramiento sanitario insta a que los amigos conectados compartan cada día la portada de un disco que haya influido en sus vidas. En su selección, mi amigo argentino Javier Figueroa incluyó la compilación Coltrane plays the blues.

Al comentar su publicación, escribí que Coltrane sigue siendo Coltrane. Más le expliqué, que motivado por el sonido de la lluvia, había ido a parar a Lloyd, particularmente al de Voices in the night, grabado en 1998. Otro Figueroa –supongo familiar cercano a Javier- terció en la comunicación al introducir un video de Keith Jarett donde brinda espacio a Lloyd.

A este no lo cité por azar. Por estos días tuve noticia del lanzamiento hace un mes del álbum Charles Lloyd 8: Kindred Spirits, por el sello Blue Note, registrado en vivo cuando festejó su ochenta cumpleaños el 15 de marzo de 2018, en el teatro Lobero, de la californiana Santa Bárbara, junto a los habituales Eric Harland en la batería y Reuben Rogers en el contrabajo, más el guitarrista Julian Lage y el pianista Gerald Clayton.

Las crónicas refieren que aquella noche resucitó una serie de temas familiares en la carrera del saxofonista, incluido el primer Dream Weaver, que viene del álbum de 1966 con ese nombre, una pieza que él mismo describió como “terreno sagrado para mí”.

También leí la evocación que el cineasta y melómano español Fernando Trueba hizo en su columna del diario El País, quien se remontó a la llegada el 18 de septiembre de 1966 de Lloyd al Festival de la californiana Monterey con su cuarteto: Cecil McBee en el bajo, Jack DeJohnette en la batería y un joven pianista de 20 años –sirva el nombre para los amigos Figueroa–, Keith Jarrett. La actuación abrió con la Suite Forest Flower, compuesta de dos partes: Amanecer y Atardecer. El disco en directo se convertiría en uno de los mayores éxitos de ventas de la historia del jazz, al punto que la revista Down Beat eligió a Lloyd jazzista del año.

A decir verdad, traigo a Lloyd ahora a un primer plano para ver si terminamos de una vez con cierto espíritu deportivo que daña la apreciación de las artes. Coltrane, en efecto, es Coltrane y Lloyd es Lloyd, cada cual con su genio e inventiva a cuestas y permitiéndose cohabitar en el gusto y sensibilidad de los públicos de mentes inclusivas y abiertas. No son pocos los saxofonistas extraordinarios, pero en el orden jerárquico Coltrane y Lloyd, como Charlie Parker y y Marion Brown, Eric Dolphy y Wayne Shorter, Charlie Rouse y Albert Ayler, y para no dejar a los latinos fuera, Gato Barbieri y Paquito D’Rivera, se hallan instalados en el olimpo de los que tienen siempre muchas cosas que decir en el instrumento.

Con más de 60 años de carrera y una discografía que comprende no menos de 50 títulos, Lloyd se ha dado el gusto de delinear un estilo, sin aferrarse a tópicos. Por eso se le considera un renovador ajustado a un temperamento dúctil.

Su momento revelador transcurrió en los años 60, cuando el sello CBS Records lo incitó a liderar sesiones de estudio, como los álbumes Discovery! (1964) y Of Course, Of Course (1965), en los que presentó a Roy Haynes y Tony Williams en la batería, Richard Davis y Ron Carter en el bajo, Gabor Szabo en la guitarra y Don Friedman en el piano. Y ya sabemos lo que sucedió en Monterey.

En los 70 fue a parar al grupo acompañante de los Beach Boys, nada que ver con el jazz y quizá por ello marginado por la crítica. De todos modos, entre col y pop, con los músicos de la banda montó más de una vez tienda aparte como para no desentrenarse, hasta que en los 80 retomó un camino que no ha vuelto a torcer.

Por ahí está el testimonio de su paso por el Festival de Montreux en 1988, ocasión en la que el crítico suizo Yvan Ischer escribió: “Ver y escuchar a Charles Lloyd en concierto siempre es un suceso, no sólo porque este saxofonista ha estado en una encrucijada, sino también porque parece estar en contacto con una verdad impalpable que lo convierte en un músico completamente original”. O el juicio de Manfred Eicher, productor del sello ECM, luego de escuchar el primero de los discos de Lloyd con la casa: “Realmente creo que ésta es la esencia refinada de lo que debería ser la música. Toda la carne se ha ido, sólo quedan los huesos”.

¿Por qué fui ganado por Voices in the night? La respuesta pasa por dos cosas que siempre he defendido en el jazz: un trabajo en equipo sin fisuras y la conjunción de libertad creativa y coherencia discursiva. El ensemble integrado por el guitarrista John Abercromble, el célebre contrabajista Dave Holland, y el no menos notable baterista Billy Higgins se revela como complemento perfecto de Lloyd a lo largo de todo el disco, desde la pieza que titula el fonograma hasta la recreación de la canción de Billy Strayhorn, A flower is a lovesome thing. Y en el medio Réquiem, una obra maestra que se puede parar al lado de cualquiera que se acerque al jazz por el costado introspectivo.

A los aficionados mexicanos recomiendo una joyita –respetuoso ejercicio de tema y variaciones– de Lloyd con The Marvels, grabada en 2016: La Llorona, incluida en el álbum I long to see you. Al oírla pensé: he aquí a un saxofonista que sabe mirar al Sur.