Cultura

Antología de cuento fantástico, terror y ciencia ficción

Los escritores plasman en sus textos situaciones y personajes atípicos, lo que nos lleva a cambiar nuestra mirada y así poder percibir otro enfoque o distintos mundos y a su vez apreciarlos.
Los textos que forman parte de Liminales. Antología de Cuento Fantástico, Terror y Ciencia Ficción son muestra de esa búsqueda de mujeres y hombres / Especial

Un total de 18 cuentos de autoras y autores mexicanos, son los que forman parte de Liminales. Antología de cuento fantástico, terror y ciencia ficción, bajo la coordinación de dos entusiastas del género Jovany Cruz Flores y Enid Carrillo. Los escritores plasman en sus textos situaciones y personajes atípicos, lo que nos lleva a cambiar nuestra mirada y así poder percibir otro enfoque o distintos mundos y a su vez apreciarlos. Van un par de textos como muestra de este libro que podemos encontrar digital y gratuito en Internet, en la página oficial de la editorial, Casa Futura Ediciones

Presentación de Liminales

Enid Carrillo

Noticia destacada

Unicornio: Caminos afectivos, las líneas hacia el encuentro

Escribir es un Big Bang. Es un estallido originario del que salen miles de ideas que poco a poco encuentran su lugar. En ese desorden, la búsqueda por una historia escapa a la linealidad y se convierte en un proceso circular, un camino de regresos que permiten contar al universo en toda su complejidad y extrañeza, sin necesidad de una ruta fija o lógica. Escribir es una búsqueda inacabada, infinita, sempiterna: liminal.

Los textos que forman parte de Liminales. Antología de Cuento Fantástico, Terror y Ciencia Ficción son muestra de esa búsqueda de mujeres y hombres que, a través de la escritura, narran los mundos posibles más allá de nuestros ojos. De ahí que usar el término «liminales» sea el mejor intento por definir lo indefinible, por agrupar la extrañeza de las cosas y nombrar el umbral en el que se encuentran todas las historias que leerán en este libro.

Liminales son los textos, las autoras y autores que los escriben. Liminales son los ojos que pasan por estas letras y el nuevo estado de las cosas en donde todo está en eterna construcción. En los cuentos que conforman esta antología no hay lugares comunes, todas las historias descolocan, nos arrastran a mundos incómodos, distintos a lo que conocemos y, desde esos lugares, nos enseñan a mirar la realidad de manera renovada.

Hay que deformar el mundo para reescribirlo, es nuestro derecho, lo demás nos lo han quitado. Por ello, esta compilación defiende y celebra la imaginación de las escritoras y escritores que confiaron sus cuentos a Casa Futura y ofrece al público una experiencia de lectura desobediente, sin complacencias ni finales felices.

Este libro es un sueño colectivo gestado en las entrañas de una ciudad donde pocos sueños se convierten en libros. Este libro es una pesadilla, un bello mal sueño en el que se encuentran las voces de creadoras y creadores de todo México. Este libro es un umbral, una puerta, una casa, un túnel, el atrio de una iglesia, un paso peatonal, un espacio que se deshará y recreará mil veces a través de los ojos de quien lee.

Gracias por ser parte de este gran estallido.

Puppet Master

“Obtener la inmortalidad de tales actividades”, dijo el Patriarca, “es también como sacar la luna del agua”. “¡Ahí tienes otra vez, Maestro!” gritó Wukong.“¿Qué quieres decir con sacar la luna del agua?”. El Patriarca dijo: “Cuando la luna está en lo alto del cielo, su reflejo está en el agua. Aunque es visible allí, no puedes sacarla ni agarrarla, porque no es más que una ilusión”.

Viaje al oeste, atribuida a Wu Cheng’en.

Sujeté con fuerza la pistola. Le apuntaba directo al pecho mientras le sostenía la mirada, rogando que entendiera el mensaje. Hubo un destello en sus ojos, algo cercano a la telepatía, que me dio la seguridad de presionar el gatillo. Disparé. Vi cómo el hombre se desplomó. “Reto superado”, las letras verdes aparecieron frente a mis ojos. Inmediatamente después apareció otro mensaje en mi pantalla: “Tira la cartera y corre hasta la plaza”. Obedecí.

