Lo conocí en 1991, cuando fuimos asistentes de investigación en el entonces llamado Centro de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara. Yo ignoraba que fuera poeta, si bien escribíamos anagramas, palíndromos y rimas burlescas, robándole tiempo a nuestras obligaciones. Pese al respetuoso voto de silencio de aquellos cubículos, éramos parlanchines y nos reíamos escandalosamente, muchas veces a costillas de nuestros jefes y compañeros. Un día matamos un ratón en el patio. Lo acorralamos entre dos botes de basura y lo golpeamos con el palo de una escoba. Cuando al fin entendimos que ya estaba muerto, volteamos a vernos con horror, mientras la risa se nos congelaba en la cara.
Platicábamos en todas partes: en la oficina, en la fila de la paga quincenal, en las fondas no precisamente gastronómicas donde comíamos antes de irnos a Filosofía y Letras. Dos buenos amigos de Ángel, Armando Ochoa y Alberto Rodríguez, editaban sendas revistas, Águila Lunar y Le Güevoné, que tenían algo de fanzine y mucho de laboratorio. Ahora que lo pienso, mientras Ángel fue cumpliendo años también se fue asumiendo cada vez más como el muchacho formado en aquel ambiente de insolencia, camaradería y experimentación literaria.
Era, pues, un poeta. Lo fui sabiendo paulatinamente por aquellos años, y sólo terminé de percibir con claridad su talento cuando, en 1994, revisé con Mónica Nepote las pruebas de su primer libro, Las bodas químicas. El poemario se publicó en la colección que Jorge Esquinca, Miguel Ángel Hernández Rubio y Carmen Villoro coordinaban para la Secretaría de Cultura de Jalisco, llamada Orígenes. Y tuvieron que pasar siete años para que apareciera el segundo, Siam, bajo el sello de Filo de Caballos. Después, en 2003, le propuse reunir en un volumen sus primeros dos libros para la colección Bajo Tantos Párpados, añadiéndoles otros conjuntos de poemas que tenía inéditos. Aceptó, para mi fortuna, y así fue como nació Aleta dorsal, uno de los mejores libros de poemas que hayan aparecido en México en lo que va del siglo.
Muchos de sus amigos lo recuerdan, con toda razón, en cantinas y amanecidas. Yo más bien lo recuerdo en cualquiera de sus empleos: en Extensión Universitaria, en la biblioteca Octavio Paz, en Ediciones de la Noche, siempre atento y comedido, culto y educado, brillante y escrupuloso. El mundo del trabajo, como puede constatarlo cualquiera de sus lectores, forma parte inseparable de su imaginación como poeta. Los reglamentos, los imperativos y las jerarquías aparecen como auténticos monstruos en sus poemas, que son como los productos a medio digerir, pero asombrosamente vívidos, de un subconsciente (o de varios, al mismo tiempo) bajo la presión de una realidad implacable. Quienes digan, para elogiarlo, que Ortuño no se tomaba las cosas en serio, como si la sola mención de la seriedad supusiera no sólo una ofensa contra su obra, sino contra su persona, tendrían que haberlo visto trabajando el turno de la mañana en una editorial y el vespertino en una biblioteca, pendiente de sus hijas, cargando como se pudiera con deudas y dolencias. Otra cosa es que su poesía fuera una espléndida rebelión contra el orden, contra la coherencia obligatoria o contra las leyes humanas que quieren imponérsenos como divinas.
La noche de su boda con Flor Barboza, mientras un conjunto de marimba tropical alegraba la fiesta, pasó por donde yo estaba y, haciendo cara de sorpresa, me dijo, sin dejar de bailar: “¡No entiendo qué pasó! ¡Yo contraté un ensamble de música dodecafónica!” En ese papel cómico de hombre culto, un poco aristocrático, desconcertado ante las miserias de una realidad cada vez más vulgar, está una de las muchas claves de su sentido del humor. Nunca dudó en trasladar ese humor a sus poemas.
