Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral
El siglo de la doble cruz sobre los tiempos de Cristo, el siglo XX, consolidó su nuevo rumbo sustentándose en el hierro. En 1848 se fragua el antídoto contra el mal de los mitos y sus fetiches. Atraviesa Occidente el Discurso sobre el espíritu positivo, mediado por este profeta del mundo nuevo, mucho menos mítico, abogado de los límites ideales de la ciencia –superior a los dioses y los sabios– conformados por «necesidades reales» (Comte, 2011; p. 14).
Vienen caudalosos los tiempos y entonces, transcurrida una centuria, eclosiona el escenario de un nuevo paso adelante en uno de los temas que aún se reservaban para la filosofía: los psicólogos se liberan a sí mismos de la veneración de lo racional; abandonan la silla de descanso y se van a los laboratorios (Haidt, 2001). Empieza la moda de la auténtica y evidente confrontación entre ciencia y todo lo demás, que ni siquiera es contienda. Desde el inicio, quizá desde antes de 1848, ya se tenía un ganador.
La moral –y en especial las acciones de esta categoría– como un catálogo ordenado de acuerdo a un principio máximo se vuelve una idea insostenible en el tercer estadio comtiano, el de la observación de los hechos, de lo que en realidad es aprehensible y maleable por los sentidos. El mundo de las formas, la sustancia, el Uno, Dios, las mónadas, el imperativo categórico, el Espíritu Absoluto; todos estos entes dogmáticos, especulares de la niebla, pueden ser anulados. Se desprecia la prescripción para dar paso a la descripción (Gil, 2012). La contingencia del valor moral de los sucesos pasa a ser la única seguridad del pensador en general.
El Social Intuitionist Model de Haidt (‘intuicionismo moral’ de ahora en adelante) apuntala el trayecto de un nuevo paradigma de raíz positivista. La propuesta es presentada como alternativa al racionalismo. Haidt, siguiendo a Hume, prioriza los estímulos sensoriales por encima de los procesos mentales puros. El intuicionismo apuesta por que el razonamiento moral es usualmente una construcción posterior al juicio correspondiente a la experiencia; los juicios morales, así, son generalmente el resultado de evaluaciones casi automáticas y, por tanto, inconscientes, llamadas intuiciones (Ibíd.). El proceso para evaluar moralmente una acción o un evento se da comúnmente en cuatro pasos: 1) actúa la conexión mediante el juicio intuitivo 2) actúa el nexo racional post hoc 3) actúa el nexo persuasivo de la razón, y por último 4) actúa el nexo de la persuasión social (vemos primero la intuición, que desencadena un proceso para formular una justificación consciente de la punzada intuitiva, la cual ha de funcionar para valorar la moralidad de lo ocurrido y ponerlo en diálogo de manera intersubjetiva en último término) (Ibíd.).
La psicología se adecúa de mejor manera para hacer una fisionomía del pensamiento. La caballeriza de la razón asiste sólo cuando se escucha el disparo de salida. ¿Por qué no, entonces, hacer que la vetusta filosofía ceda su silla a la psicología? ¿Reemplazar la filosofía con la ciencia de una vez por todas, o es que se puede hacer el intento de compaginar la una con la otra? ¿O será mejor eximir a la primera por completo de sus funciones? El debate lo ubicamos en el escenario de una supuesta polaridad entre filosofía y ciencia, razón e intuición, aunque, como veremos, ni siquiera la escisión entre ambos bandos es del todo lícita.
El aspecto dialéctico (y no dialógico) de la filosofía
En 1900 aparece un programa de Psicología, Lógica y Filosofía Moral que habría de impartirse por el doctor Mariano Amador y Andreu (catedrático numerario de metafísica) en la Universidad de Salamanca . Los tres temas anunciados se reparten en 102 lecciones, y se hace énfasis en la separación de psicología y fisiología. Este estado prístino de la disciplina, hoy en pugna por la correspondencia del estudio de la moral, proponía que la voluntad, la inteligencia y la sensibilidad (la actividad emocional) fueran el campo de estudio. Se subraya su distinción con la Lógica, identificada formalmente con la metafísica. La tercera materia reunía a las otras dos: la filosofía moral, según el programa de Amador, comprendía una «parte psicológica» y una «parte teórica» (Amador, 1900; pp. 23 y ss.).
Si hoy es anacrónico el emparejamiento que era posible hace poco más de cien años es porque se ha perdido de vista el «peldaño anterior» al positivismo. Se habla hoy de la total emancipación de la ciencia frente a la metafísica porque existe el olvido por la pregunta del origen de su ser. Es postizo y superficial el ideal de esta aislación del conocimiento científico para concebirlo como objetivo.