¿Lo he conseguido? Tenía mucho sin correr, pero la adrenalina me ayudaba a seguir. Había llovido la noche anterior por lo que pu

se especial cuidado en no resbalar mientras pisaba. Miré el reloj en mi pantalla: tenía diez minutos. Tardaría cuatro o cinco en llegar a la plaza. Pronto terminará. Una chica con máscara de víbora me atacó con un tubo de metal y apenas pude hacerme a un lado para evitarlo. Cuando venía de vuelta saqué la pistola de mi bolsillo y le apunté.

-¡Tíralo!- ordené.

Ella titubeó. Caminé un paso hacia adelante, sin dejar de apuntarle. Soltó su arma. El sonido metálico del tubo al chocar contra el pavimento me hizo sentir lástima por ella. Así se escucha la derrota. Miré mi reflejo en uno de los charcos. Si no supiera que soy yo, bien podría ser cualquiera.

Elegí la máscara de mono porque me recordó a Sun Wukong, de Viaje al Oeste. Pensé -en un acto de fe- que podría tener algo de la buena fortuna y el atrevimiento de su personaje. «La suerte favorece a los audaces», reza Virgilio en La Eneida. He tenido suerte hasta ahora. Pateó el tubo lejos de nosotros y continúe corriendo. Tras un breve vistazo hacia atrás descu¬brí que nadie me seguía. Estaba a tres cuadras. Me quedaban cinco minutos.

Es increíble que la tecnología haya avanzado lo suficiente para tener robots sexuales, juegos de realidad aumentada y drones espía; pero que los automóviles sigan usando gasolina y no se haya encontrado la cura para el cáncer. A Vianey le detectaron tumores en ambos senos hace tres años. Hoy, después de trece quimioterapias, la pérdida de uno de sus pechos, de haber vendido el auto, hipotecado la casa y perdido mi empleo por tratar de salvarla, he recurrido a mi última esperanza. ¡La esperanza! El último de los males en la caja de pandora.

Puppet Master es el nombre del juego. Lo han modificado, por eso me atreví a intentarlo. Firmé por tres horas. Trescientos mil pesos por tres horas. Un juego en el mundo real, donde un avatar -por eso llevamos máscaras, para provocar apatía- se pone a disposición de miles de usuarios quiénes votan por lo que debería hacer. Los de más alto rango -y obviamente los que más dinero aportan- proponen las opciones, los de bajo rango pueden votar por esas opciones a cambio de una suma de dinero. Ya no está permitido hacer que tu avatar se suicide porque fue un fracaso, había muy pocos suicidas y muchos desertores, pero durante tres horas ellos pueden hacer con uno lo que quieran. He sido testigo: te hacen ver algunas partidas antes de firmar -por supuesto la empresa Rarity Electronics se desvincula de cualquier cosa ilegal que pudieras hacer como avatar, está en el contrato-, lo más común es hacer que se desnuden, se metan cosas por el trasero, que roben, golpeen transeúntes, intenten meterse a residencias de famosos.

Me ha salido barato. Antes de comenzar, observé la máscara, el mono en ella me sonreía. A través de ella puedo ver el mundo real y todas las instrucciones y comentarios que los jugadores realicen -algunos sólo pagan por comentar-, lo tiene todo, excepto sonido. Es decir, yo puedo escuchar las órdenes, pero ellos no pueden oírme, debe ser para que los avatares no podamos suplicar cuando no deseamos hacer algo.

Al principio creí que mi máscara estaba descompuesta. No había instrucciones. Después de siete minutos recibí la primera instrucción: “Compra una Coca-Cola fría”.

Creí que sería algo peor. Crucé la calle hacia un minisúper y pedí una Coca-Cola fría. La jovencita que me atendió se asustó un poco al ver mi máscara -es normal que nos teman, los puppets causamos muchos destrozos al año, la policía no se da abasto-, luego depositó el refresco sobre el mostrador y se escondió detrás de éste.