Creo que fueron César López Cuadras y Valentina Arreola quienes, hacia 1995, nos propusieron hablar en una mesa redonda en el entonces recién fundado Museo de las Artes. El tema de la mesa era insólito: ¡Enrique González Martínez! Nadie hablaba por esos años de González Martínez, al menos en Guadalajara, como no fuera para denostarlo y, en el mejor de los casos, atribuirle un único mérito: haber escrito “Tuércele el cuello al cisne”. Ángel, esa vez, leyó un ensayo notable. Por desdicha, nunca se interesó en reunir sus artículos, algunos de los cuales ya deben ser difíciles de localizar a estas alturas. En cambio, sí llegamos a publicar dos libros de González Martínez: una selección de ciento treinta poemas que se llamó Señas a la distancia (Secretaría de Cultura de Jalisco, 2011) y una reedición de Jardines de Francia (UNAM, 2014) como no había sido publicado nunca, con los originales franceses de los poemas que tradujo el autor de La muerte del cisne y una serie de documentos anexos.
Entre tanto, los libros de poemas de Ortuño eran cada vez más y mejor apreciados. Poemarios como Boa (Mantis, 2009), Mecanismos discretos (Mano Santa, 2011), Perlesía (Bonobos, 2012), 1331 (Conaculta, 2013), Poemas swinger y otros malentendidos (Bongo Books, Cuba, 2014), Turbo Girl (Agua Dulce / Trabalis, Puerto Rico, 2015) y El amor a los santos (El Viaje, 2015) aparecían a ritmo acelerado y su fama en internet crecía más rápido aún. Por esos años, Ángel ya era indistinguible de su look: la barba, los tatuajes y las camisetas estampadas lo hacían reconocible con facilidad, ya fuera en Facebook o en las calles del centro de Guadalajara. “Tengo una reputación que mantener”, decía, escondiendo las carcajadas tras la mano derecha. Llegó a ser, a pequeña escala, un auténtico ídolo. Con su talento y su manera de habitar el mundo, mezcla imposible de baterista de heavy metal, exboxeador, copista medieval enloquecido y niño de nueve años, era inevitable.
Recientemente había publicado Muñecos infernales (Filo de Caballos, 2016), Tu conducta infantil ya comienza a cansarnos (La Liga de la Justicia, Chile, 2017), Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Universidad de Guanajuato, 2018) y La edad de oro (El Viaje, 2020). Decía que sus libros eran apenas de “líneas” o de “versitos”, o los calificaba de abusos y despropósitos, de monstruos, impertinencias y dislates, pero sus lectores los coleccionamos y atesoramos con celo. El verdadero disparate sería repetir que ha muerto.
Luis Vicente de Aguinaga
Luis Vicente de Aguinaga (Guadalajara, 1971). Poeta, ensayista y traductor. Recibió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta en 2004, así como el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos en 2005 y la Medalla Wikaráame al Mérito Poético en las Lenguas de América 2019. Qué fue de mí (2017) es su libro de poemas más reciente.
Lanzar rock a la poesía: el trabajo predilecto de Ángel Ortuño
Lo conocí hace 10 años en Mexicali. En el Encuentro Tiempo de Literatura. Después de la comida china nos llevaron a un lugar, con jardines muy lindos, para escuchar a autores en mesas y mesas de lecturas. La última del día era de poetas. Para ese entonces yo ya estaba muy cansado; además que la sopa de tiburón no me había caído nada bien. Las lecturas de obra, aceptémoslo, son la mar de aburridas. Claro que siempre hay excepciones. En esa noche la excepción fue Ángel Ortuño. Leyó versos de sus libros Perlesía y Boa.
Ya estaba viendo quién podría darme aventón al hotel cuando empezó Ángel. Después de presentarse como un destructor de versos y un humorista lírico, se arrancó. Tenía una voz clara y una dicción de conductor de radionovelas. Se imponía y se notaba, puesto que miraba más al público que a las páginas de sus libros, que se sabía de memoria sus poemas. Confieso que he escuchado a poetas leer y aquello parece, generalmente, una sesión de lamentos.