La psicología del intuicionismo moral de Haidt, abogada de una comprensión por lo menos secular del comportamiento humano, se apoya más en una hermenéutica del diálogo con la filosofía moral. Filosofía y ciencia, por un «exceso instrumental» de la segunda (Cano, 2001; p. 193), hace pensar que lo máximo que se puede hacer es darle un puesto pequeño a la primera, y aún más pequeño a su tradición metafísica, cuando lo que pasa es que el proceso dialéctico de ésta nos ha traído al presente.
En otras palabras: no hay ciencia sin metafísica, al menos en sus raíces. Pedir que la ciencia se permita dialogar con la filosofía, como llamándole paupérrima, es una inversión insultante de los factores. Pero decir esto hoy parece un disparate. Lo que sucede, lo he intuido, es una falta de humildad por parte de la ciencia que roza la grosería. El bigotón del martillo veía el síntoma de la ciencia crecer en sus contemporáneos, quienes abandonaban progresivamente la metafísica filosófica. Pero había quienes también revisaban los «escalones anteriores» al positivismo: conviene, en efecto, superar con la mirada el último grado de la escala, pero no tratar de limitarse a ello. Los más ilustrados llegan precisamente lo bastante lejos para librarse de la metafísica y lanzar sobre ella una mirada por encima del hombro con aire de superioridad, pero aquí, como en un hipódromo, hay que dar la vuelta para acabar la carrera (Nietzsche, 2013; 55)
Cuando dije que la ciencia se ha olvidado por la pregunta del origen de su ser no me refería a que ella deba retornar a ser metafísica, «sino que es un retroceder en el sentido de tomar distancia para colocarse en un punto de vista que permita ver la metafísica como historia, como un proceso en devenir» (Vattimo, 1986; p. 90). La ciencia no es antítesis de la metafísica desde esta perspectiva, sino la síntesis o el producto de una metafísica que estaba ya muy madura.
Este retorno al peldaño anterior a la ciencia hace dudar de su emancipación total de la filosofía y de la metafísica. Será útil para aseverar que ni el intuicionismo o cualquier otra disciplina científica por sí sola podrá hacerse cargo por entero de cualquier ámbito de lo humano. El rechazo a la tradición del pensamiento anterior aparece entonces más como un reduccionismo, «esconde una autolimitación del proceder intelectual que cuanto más reivindica y alardea de autonomía desde su extensión del modelo cientificista, tanto más acomodaticio a la realidad existente y más evidente (esto es, más ciego) se muestra» (Cano, 2001; p. 195).
Después del funeral divino
Pero lejos estamos de poder afirmar que la filosofía es aún más relevante para el pensamiento moral que el intuicionismo de Haidt. Eso sería como intentar vivir en un mundo donde, de hecho, dios no esté muerto ni haya estado ocurriendo, como consecuencia, una desvalorización de los absolutos. Y es que Nietzsche abre, en efecto, una nueva
problemática de la modernidad: hacer visible comparativamente nuestra moral con nuestro pasado y nuestras posibilidades de futuro, analizar sus riesgos y peligros, hacer, en definitiva, justicia a esa vida comprendida y sometida hasta ahora al planteamiento ontológico de la moral […] ya no podemos ver la vida desde la moral. La cuestión radica en saber si ver la moral y el conocimiento a la luz de la vida pueden constituir una alternativa plausible. (Ibíd.; p. 137)
Conocemos a la par la intención del positivismo científico por mantener en un cajón cualquier apreciación subjetiva en aras del desarrollo para la vida humana. Pero esta intención de una neutralidad axiológica resulta condición necesaria para que «todo nexo con la práctica vital queda reducido al silencio» (Ibíd.; p. 194).
El rigor positivista, interesado por la descripción y manipulación de las cosas tal cual son, limita la autenticidad de su objeto. En términos de Heidegger, requiere que el Ser no sea –como evento– para aprehenderlo y, así, estudiarlo como ente –estático–, y esto imposibilita una comprensión existencial de lo vivido, «tan íntimamente permeada de proyecciones hacia el futuro y de memoria del pasado» (Vattimo, 2013; p. 162).
Para el propio Vattimo, revisionista de la hermenéutica ontológica de Heidegger y del vitalismo nietzscheano, los tres factores temporales son indispensables para racionalizar la existencia individual y colectivamente, una dupla que interesa también al intuicionismo moral irracionalista de Haidt.
Nietzsche desplaza la axiología de los actos y juicios desde el dogma a la vida experiencial. Es ahí cuando la moral se despega del conocimiento a priori. El individuo es el único capaz de fundamentar la moralidad de sus propios actos y el único autorizado para hacerlo. El Übermensch tiene en sus manos el control de la vida que le es dada y el poder para dotarse de una axiología propia.