Dejé el dinero y aparecieron las letras en verde: “Reto superado”. La siguiente instrucción fue humillante: “Vacíala dentro de tu pantalón”.

¡Malditos!, pensé. Desabroché mi cinturón. Jalé el pantalón y vertí el contenido de la botella. Estaba frío. En mi pantalla, aparecieron comentarios burlones, decenas de usuarios disfrutando su poder sobre mí. Soporta la humillación, es por Vianey. Me alejé de ahí. Mientras caminaba, sentía las piernas pegajosas. Noté la mirada de las personas. Seguro piensan que me he orinado.

“Ve al contenedor de basura que está en la siguiente cuadra. Adentro encontrarás un arma y una bolsa de plástico con tres balas”.

Obedecí. Sólo había una razón para que me dieran un arma. No quiero matar a nadie, sólo quiero salvar a Vianey. Una idea vino a mí como un relámpago y mientras llegaba al contenedor de basura comenzó a tomar forma. Esperanza.

Abrí la tapa del contenedor. Tomé la pistola y la bolsa con las balas. Coloqué la primera en el cilindro. Luego, intencionalmente levanté la cabeza y giré hacia los lados. Sabía que nadie me veía, pero la actuación era muy importante. Metí la mano al bolsillo de mi pantalón con todo y pistola, asegurándome de colocar el seguro. “Reto superado”.

Esperé. Pasó media hora. Debe estar reñida la votación.

“Camina hasta el cajero de la calle Washington y sigue a la primera persona que veas salir de ahí”.

Obedecí. Ese cajero, que está a media hora de camino es muy concurrido, por lo que casi nunca hay sitio para estacionarse. Es el lugar perfecto para un robo. He sabido que a veces obligan a los avatares a caminar un largo rato para tener tiempo de hacer las votaciones. Debí ir muy lento porque varias veces me comentaron que me diera prisa. La verdad es que no quería llegar. Quería estirar el tiempo al máximo. Aunque sin importar la velocidad a la que vayas, si caminas lo suficiente, llegarás a tu destino.

El primero en salir fue un hombre de mi edad. Vestía un jersey del Bayern Münich y unos pantalones de mezclilla. Lo seguí de lejos hasta dar vuelta a la cuadra.

“Róbale el dinero”.

Corrí hacia él y cuando se giró, lo sujeté del jersey. Disparé al suelo y le apunté con el arma.

-Dame todo el dinero.

-No, por favor, es lo de la despensa, tengo un bebé de tres meses y…

-¡Ca… ca… cállate! -las palabras salían con dificultad, me sudaban las manos y la frente, el sudor resbalaba hasta mis ojos y yo hacía un esfuerzo por no perderlo de vista -¡Obedece!- mi arma apuntándole era todo lo que necesitaba. Si hubiese visto mi rostro tras la máscara quizá todo habría resultado diferente.

El hombre me dio la cartera temblando. “Reto superado”.

“Dispárale en el pecho y arroja la cartera junto a él”.

A diferencia de las otras instrucciones ésta se dio casi de inmediato.

Llegué a la plaza. Quedaban dos minutos en el reloj. Me detuve un momento a tomar aire.

“Deja el arma en el siguiente contenedor de basura y vete de ahí saltando en un pie”.

Observé mi reflejo en el charco bajo mis pies. El mono como yo sonreímos. Me incorporé. Comencé a saltar. Pronto se liberaría mi depósito. Regresaría a casa con trescientos mil pesos y dos balas en el bolsillo del pantalón.

J. R. Spinoza (Tamaulipas, 1990). Escritor y profesor mexicano. Ha sido becario del PECDA de la categoría de Jóvenes Creadores, en proyecto de novela. Presidente del Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Ha publicado en las revistas Monolito, Retruécano, Máquina Combinatoria, Teoría Omicrón, Penumbria, entre otras.

