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Unicornio Por Esto!: El arte de narrar con los cinco sentidos

Carlos Martín Briceño, uno de los escritores yucatecos más activos, cumplió este mes 56 años de vida, 25 de los cuales los ha dedicado a la literatura
En las historias de Martín Briceño la fuerza de las pasiones, especialmente el erotismo y la ambición, atraviesa las página
En las historias de Martín Briceño la fuerza de las pasiones, especialmente el erotismo y la ambición, atraviesa las página / Especial

Conocía a Carlos Martín Briceño en 1995, en el encuentro de narradores de la Frontera Sur, de aquellos que organizábamos el Centro Yucateco de Escritores y el Programa Cultural de las Fronteras. Él vino atraído por la presencia de Tito Monterroso. Por esa época se involucró en el desenvolvimiento cultural de nuestro Estado, reseñó libros y eventos para El Juglar, suplemento literario del ya legendario Diario del Sureste. Coincidimos en el taller de los lunes, en la Casa de la Cultura, donde con Roberto Azcorra, Claudia Sosa, Jorge Lara, Raúl Ferrara, Roger Metri y otros compañeros, en ese entonces, la nueva generación de escritores dio impulso a la literatura de nuestra región, que se conectó con autores de todo México, y con muchos de otros países.

Tuve la fortuna, cuando colaboraba como correctora en el Instituto de Cultura de Yucatán, de tener a mi cargo la revisión de su primer libro Silencio de polvo. Nos reunimos varias mañanas en la casa de ventanales; envueltos en la luz dorada que se colaba a través de los cristales discutíamos acerca de la forma de conjugar el pronominal y los flexivos, hasta llegar a un punto que nos convenciera a ambos, para darle su forma definitiva a la oración de alguno de sus cuentos. Así de acucioso es Carlos. Esta plaquette sería un adelanto de lo que fueron las siguientes creaciones de Carlos Martín Briceño.

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Elusivo, el tiempo que le deja su trabajo remunerado, prefiere dividirlo entre la escritura literaria y la vida familiar; se ha ocupado de sembrar en sus hijos el gusto por la lectura, como nos cuenta en “Viaje al centro de las letras”. Esta doble vida, satisfactoria en premios y prestigio, ha tenido su costo en insomnio y otras desventuras, entre pequeñas y medianas.

Prolífico como es Carlos Martín, con sus cuentos ha tenido el Premio Internacional de cuentos Max Aub 2012 por Montezuma’s Revenge; los premios nacionales José Fuentes Mares 2018 por De la vasta piel. Antología personal (Ficticia, 2017); Beatriz Espejo 2003 por “Los fines de semana”; Juegos Literarios Universitarios convocados por la UADY en 2004, por “Póker de Reinas, cinco versiones del deseo”.

Aún me parece que era “el otro día” que almorzábamos en Trotters mientras Carlos nos leía las primeras versiones de “Montezuma’s Revenge” y Jorge Lara y yo le anotábamos algunas sugerencias. Han de haber pasado ya como ocho años.

Martín Briceño ha merecido también las menciones de honor en el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2008, por el libro Caída Libre (Ficticia, 2010), y en el Concurso Nacional de relatos Carmen Báez 1999, por el texto Casi lo que ella buscaba.

El periodista y crítico literario Sergio González Rodríguez incluyó en sus famosas listas de libros del año, como mejores libros de cuento, Caída libre (Ficticia, 2010) y Montezuma’s Revenge (Fundación Max Aub, 2012), de nuestro homenajeado.

En Caída Libre la voz sobrevive a través de experiencias de peligro íntimo. No se cuenta la épica del viaje, ni de las grandes hazañas del héroe elegido, sino las internas. Aunque en ocasiones aparece un narrador omnisciente, algunos cuentos son enunciados por los personajes; los protagonistas vencen al asco o al tedio, pero en todos los casos superan la inacción:

Trato de obedecer pero la presión es intensa. Y va en aumento. Siento que el aire me falta y, por un instante, cruza por mi cabeza el temor de morir. Alcanzo a ver los rostros de sarcasmo de mis amigos y desespero porque ninguno parece darse cuenta de que necesito ayuda: están demasiado borrachos para percatarse de que esto ha dejado de ser un juego (“Dante para iniciados”, Martín Briceño, 2010: 14).

