Ariel Avilés Marín
Nuestro continente, al cual llaman “el nuevo”, según decisión de los europeos, tiene una riqueza cultural sin comparación con la de alguno de los otros continentes del planeta. Saqueado en forma inmisericorde por los conquistadores que nos llegaron de allende los mares, es tan rico también en recursos naturales, que a pesar del arrebato de bienes de toda índole con destino a las metrópolis del Viejo Mundo, sigue siendo inmensamente rico. Por una equivocada decisión de –no tenemos hasta hoy muy claro quién–, se le denominó América, honrando con ello a uno de los farsantes más grandes de la historia del mundo. Américo Vespucio pertenecía a una de las familias más aristocráticas de Florencia, nació y vivió en un ambiente de comodidades, placeres y conocimientos; su casa era centro de reunión de artistas y gente de cultura; su hermana, Simonetta Vespucio, fue el modelo que Sandro Botticelli usó para su célebre cuadro “El Nacimiento de Venus”; la familia Vespucio era muy allegada a los Medici, poderosos y ricos gobernantes de Florencia. Así pues, Américo, era un hombre de clase acomodada y por ello con una buena preparación en letras, ciencias y artes.
Las repercusiones del viaje colombino, causaron sensación en toda la vieja Europa y la rica ciudad de Florencia no fue la excepción, como tampoco otras poderosas ciudades de la península itálica; el enigma consistía en saber realmente, ¿a dónde había llegado Colón? Pues los viajes siguientes dieron cuenta de no haber hallado las Indias ni especias ni sedas ni oro ni piedras preciosas; así que urgía saber qué terrenos se estaba pisando en esas tierras allende el mar. Una reunión de gente del más alto nivel de Florencia, Venecia y Génova, toma la decisión de armar una expedición con el objeto de tener información de primera mano y, sobre todo, fidedigna; y toma el acuerdo de poner a la cabeza de ésta a alguien suyo, de su clase, de su entera confianza, así las miradas recaen en el joven y preparado Américo Vespucio. Se pone en manos de Vespucio una cuantiosa inversión que estaba obligada a rendir buenos frutos a los poderosos señores que confiaron en ella sus dineros. Así, con esa trascendental encomienda, Américo sale de las costas de Italia, con rumbo a las tierras halladas por Colón.
El Mar Caribe, ese “nuestro propio y amado Mediterráneo”, llamado así genialmente por Arturo Uslar Pietri, es tremendamente veleidoso, así que la navegación de Américo se encuentra sorpresivamente en su ruta una fuerte y agitada tormenta tropical, experiencia desconocida para un navegante del tranquilo Mediterráneo. Tan terrible fue el meteoro, que el buen Américo no llega a desembarcar nunca. ¿Cómo habría de regresar, ante los poderosos señores patrocinadores de la costosa expedición con las manos vacías? La cultura y la imaginación de Vespucio, fueron sus tablas de salvación. Y toma una decisión que ha de cambiar el rumbo de la historia del mundo: Lo que no vio… ¡lo inventó! Y lo hizo con una riqueza tal, que la Vieja Europa –plenamente complacida–, se pone de pie, le aplaude, y le confiere el honor de bautizar esta nueva tierra como América.
El informe de Vespucio es por mucho una rica narración, de una desbordada imaginación digna de cualquier narrador que se precie de serlo, es una verdadera joya literaria, pero no es para nada el informe confiable y fidedigno que los ricos señores italianos esperaban; de lo cual no se dieron cuenta, y cuyo resultado más grave fue, la deformada imagen que por mucho tiempo se tuvo en Europa de la joven e injustamente llamada América. De la fértil imaginación de Vespucio salieron criaturas como la quimera americana, terrible criatura tomada de las tradiciones clásicas; se creyó en la existencia en nuestras tierras del ave fénix, de grifos y de mil y una criaturas que Vespucio describió con puntual riqueza. En su informe, Américo da cuenta de: “Una flor, gigantesca como no conocemos aquí, de una color roja encendida, y cuya altura se alza varios palmos sobre el suelo, como de la estatura de un hombre mediano”. Y esta imagen fantástica de nuestras tierras, habría de perdurar, hasta que, en el S. XVIII, los humanistas mexicanos, jesuitas todos ellos, vienen a dar la imagen real y verdadera de este joven continente.