Con Ángel era diferente. Un stand up ácido, violento y profundamente cómico. Del ceremonial dramatismo de los pobres poetas que le antecedieron en la lectura, pasamos una verdadera invitación a la irreverencia, es decir, a la poesía. Por un instante mis intestinos inflamados, mi estómago revuelto, dejaron de fastidiarme. La lectura de Ortuño me provocó que hiciera algo que generalmente no me nace: acercarme al poeta. Lo felicité y le dije que su lectura había sido rompedora. Me agradeció y noté algo. Su personalidad de rockstar arriba del escenario (Ángel era un tipo mamado, vestía casi siempre como un integrante de Ministry) era más reservada en corto. Más reservada pero también profundamente atenta, generosa.
Me dijo que no iría a la fiesta. Que por esos tiempos no estaba bebiendo y que lo mejor era no provocar a los demonios. Le hice saber que yo tampoco iría, que la sopa de tiburón había excitado otra sabrosa fiesta en el interior de mis intestinos. Nos fuimos juntos al hotel. Le pedí ejemplares de sus libros. Me dijo que no tenía pero que esa misma noche me los pasaría en formato PDF vía correo electrónico. Aunque cada quien se fue a su recámara, yo seguí la conversación con él.
Después de intentar acabar con la pachanga desatada en mi estómago, abrí mi laptop y ahí tenía, en mi correo, sus dos libros. Una vez que entré en su universo irónico, erudito y bestialmente hilarante, ya no pude salir. Nos hicimos amigos. Nos escribíamos. Lo traje a Sonora a una feria del libro. Fuimos al mar. Bebimos alegremente. Me presentó un libro en su natal Guadalajara. Lo que dijo sobre mi libro me hizo sentir Saramago. Me regaló otra dotación de sus obras. Regresé a casa cargándome de la risa con sus libros. En el avión me miraban como los poetas serios miraban a Ángel, como a un bicho raro. Nos volvimos a ver en algunas ocasiones más.
Siempre me regalaba sus libros. Nos íbamos a comer o nos desaparecíamos de las fiestas de los escritores, tan dados a la bailada y lo tropical, para buscar rock o calle. Se preocupaba por la salud de mi madre. Colaboraba en la revista que hago. Estábamos atentos el uno del otro. Es impresionante darse cuenta, ahora que se ha mudado al otro barrio, con cuánta gente hizo clic el buen Ángel. Mi Facebook, el día y la semana de su partida, se trataba sobre él. Sobre lo enorme que era él y lo gigantesco que se había vuelto ahora.
La poesía de Ángel Ortuño es otra poesía. En la presentación de su último libro, Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Universidad de Guanajuato), en la UANLEER 2019, en la que tuve la fortuna de estar, lo dijo: “Lo mío no son poemas. Lo mío es como lanzarle piedras a la casa donde habita la poesía”. En la tradición Latinoamérica, la poesía es, generalmente, un asunto serio, solemne. Ingresan a su canon únicamente seres prístinos tocados por la gracia y la fortuna. Diplomáticos, unánimes que encuentran en la poesía un vínculo con lo divino. Las antenas o pararrayos de Dios, imagen de Darío a la que tantas curas le sacaba Ángel, estaban en un nivel de ejecución literaria inalcanzable.
Ángel es prosaico, divertido, pero no por esto menos profundo. En ocasiones, sus chistes en verso, como también se refería a su obra, son filosóficos, introspectivos. Pero con una característica que les causa urticaria a los que se toman el asunto de la poesía como un programa devoto, rockeros. Sí, los poemas de Ángel son rockeros, metálicos, estridentes. Son otra poesía que, ahora que las máscaras en el universo literario mexicano se están despojando, comenzaba a ser reconocido como uno de los poetas más importantes del país y de su generación. Pero también empezaba a gozar de cierto reconocimiento por parte de las instituciones.
Antes de marcharse, Ángel había recibido algo que nunca le había dado la poesía, un estímulo oficial. Un premio a su brillante labor. Acababa de ingresar al Sistema Nacional de Creadores. Por primera vez viviría de sus versos. El destino, que es muy bueno para urdir historias canijas, dijo que eso no era posible y lo mandó a otro orden, ahí donde oficia Lemmy Kilmister y Elvis.