Los finales son abruptos; el lector queda descargado con la terrible visión de la página siguiente en blanco, probando que incluso el silencio tiene cualidades estéticas; para ejemplo las últimas líneas de “Convenios”:

Intercambiamos una complicidad sonriente. Afuera, crece el rumor de la manifestación (“Convenios” Martín Briceño, 2010: 53).

El título del volumen rememora la sensación de vértigo, del despertar de la conciencia a la vida, que no se da necesariamente en la hora de nacer. Es el repentino conocimiento de nuestra caída indetenible desde los más altos ideales hasta chocar contra el asfalto de la realidad.

Al final de la vigilia, su segundo libro de cuentos fue seleccionado en el 2006 por la Secretaría de Educación Pública para el Programa Biblioteca del Aula “Libros del Rincón”. Ya antes había sido reconocido por el programa Creación Dante, que lo editó en 2002.

Además de sus cuentarios ya mencionados, publicó Montezuma’s Revenge y otros deleites (Ficticia, 2014); Los mártires del Freeway y otras historias, (Ficticia 2006; 2008) Después del aguacero (La Tinta de Alcatraz, 2000).

En Los mártires del Freeway y otras historias, Carlos Martín la fuerza de las pasiones, especialmente el erotismo y la ambición, atraviesa las historias; los personajes se esmeran en cuidar las apariencias: hermosas parejas que se odian; familias respetables cuyos miembros sostienen relaciones incestuosas; educadores que abusan de sus alumnos y silencian cualquier protesta; homosexuales casados con mujeres; una anciana astuta, que disfraza de caridad la burla que hace a su rapaz parentela, son algunas de las contradicciones recreadas en el libro.

En la noveleta que da nombre al volumen, además del misterio a resolver, está la caracterización psicológica de cada personaje; el vínculo entre ellos; las luchas por el poder, el deseo de triunfo profesional, y de servicio a los demás, contrapuesto al de destrucción. Se recrea la homofobia en su expresión más cruda, aunque también hay algunos rastros de misoginia. Las relaciones intertextuales son fundamentales para encontrar pistas que conduzcan al esclarecimiento de los crímenes, también para conocer el pasado de los personajes, las vivencias comunes que los llevaron a ubicarse en distintos bandos de la historia. El incesto y el abuso del sacerdote contra sus discípulos son elementos que configuran las ideas acerca de la sexualidad que predominan en el contexto recreado; la homosexualidad encubierta, no aceptada, presente en varios de los personajes, es el medio de cultivo para la violencia. La envidia y la ambición reaparecen; la pérdida de la voluntad, causada por la inhalación de coca, lleva al detective a una situación desventajosa en un final relativamente abierto.

Como ha dicho el propio autor, existe una parte negada en nuestra conducta, esa es la parte que él quiere explorar, los deseos y los miedos que pueden llevar a un ser humano “normal” a convertirse en el peor asesino o el más valiente de los héroes.

Su primera novela La muerte del Ruiseñor apareció con el sello Ediciones B en 2017. De carácter metanarrativo, se entreveran la biografía que investiga el escritor con la propia, en una rica prosa que se lee de una sentada.

Su compilación Sureste. Antología de cuento contemporáneo de la península (Ficticia, 2017), es un homenaje que brinda Carlos Martín Briceño a sus compañeros de generación y a sus maestros, los reencursa en el diálogo literario contemporáneo nacional, poniéndolos al alcance de las nuevas generaciones. Curioso que cuando nos reunimos en Instituto Tecnológico de Mérida –punto intermedio en los ámbitos por donde transitamos cotidianamente– la policía miró con sospecha que estuviéramos en un estacionamiento intercambiando… ¡libros!

Viaje al centro de las letras (Ficticia, 2018), su primer libro de ensayo, expone las obsesiones artísticas y vivenciales de nuestro autor: sus aficiones literarias, sus autores y géneros favoritos, la nostalgia por un Yucatán tranquilo y apasible que se extingue; su infancia, su futuro como artista, como hombre de familia y como promotor de la lectura. La voz del autor se nos vuelve familiar, como si platicáramos con él.

