Cultura

Pedro de la Hoz

Woodstock fue un terremoto. El maratón de músicas, sexo desinhibido y drogas alucinógenas que campeó por cuatro días, entre el 15 y el 18 de agosto de 1969, a cielo abierto en una explanada fangosa, tuvo una repercusión inusitada en América Latina.

Por un lado estaba la internacionalización del rock. De Elvis Presley a Los Beatles, y de Los Beatles a todo lo que se desató a finales de los años 60, un modo de hacer de la cultura popular, debidamente aprovechado por las transnacionales de la industria musical, se fue imponiendo como patrón a seguir por los jóvenes. Músicos formados y otros, la mayoría, sin formación, rasgaron guitarras, reprodujeron éxitos de sus ídolos estadounidenses, versionaron canciones y, los mejores dotados, iniciaron el camino de una expresión rockera propia, eso sí, todavía a distancia de lo que luego hemos conocido como rock latino, o mejor aún, rock con eñe. Había por demás un público juvenil conectado con esas músicas, ávido de experimentar en alma propia los sonidos beligerantes.

De otro lado se respiraba un espíritu de época que unas veces mimetizaba lo que llegaba del norte y otras respondía a las coordenadas del cambio social que parecía iba a cuajar en esa década convulsa. No debe olvidarse que eran los tiempos del auge de las guerrillas, del rechazo a la guerra de Vietnam, de los movimientos estudiantiles, de los universitarios con Marcuse bajo el brazo, de la circulación de las drogas, del culto al amor libre, del rechazo a las rígidas riendas paternales.

Desdibujada, caótica, improvisada, más visceral que conceptual, había estallado la contracultura en los predios juveniles de los países de la región cuyos modelos trataban de presentarse como trampolines hacia el desarrollo, al margen de las muchedumbres hambrientas, los campesinos desplazados, la clase obrera precaria, el ninguneo de los pobladores originarios y el galopante analfabetismo de amplias mayorías.

No es extraño que Chile fuera el escenario de la primera movida latinoamericana a imagen y semejanza de Woodstock. Nación en plena ebullición social, donde la derecha polarizada entre un ala liberal moderada y el más rancio conservadurismo sucumbiría ante el empuje de la coalición izquierdista de la Unidad Popular en las elecciones del 3 de septiembre de 1970, celebró justo un mes después de los comicios que llevarían al socialista Salvador Allende a La Moneda el festival Piedra Roja los días 10, 11 y 12 de octubre de ese año, en un sector cercano al barrio Las Condes, en Santiago.

Los rockeros nacionales de entonces tomaron la plataforma, encabezados por Los Jaivas y Los Blops. A ciencia cierta no se saben datos de la producción, pues predominó el desorden y la espontaneidad, al punto que hubo bandas anunciadas que no tocaron y otras que se armaron en el acto. Algunos recuerdan el festival como un picnic masivo sin mayores consecuencias artísticas –el rock se sumió en el abismo durante la era pinochetista– y sí mucho revuelo mediático negativo, en tanto la prensa de derecha la emprendió con aquellos jóvenes alucinados y la de izquierda no entendió las motivaciones. Pero el mito de Piedra Roja existe, y ha encontrado asideros en la novela Palomita blanca, de Eduardo Lafourcade, y en la película homónima de Raúl Ruiz, uno de los más reconocidos cineastas chilenos.

Próxima parada, Medellín, Festival de Ancón, exactamente el municipio La Estrella, del 18 al 20 de junio de 1971. Desde hacía rato habían círculos hippies en Bogotá y en la principal ciudad antioqueña. Y rockeros del patio en una y otra urbe. Dos personajes, encarnizados promotores de la contracultura, Humberto Caballero y Gonzalo Caro (Carulo) se pusieron de acuerdo en la iniciativa, con los apoyos de una empresa de espectáculos y la anuencia del alcalde de Medellín, Alvaro Villegas, conservador que quería ganarse a los jóvenes a toda costa y se dio el lujo de inaugurar el festival y dar paso a la primera banda en el cartel, Real Sociedad del Estado. Una televisora trasmitió el evento y contó con el apoyo de un helicóptero. Se calcula la asistencia de unas 200 000 personas al festival. Los ataques no se hicieron esperar: el Arzobispado y la Asociación de Colegios Privados de Medellín arremetieron contra los conciertos y agitaron las llamas del castigo a los pecadores.

Algo se ha dicho de la saga mexicana de Woodstock –y mucho queda por decir–, de lo acontecido los días 11 y 12 de septiembre de 1971 en Avándaro, Estado de México. Bajo el nombre de Festival Rock y Ruedas 1971 hubo mucho rock y poco automovilismo. Allí se concentraron 300 000 jóvenes a escuchar música, amarse y unos cuantos a esnifar. Se ha exagerado la nota sicodélica, como si el clima de Avándaro hubiera sido infernal.

He leído el libro de uno de los testigos de los acontecimientos, Yo estuve en Avándaro, de Federico Rubli, y he admirado las fotos que muchos años después dio a conocer la maestra Graciela Iturbide, esa extraordinaria artista mexicana. De lo que se comenta en los círculos de la mitología popular a lo que en realidad sucedió parece haber un trecho considerable. Ciertos detalles se magnifican, otros se pasan por alto, en la sucesión de once agrupaciones que desfilaron por la escena, desde Los Dug Dug’s hasta Three Souls in My Mind, algunos de ellos identificados con lo que denominaron Onda Chicana.

Lo cierto es que Avándaro marcó un punto de referencia en el rock nacional y en el gusto de los jóvenes, aun cuando hubo que aguardar por más de dos décadas para que el género en el país consolidara contornos propios y se estableciera una gradación cualitativa en el que con los años hemos oído de todo, vanguardias y retaguardias, exponentes valiosos y consumados mediocres amparados por la fama.

El día que Avándaro comenzó coincidió con el derrocamiento de la Unidad Popular en Chile, y en Colombia se incrementaba la violencia. Nada es casual en este mundo.