La versión menos optimista, incluso opuesta, es la del humano como jinete de un elefante, la metáfora de Haidt para ilustrar que la batuta sobre los actos no la tiene la consciencia, sino la intuición emocional, inmediata y prácticamente impulsiva (Haidt, 2012). Si los actos han de tener un valor, éste llega mucho después de suscitados los eventos, y lo hace a manera de justificación. La axiología sería más un recuento de los daños que una red salvavidas, y más como un caminante a oscuras que traza un mapa aproximado de su camino para volver a recorrerlo al día siguiente. El intuicionista vuelve sobre sus pasos para estar seguro; el humano dueño de sus acciones camina porque está seguro de a dónde va.
Haidt: la ignominiosa omisión de una axiología,
pero el acertado vínculo entre emoción y juicio.
La tesis de Haidt sobre la intuición a manera de motor efectivo de la acción encuentra un antecedente en William James, en especial en su texto ¿Qué son los sentimientos?, de 1884. La fórmula, explica Gil, es muy parecida a la de Haidt: 1) existe un hecho 2) es percibido 3) se suscitan cambios corporales que constituyen emociones 4) se da una identificación de lo percibido (2012).
Un testimonio más generalizado a favor del intuicionismo moral es que «la creencia moral
implica una actitud afectiva hacia el hecho, “sentimientos de aprobación o rechazo”, difícil de controlar a voluntad» (Pérez Carreño, 2006; p. 76). Existen, de hecho, juicios morales que parecen más una corazonada, y es esta la inmediatez que ofrece la intuición de la que habla Haidt. El modo en que de hecho reaccionamos –hablo por el grueso de la población– es inmediato y comprende un rango de posibilidades que, a su vez, es producto de la racionalización posterior, de la cual se comparte socialmente el resultado a manera de persuasión. La aversión y el agrado, como paradigma de juicios morales, son productos de la persuasión colectiva, el paso cuarto del proceso principal de Haidt.
Pero una cosa escapa del intuicionismo moral, y tiene que ver con la imposibilidad de negar la raíz filosófica de la ciencia y la axiología intrínseca al vitalismo. La propuesta de Haidt comprende con solidez y perspicacia el nexo inmediato entre percepción y juicio moral, pero tambalea al esclarecer el funcionamiento de las decisiones y acciones morales (Echeverri Álvarez, 2016). La vuelta al hipódromo no se completa.
El intuicionismo de Haidt acierta en intuir una irracionalidad del juicio moral; la pregunta ¿por qué te parece malo o bueno tal evento? bien puede quedarse en un no lo sé o porque sí. Pero preguntemos ¿por qué actúas en beneficio o en daño de tal?, y obtendremos respuestas que irán desde una postura política hasta una relación de parentesco.
A la acción y la decisión morales en un contexto específicos no se les puede redimir de una dualidad sensación-razón, opuesto a lo que Haidt entiende como una dificultad para
priorizar la racionalidad por encima de la intuición (2001).
La razón por la que esto ocurre es clara: las emociones poseen una naturaleza dual. Por una parte, tienen la apariencia de meros impulsos, de automatismos que compartimos con otras especies del reino animal […] pero también pueden estar dotadas de perspicacia, sutileza y pueden constituir el núcleo mismo de nuestra propia humanidad (Gil, 2012; p. 619).
El elefante y el jinete caminan juntos
Es claro que la actividad humana no se reduce a emitir juicios. Lo que motive las acciones y decisiones morales o tendría que ser un conjunto de intuiciones muy coherentemente aglutinado para, por ejemplo, efectuar proyectos colectivos o acciones de caridad con personas de culturas ajenas a la nuestra, o tiene que ser algo más complejo. Algo que, probablemente, sea cosa del plano metafísico; la representación de los hechos, ¿no es algo más nuestro que del mundo? ¿no es, finalmente, lo que permite crear escenarios virtuales y listas de cotejo de lo posible en la praxis? El intuicionismo moral en sí es partícipe de este ejercicio mental en conjunto. Y por el otro lado, la emoción parece tener una característica intuitiva y otra más intelectiva que la hace distinta de la mera combinación de sustancias químicas. Tienen su propia coherencia y pueden dotar de valor a su vez; «nadie puede tener creencias sobre acciones si no tiene ciertos tipos de emociones» (Valdecantos, 1997; p. 114). Lo he dicho antes: ni todo espíritu, ni todo materia.
Para finalizar, pensemos en Robin Hood y en cómo él se representa el mundo. La saeta vuela, el guardia de Ricardo Corazón de León cae al piso, los sacos de dinero se van como la sangre de una herida. Y entonces, el reparto de la riqueza entre los pobres. El robo a la luz de una axiología propia de un Robin Hood, ¿qué juicio moral produce?
Síguenos en Google News y recibe la mejor información
aarl