Carlos Martín es colaborador del suplemento cultural La Jornada Semanal. Cuentos suyos están incluidos en más de una docena de antologías regionales –recuerdo especialmente Litoral del relámpago (Ediciones Zur-CYE, 2002) y La Otredad (CRIPIL/Ediciones Zur, 2006– nacionales y extranjeras.

Participa regularmente en la FIL de Guadalajara, la Feria del libro de Tijuana, la FILEY de Yucatán, el Festival de Visiones de México en Colombia.

Ha impartido talleres en Mérida, en los municipios de Yucatán, también en Uruguay.

De Carlos Martín, la crítica ha dicho que “ha logrado un equilibrio entre la potencia vital y la potencia intelectual. Cada pieza suya reconstruye vivencias de sus personajes, que conforme entran en zonas extremas de violencia, sexualidad o extrañamiento de lo cotidiano superan en su mente lo acontecido a través de pensamientos, percepciones, vislumbres de lucidez o incertidumbre” Sólo un escritor de alto rango puede resolver en pocas páginas la riqueza narrativa que plantea en sus cuentos” (Sergio González Rodríguez, Reforma).

“Leer a Carlos Martín Briceño no es asunto menor, no nos deja indiferentes. Reconocemos el infierno. Y queremos más” (Mónica Lavín, El Universal).

“Cuida correctamente sus mecanismos narrativos, el lenguaje, arriesga con la peligrosa imbricación de lo onírico y lo concreto y por eso sus textos capturan la atención desde el principio y se sostienen” (Ignacio Trejo Fuentes, Siempre).

“Múltiples interpretaciones, relaciones y resonancias despierta la lectura de estos cuentos de Carlos Martín Briceño, que parecen estar escritos con una navaja de disección. Su doloroso filo se interna en la frágil carne de sus personajes y en el desasosiego de los lectores, que en ellos reconocemos los turbios límites de nuestra propia naturaleza” (Ana García Bergua, La Jornada).

Made in China

Carlos Martín Briceño

Para Raúl Ferrera Balanquet El pueblo, y so´lo el pueblo, es la fuerza motriz que hace la historia mundial. Mao Tse-Tung

La guitarra de Path Metheny y el ri´tmico movimiento del Honda eran un alivio para su agotamiento. Estirado en el asiento del copiloto, Federico escuchaba los juegos de cuerdas entrecerrando los ojos. Era su tercer di´a en China y no lograba reponerse del jet lag. Diecinueve horas de vuelo en clase turista, en un Boeing 757 atestado de chinos e indios fue demasiado. A mitad de la travesi´a, el olfato se le habi´a impregnado de sudores ajenos. Ni siquiera el enigma del ma´s reciente libro de Henning Mankell, y su insaciable sed de vodka, habi´an podido aminorar su incomodidad. Y en el colmo, apenas haber puesto pie en este continente, lo llevaron a la Feria de Guangzhou.

¿A quie´n podi´a parecer atractivo venir desde tan lejos a recorrer una interminable serie de naves industriales que exhibe la basura comercial del planeta, atiborradas de gente?

No, no era la clase de viaje que imagino´. Cuando le avisaron que iri´a a la China, inocente, se figuro´ visitando vestigios de templos y ciudades prohibidas, recorriendo con tranquilidad la gran muralla, navegando a bordo de una barcaza por el ri´o Huangpu. No sabi´a que su destino seri´a la ciudad de Guangzhou, la urbe comercial ma´s importante de China y una de las ma´s contaminadas.

 Aspiro´ hondo. Ayer, mientras avanzaba por los pasillos de la “exposicio´n de productos, tecnologi´as y arti´culos ma´s grande del mundo”, habi´a cai´do en la cuenta de que la tierra estaba a punto de colapsar. La especie humana no teni´a remedio: falsos abanicos espan~oles, figurillas imitacio´n Jadro´, vajillas de burda porcelana, don quijotes de argamasa, falsificaciones de piedras de ri´o, huipiles mal bordados, re´plicas de cristaleri´a de Murano, desvai´dos rebozos de Santa Mari´a y hasta vi´rgenes de Guadalupe. Todo era posible en Guangzhou. La feria era un Aleph borgiano oriental. Bastaba con abrir la boca para levantar un pedido. En cuestio´n de horas, a un precio irrisorio, la mercanci´a estari´a disponible donde el comprador exigiera. No por nada el evento apareci´a en la internet como “la expo que ma´s dinero mueve en el planeta”.