Se nos fueron

Miguel Ángel Peña Rojas

Felipe apenas escucha los diálogos que flotan junto a las arracadas de su esposa Selena. A ella se le resbala el dolor sobre la frente, aprieta más los puños alrededor de la hamaca que le soporta la espalda y se traga un insulto. Le empezaron las contracciones desde temprano, por eso sabe que está cerca. Espera la llegada en cuclillas y con las piernas abiertas. Sus venas se tensan como los hilos a los que se aferra. No se preocupa por sus hijos, pues ya fueron encomendados con la señora de Pedro.

Hace rato que esos dos vecinos están en el umbral murmurando sobre la pareja. A Pedro le emociona asistir a don Pito, como llama a Felipe, en el sexto parto de Selena; está para socorrer en cualquier emergencia que necesite un traslado a la ciudad. No lo dice, pero sospecha que no hay distancia semejante que pueda vencerse en triciclo. Es sólo porque quiere aprender del partero para cuando comiencen los embarazos de su mujer. Se ha colado a cada tallada mensual y desde hace nueve meses asiste cada ocho días. A pesar de eso, en el fondo, los jóvenes temen ser padres, y más aún cuando miran a los cinco hijos de Felipe y el martirio que parece arrastrar Selena. Pedro le promete a su esposa regresar a casa apenas acabe el parto y la mujer se retira seguida de diez piecitos.

A Felipe también se le escurre la frente. Desde hace tiempo se levanta, a la luz que se cuela entre las láminas, mojando la hamaca con todo el cuerpo. No le ha contado a su esposa que sueña con iguanas, no lo entiende con certeza, y prefiere no hacerlo. Lucha por olvidar aquella tarde sobre el pozo, siente asco. Iba a buscar agua fresca junto con su mujer, luego, ambos se encontraron bebiendo del agua de sus propios cuerpos sobre el brocal. El éxtasis no les permitió sentir que algo se colaba entre sus cuerpos viscosos y terminaron por triturar con sus sexos a una pequeña iguana. Desde aquel día despierta todas las noches a medio horror, con el aliento helado y la panza dura de Selena aplastándole la espalda.

2

Esta mañana, Felipe casi vomita mientras intentaba acomodar a la criatura. Buscaba la cabeza apretando sobre la panza de Selena, con las yemas de los dedos, como aprendió con la experiencia; no la encontraba. Apenas pudo notar los huesitos de la espalda sellándose bajo la piel de la madre cuando se movió, nadó en círculos adentro del vientre, pasó rápido. No le dijo nada a Selena, se le aguaron los ojos y mordió un trapo para aguantárselo. Ella siguió comiendo su remolacha, que desde hace nueve meses, es lo único que calma sus nervios.

3

Desde que supo que estaba encinta, a Selena le dio por comer puros vegetales. Al principio, a su esposo le pareció adecuado, hasta que la mujer evadió por completo cualquier otro alimento que no fueran sus remolachas, melones y caimitos. Felipe le dijo que necesitaba comer alimentos más variados para fortalecer a su hijo mientras se formaba, pero Selena se negó. Una vez respondió que era su antojo de embarazada, y que si no la dejaba, el chiquito nacería con cara de fruta. No se dijo más; el hombre se dedicó a llenar las palanganas con vegetales, según la hora del día.

4

Fue algún domingo del embarazo. A la mitad de su visión de colas espinosas y escamas descoloridas, Felipe despertó con el calor de la mañana y no sintió la panza de su mujer aplastándole los miedos. Se levantó de golpe. Comprobó que tampoco estaba en las hamacas de los niños, y así, a medio vestir, corrió a buscarla. Para su sorpresa, la encontró sentada en una piedra junto a la albarrada, dormida plenamente, cubriéndose con la lumbre del sol.