Varios siglos después, en el S. XX, y en el marco de la corriente denominada “boom latinoamericano”, un escritor retoma las ricas fantasías de Vespucio y las proyecta en una narrativa de riqueza sin igual, para crear el barroco americano del S. XX, la narrativa que se ha denominado como “lo real maravilloso”, la cual despliega a la vista del mundo la visión de una América incomparable y estrujante. Alejo Carpentier pone en su narrativa las visiones que Vespucio imaginó, pero enriqueciéndolas a un nivel de exquisitez sin precedentes y además incorpora en su narrativa los inmensos valores y tradiciones de las culturas Yoruba y Arará, y nos lega una incomparable producción novelística que lo va a colocar como una de las plumas más ricas de las letras universales. La excelsa imaginación y el polifónico lenguaje de Carpentier rivalizan con los de Gabriel García Márquez, rebasa a los de Vargas Llosa y se colocan en un plano de renovación de la lengua española americana.
En su libro, breve y pequeño físicamente, pero inmenso literariamente hablando, “La Guerra del Tiempo”, Carpentier nos narra en un cuento, especialmente, una historia que parece salida de la imaginación de Vespucio; “El Camino de Santiago”, nos cuenta la historia de Juan, el indiano, que ha corrido aventura en las tierras de América, y ha regresado a Flandes con su tambor, con un criado indio que tiene el rostro cortado con raros signos y los dientes aserrados filosamente, y un rojo papagayo, gritón y parlanchín, que sabe proferir los más terribles juramentos. Juan, es un sobreviviente, pues ha sufrido la peste. “Al despertar en su camarote, en su catre de lona, Juan sintió una profunda angustia, cuando al estirarse, sintió aquel dolor clavado en los sobacos y en las ingles, signo inequívoco de que había contraído la peste”. Por ello, Juan emprende una penosa peregrinación a Santiago de Compostela, para rogar a Dios por la devolución de su salud. Cuando el milagro le es concedido, Juan vuelve a Flandes, donde monta una tienda de lona, en la que se dedica a narrar sus aventuras a todo aquél que quiera escucharlas. Por el camino ha perdido, en un juego de dados, el tambor. En la tienda le acompañan, el indio tatuado de los dientes aserrados, que ha cambiado el taparrabos y el penacho de plumas por un vestido de villano, y en una percha, el rojo papagayo alegra el ambiente con sus gritos. La estampa de Carpentier parece tomada directamente de Vespucio. De ahí en adelante, Alejo empieza a jugar con el tiempo y los personajes; sucesivamente varios Juanes indianos van apareciendo uno tras otro, para ir ocupando su lugar en la complicada historia genial y fantástica, el juego del tiempo pone otro elemento de gran riqueza barroca a la narración.
Carpentier nos da en este cuento una serie de claves que nos permiten ubicar las aventuras de Juan. El indio con sus tatuajes en el rostro y los dientes cortados en forma de sierra, nos habla de que las aventuras de Juan han de haber pasado por zona maya, pues estos rasgos son propios de esa etnia, además en las selvas del sureste los papagayos son aves de presencia frecuente.
Dos imaginaciones volando en el tiempo y el espacio; la de Américo Vespucio, con el afán de complacer a sus patrocinadores, crea una ficción que altera el conocimiento real de nuestra naturaleza y geografía. La pluma de Alejo Carpentier borda un tapiz barroco para engalanar con su maravillosa fantasía la narrativa del siglo XX de Nuestra América.