Este poema de Ángel resume el tono con el que debemos despedirnos, aunque parezca imposible, del atleta verbal que lanzaba rocas a la vieja casa de poesía latinoamericana. Tomemos de este tono, ausente de la aburrida solemnidad de la muerte, como de un vino nuevo. Pero también tomemos las rocas que Ángel lanzaba a la vieja casa donde habitan los poemas enmohecidos, desplomados ya. Tomemos los pedruscos ágiles, certeros, que se quedaron esperándonos a las afueras de la otra casa de la poesía que es ahora su obra.
¡Cómo que se murió, si me debía!
Recuerdo una canción donde la viuda,
por paliar su dolor insoportable,
se pone en el velorio a jugar
a las barajas.
Pierde hasta el muerto pero no le importa:
el alma es inmortal,
desmemoriada,
y los que vuelven, pues, parecen tontos:
les da por golpetear puertas,
prender luces,
cerrar por dentro el baño o confundirse
con los maullidos de una gata en celo.
-Ángel Ortuño (Gas lacrimógeno)
Iván Ballesteros Rojo (Sonora, 1979). Es narrador, editor e investigador. Es autor de Monstruario, Bungalow y Plaga Serena. Es director de la revista Pez Banana (pezbanana.net).
Muchas gracias y que tengan un buen día (Turbo Girl: historias de mamá diablo)
Hoy vi un collar de cráneos de ratón. Eran
cientos.
Los habían extraído de una cantidad enorme
de litros
y litros
de vómito de búhos.
Se veía bonito.
Y sobre todo nadie
tuvo que decir que algunos estudios
(cita requerida) han revelado que
cuando acá se dice que aplicarán la ley
solemos responder
a coro como en un festival del día de las madres: no
se deje al alcance de los niños.
¿Les he hablado de mí?
De cómo todo
parece suceder justo en el orden
necesario
cuando se trata de mi vida: mi ángel
de la guarda
se entretiene resolviendo laberintos impresos,
con la trampa infantil de recorrerlos
a lápiz
de la salida hacia
la entrada.
En la misma revista hay una foto: un hombre
negro y gordo
lleva sobre sus hombros a un niño.
Al pie dice “en un claro
del bosque”.
Mi bisabuelo paterno fue el hijo
ilegítimo de un hijo
ilegítimo
de alguien que nadie conoció pero tenía
una fama terrible.
Nunca he estado en un sitio
que pueda sentir mío.
Pero al igual
que El hombre que ríe, de Víctor Hugo,
no le doy importancia a lo que pasa y silbo
canciones de Sinatra.
El ataque de una llanta asesina
Una película francesa sobre un neumático
que tiene vida y mata
personas
con sus poderes telepáticos. Diría
psicoquinéticos
si me importaran las palabras.
¿Por qué
le estalla la cabeza a ese señor? ¿Y lo del pobre
conejito?
Pero la música
es muy relajante. ¿Quién
ganará entre una rueda asesina y un escorpión?
No apuesten.
Termina
pronto.
También destroza botellas que no pudo romper antes
por su falta de peso.
Para todo le basta usar el diez
por ciento
de su cerebro.
Contra Terpsícore (Aleta dorsal, antología falsa, 1994-2003)
Hay quienes dicen que Robespierre no bailaba. Mienten. Por el contrario, son ya irrefutables las pruebas de que la principal pasión de Adolfo Hitler no era el poder sino el baile. La danza —se nos dice— está indisolublemente ligada al nacimiento de las religiones. ¿No es suficiente esto para aborrecerla?
Víctima de un atroz error geográfico, habito entre un pueblo de danzantes, de epilépticos por vocación cuyo mayor entretenimiento es el tumulto febril y el descoyuntamiento propio de los atacados por la rabia. Sus reuniones hacen que comprenda el odio de Dios por sus criaturas. Son la refutación del solipsismo: es imposible que yo pudiera imaginar algo siquiera parecido (¿necesito decir que yo soy el que existe?)
Sueño que Gengis Khan se abate sobre ellos como una redentora ola de mutilación.
Fotosíntesis
A Ximena
Circulará tu risa
sus jardines colgantes
y sabremos
que las nubes son sueños de alacranes
en cubetas de plástico,
en la playa
de los colores vivos, literales.
El aire es quebradizo y será bueno.
MA