5

Los güeros que llegaron a su comunidad meses atrás tuvieron la culpa de los males de Selena, o al menos eso es lo que Felipe piensa. Dijeron que eran enviados de Dios para cumplir misiones que el mismo Señor les encomendó. Las pocas familias del pueblo acogieron a esos hombres que apenas masticaban el español. Así, la familia de Felipe se hizo amiga de un muchacho alto y con los cabellos tan blancos que era difícil verlos contra el sol. Éste, no sólo leía la Biblia y cantaba por las mañanas, también les habló de una supuesta dieta vegana. No comía nada que viniera de los animales y cuando mataron al único pavo, para darle la bienvenida, no probó bocado. Para fortuna de Felipe, un buen día recogió sus biblias y se marchó antes que sus compañeros sin decir una sola palabra. Aun así, a Selena se le contagiaron sus hábitos. Poco después, la mujer ya no quiso compartir el plato con Felipe.

Selena no sólo dejó de comer con su esposo. Algunas veces, cuando llovía, salía a atrapar mosquitos para devorarlos. También le gustaban los grillos, algunos gusanos y otros insectos con buena apariencia. Felipe nunca se enteró. La señora salía con el pretexto de caminar y tomar aire fresco para que la panza le causara menos malestares, se percataba de que nadie la viera y degustaba los manjares que la tierra húmeda provee.

Tampoco le fue difícil esconder sus antojos. Quedan pocas personas en el pueblo que pudieran verla escarbar en su patio, sólo viven algunas vecinas a los alrededores capaces de lograr que un chisme recorra las pedregosas calles.

Sobre las mujeres que alguna vez poblaron el lugar, se sabe que años antes de que llegaran los misioneros, hicieron lo mismo que ellos al cabo de algún tiempo: irse. Algunas se refugiaron en las iglesias de la ciudad, otras fueron a probar suerte con empleos ofrecidos por unas señoras pálidas y llenas de alhajas que las visitaron. No vieron nada que las atase al pueblo, igual que los hombres, que huyeron hacia las obras de construcción, olvidándose de las milpas; ellas también desaparecieron. Para la mayoría, se fueron detrás de los hombres de Dios, quizá porque es más cómodo pensarlo así.

6

Para los que se quedaron, todo ha sido difícil de reaprender. Felipe apenas recuerda la labor de comadrona que ejercía su madre. Era muy pequeño cuando la veía trabajar y sólo la difunta vecina, doña Pati, amiga de la señora, le contó lo poquito que sabía acerca de ello. Doña Concepción tuvo las manos más ágiles para recibir a los nuevos vecinos. A Felipe le cuesta, se le atoran y no es capaz de hablarles para que se atrevan a salir. A pesar de todo, ha logrado descifrar la complicada tarea. Incluso lo disfrutaba hasta que llegó este sexto hijo. No comprende por qué se le agita el estómago al pensarlo. Por eso le pidió a Pedro su presencia, él también es consciente de que eso del traslado es un pretexto. Además, ha traído su machete sin que nadie lo vea.

Si pudiera llamar a una partera lo haría sin pensarlo. Aun si naciera una niña, le daría hasta sus gallinas a cambio de evadir sus temores. Y eso que sabe que a su madre la sacaban casi a golpes cuando nacían niñas, como si de ella hubiera dependido. Lástima que ya no hay ninguna cerca.

7

Anoche no quería dormir para no tener frescas las imágenes de sus pesadillas, a sabiendas de que el parto se aproximaba, pero el cansancio lo venció. Por primera vez en nueve meses, no vio nada.

8

Esta es la hora. Ha iniciado el alumbramiento. A Felipe le sudan las manos. Una vena sobre la frente hace eco en toda su cabeza. Selena se desgarra en más de un órgano. Está aferrada a la hamaca, como si al soltarse se la fuera a tragar el mar. Se le ha partido una uña y su dedo sangra. Felipe, que se agacha bajo ella, cierra los ojos, mientras a su alrededor todo parece otra pesadilla. Escucha a su esposa pujando y aún no puede mirar. La vulva de Selena le parece una ostra negándose a exponer sus adentros. La mujer vuelve a gritar, alcanza a preguntar si lo está logrando. No hay respuesta. Felipe toca su vientre y lo siente más duro que nunca. El nonato está preparado para llegar al mundo, pero no se atreve.

