Cultura

El santo guerrero, el cineasta y el músico

Pedro de la Hoz

Esta es la historia de una de las triangulaciones mejor trazadas en la historia rusa: un santo guerrero, un cineasta y un músico, los tres encumbrados entre los referentes patrióticos y culturales que la extensa nación euroasiática ha proyectado hacia el mundo: Alexander Nevski, Serguei Eisenstein y Serguei Prokófiev.

El punto de partida se sitúa el 30 de mayo de 1220, es decir, hace exactamente 800 años, pues en esa data, hecha ya la conversión al actual calendario en uso en el occidente cristiano, nació Alexander en Pereslavl-Zaleski, a unos 130 kilómetros de Moscú.

Hijo del gran duque de Nóvgorod, heredó en la adolescencia título y gobierno cuando el choque entre intereses feudales amenazaba la estabilidad del ducado. Salió airoso al detener a las huestes mongolas provenientes del Este, pero lo peor vendría del Oeste, bajo el pretexto de someter la iglesia ortodoxa rusa al dictado del catolicismo romano.

El ariete antirruso, estimulado por el papa Gregorio IX, era sostenido por combatientes suecos, quienes en 1240 lanzaron una ofensiva frenada por las tropas de Alexander a la altura del río Neva. La victoria le ganó el sobrenombre de Alexander Nevski.

Pero el hecho bélico más relevante de su trayectoria tuvo lugar dos años después, cuando los caballeros teutones, también con el ánimo de conquista territorial y religiosa, ocuparon las ciudades de Pskov y Yúriev, gobernadas desde Nóvgorod. Alexander partió al encuentro de los teutones y libró exitosamente una de las campañas más encarnizadas de la época, la cual en parte se desarrolló sobre la capa helada que cubría el lago Peipus. En la memoria quedó aquel episodio como la Batalla de los Hielos.

Esa imagen obsedió al cineasta Serguei M. Eisenstein antes de que debutara en la profesión. Conocía mediante la voz popular la hazaña del duque devenido príncipe en virtud de los triunfos militares, responsable de la unificación de varios territorios rusos e invocado espiritualmente por los siervos y plebeyos, lo que derivó en su canonización tres siglos después de su muerte como San Alexander Nevski por la Iglesia Ortodoxa.

Cuando al fin Eisenstein emprendió la filmación, ya era uno de los creadores fílmicos de mayor prestigio dentro y fuera de su país. Había estrenado películas que dieron un vuelco estético al arte de la imagen en movimiento, como Acorazado Potiomkin y Octubre, y luego de un espinoso periplo por Estados Unidos –los magnates de las compañías de Hollywood se pusieron nerviosos ante la rojez política del cineasta– y México –donde rodó abundante material para un filme acerca de la historia reciente de esta nación, que nunca pudo montar–, regresó a la Unión Soviética.

En 1938 estaban dadas las condiciones materiales y subjetivas para realizar Alexander Nevski, su primera gran obra en el cine sonoro: de una parte, la existencia de un encargo estatal, facilidades técnico-productivas y pleno dominio por parte del director de las herramientas expresivas; de otra, la necesidad de presentar al público a un héroe carismático y popular ante el cercano estruendo de los tambores de la guerra.

La película traza un paralelismo entre la saga político-militar de Alexander y la situación política del momento del rodaje con una doble finalidad propagandística: advertencia al enemigo exterior, el régimen nazi; y potenciación de los resortes patrióticos ante la inminencia de un conflicto bélico que habría de requerir grandes sacrificios del pueblo soviético. Pero Alexander Nevski no es un panfleto, sino una obra maestra por la poética de las imágenes y la formidable puesta en escena.

Hay que detenerse en la extraordinaria secuencia de la batalla sobre el hielo. Ningún plano sobra, tal resultó la minuciosa planificación que generó lo que Eisenstein llamó la búsqueda de “la emoción dinámica”en el espectador. La crítica coincide en calificar esta secuencia como una de las más logradas en el orden bélico en la historia del cine.

Eisenstein aseguró un par de colaboraciones decisivas. Confió el papel protagónico a Nikolai Cherkásov, un actorazo de pies a cabeza, de linaje expresionista, que también pocos años después se puso a las órdenes del director en la extraordinaria Iván el Terrible. Y para la banda sonora acudió a uno de los mejores compositores de la primera mitad del siglo, Serguei Prokófiev.

Al músico le interesó mucho cómo sonar en la pantalla. No era su primera experiencia. Había debutados en estos menesteres con El teniente Kijé (1934) y La reina de espadas (1936). Pero ante Alexander Nevski se planteó una partitura a la altura de la imagen.

La popularidad de la película de Eisenstein, estrenada el 1 de diciembre de 1938, incitó a Prokófiev a crear una versión de concierto de la música. Condensó las 27 pistas de la banda sonora en una cantata para mezzosoprano, coro y orquesta, en siete movimientos, que en su catálogo de autor figura con el opus 78, de acuerdo con la edición príncipe de 1941. Previamente tuvo lugar la primera audición mundial el 17 de mayo de 1939 con Prokófiev dirigiendo la Orquesta y Coro de la Filarmónica de Moscú en el Gran Salón del Conservatorio de Moscú, con la mezzosoprano Varvara Gagarina como solista.

¿Quedó definitivamente atrás la obra original para el cine? De eso nada. El 16 de octubre de 2003, acompañado por la proyección de la película en la sala Konzerthaus Berlin, el alemán Frank Strobel dirigió la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín y el coro Ernst Senffe invitó a la mezzosoprano Marina Domashenko para ejecutar por primera vez la partitura reconstruida. ?