A Felipe se le humedecen los ojos cuando Selena dilata. Parece imposible que un parto sea de esta manera, tan inusualmente rápido. No hay líquido que preceda al nacimiento. Le ordena que puje, la mujer grita. Ofuscado por las lágrimas, logra entrever la cabeza asomándose, un cráneo muy ovalado. Tiene una palidez de muerte que provoca espanto en el hombre. Era un presagio. Todas las pesadillas cobran sentido. Se lamenta. Quizá pudo hacer algo antes, pero tuvo miedo, y ahora vivirá con remordimientos. Otra parte de él siente alivio.

Con las manos ayuda a sacar al que parece ya no ser más. Aprieta con suavidad. Está muy blando. La cabeza se deforma al contacto con sus dedos. Se enjuga los ojos. Entre las piernas acecha cada vez más una membrana blanquecina. No es una cabeza. Felipe suelta un soplido que reemplaza un grito. Selena no aguanta más, sus palabras se diluyen como eco en un pozo. El hombre sacude a la señora, pero ya se ha desmayado. La membrana sale por completo: un huevo.

Felipe mira a Pedro, quien también se ha quedado atónito. Su mujer cuelga con los brazos enredados a la hamaca. El padre del desconocido animal toma presto su machete y antes de lograr su cometido el huevo se rompe. Primero, una pequeña pata con los dedos largos. El cascarón suave se desbarata. Después la cabeza llena de espinas. Hay una iguana en el piso que le observa desafiante. Es grande y su piel escamosa palidece contra la luz. Sus espinas anuncian peligro. El hombre imagina el tamaño descomunal que alcanzará el pequeño monstruo en unos años.

Felipe tiembla un segundo y luego apunta firme a la cabeza del reptil. El machete está clavado en el suelo. El animal corre sobre el cuerpo de su madre buscando refugio. Su padre apunta de nuevo. Un brazo de la hamaca ha sido cortado y por suerte el de Selena sigue intacto. El cuerpo inerte de la parturienta se estrella contra el piso. La mujer abre los ojos y casi se le salen cuando la iguana enreda la cola y el cuerpo alrededor de su cuello. Gime. Felipe intenta arrancar al animal que, como serpiente, se aprieta más alrededor de la madre. Ya se ha puesto morada. El hombre sigue intentando, quiere darle un machetazo, pero prevé el riesgo de degollar a su mujer. Ya ha dejado de respirar. Las manos de Felipe luchan contra la iguana, sin éxito. Las de Selena se destejen de su agarre. A través de los hilos de la hamaca ya ha escapado su vida.

Sólo hasta ahora Felipe siente las manos que han estado tirando de él con violencia. Es Pedro intentando separarlo de la iguana, pero hay una fuerza bestial en el hombre que empequeñece al joven vecino. Felipe aplasta el cuello de su hijo mientras le tiemblan los labios. Los ojos se le desaguan. El pico de un pájaro Xooch’ rasga su pecho, canta su melodía. Los pequeños huesos del reptil no resisten la furia del hombre y por fin cede el estrangulamiento. Felipe avienta a la criatura lejos del cadáver de su madre antes de huir hacia el monte. No mira atrás. Desaparece entre las hojas, como los otros.

9

La esposa de Pedro se asoma al escuchar el escándalo. Mira con incredulidad el cuerpo de Selena pendiendo de la hamaca que la ahorcó, los cabellos mojados de sudor pintan líneas en la tierra sobre la que levemente se balancea. Lejos de ella yace el malogrado ser. Con ternura lo toma en brazos y le parece que sus cabellos albinos apenas son visibles contra el sol. Pedro solloza y su llanto riega los trozos del cascarón que cubren el suelo. A duras penas le dice a su esposa: “Ya se nos fueron”, mientras piensa que ahora les toca criar a cinco niños.

Miguel Ángel Peña Rojas (Yucatán, 1998). Estudiante de la licenciatura en Literatura latinoamericana en la UADY y de Creación literaria en el Centro Estatal de Bellas Artes. Diplomado en Creación literaria por el INBAL. Ha colaborado con revistas digitales.

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JG