—¿Cansado?

La iro´nica pregunta de Sau´l interrumpio´ sus reflexiones. Se incorporo´ con fastidio y respondio´ con estudiada amabilidad.

—No hemos parado desde que salimos de Me´xico.

Sin quitar la vista de la carretera, el volante firmemente sostenido entre las manos, Sau´l movio´ la cabeza de un lado a otro.

  —Debiste haber aceptado los Tafiles que te ofreci´ en el avio´n. Estari´as tan fresco como yo.

 —Para la pro´xima.

—Eso quiere decir que piensas regresar.

—Es un decir, Sau´l.

 —Ya se´. Si no fuera por las circunstancias, no hubieras venido. Fuera de protocolo, ¿que´ opinas ahora?

 El cuestionamiento machaco´n, insistente, le cayo´ a Federico como uppercut. Era la tercera ocasio´n durante el viaje que el tipo preguntaba lo mismo. Pareci´a admirar este pai´s y queri´a que todos lo hicieran. Teni´a motivos: intermediario de fa´bricas chinas, habi´a hecho una fortuna vendiendo baratijas en Me´xico.

Federico se dispuso a mentir una vez ma´s. Habi´a que ser amable, no iba a decir la verdad a quien lo financiaba al cien por ciento en esta excursio´n de negocios. Hubiera sido una groseri´a confesarle a este judi´o sesento´n, de calva brillante y ojos de ardilla, que salvo la estancia en el eleganti´simo Chateau Star River, donde disfruto´ de la piscina templada cubierta por un techo de espejos, los ban~os calientes en tina de cedro rojo y los relajantes masajes con la ancestral te´cnica tiu na, Guangzhou, con todo y su celebe´rrima feria, lo deprimio´ de manera enfermiza.

¿Que´ clase de vida llevari´an sus habitantes hacinados en aquellos interminables y grises edificios de departamentos, cuya altura impedi´a el paso a los rayos del sol? Los montones de ropa colgada en los balcones, ma´s alla´ de lo pintoresco, revelaban el reducido espacio cotidiano del que disponi´an las familias cantonesas.

 Miro´ por la ventana. La autopista de cuatro carriles, profusamente iluminada y surcada de puentes era, teni´a que admitirlo, una muestra del e´xito de las reformas econo´micas aplicadas en los u´ltimos an~os en esta nacio´n.

 —Que´ te puedo decir, Sau´l. Me asombra lo que los chinos han hecho, pero no comparto tu entusiasmo. Tengo algunas reservas.

—¿Reservas? ¡No me jodas! Esto se llama progreso. ¡Ya quisie´ramos en Me´xico la mitad del i´mpetu de esta raza! Ningu´n otro pai´s crece a doble di´gito. ¿Sabes lo que eso significa?

Claro, lo sabi´a: uno de cada tres a´rboles talados en el planeta se destina a satisfacer la demanda china, la mitad del acero del mundo viene a parar a esta parte de la tierra, y su actividad industrial es, en buena medida, culpable del calentamiento global. No teni´a caso seguir discutiendo. Parado´jicamente, la vehemencia de Sau´l le recordaba que tambie´n e´l, influenciado por sus lecturas adolescentes, alguna vez defendio´ a capa y espada las “bondades” del comunismo chino. Cerro´ los ojos disponie´ndose a dormir. Nunca le iba a ganar la partida. Bostezo´ largamente. Necesitaba reponerse.

Llegaron al nuevo hotel cerca de la medianoche. Mientras Sau´l se ocupaba del registro, Federico se fijo´ que en el restaurante habi´a un bufete de comida mexicana. No se quedo´ con las ganas de fisgonear. Manitas de cerdo en vinagre, tostadas fri´as de pollo, machaca, un desabrido pozole jalisciense, tacos estilo tex-mex y guacamole aguado con totopos. The best of the aztec food.

Que´ pendejada, penso´. ¿Co´mo puede creer esta gente lo que anuncia la pizarra electro´nica?

Se sirvio´ un poco de guacamole con tostadas y pidio´ una Coronita.

De lejos, Sau´l lo miro´ asombrado.

—No mames —dijo al acercarse—. Agua´ntate, enseguida vamos a un verdadero restaurante en el que puedas escoger tu comida viva.

—¿Viva?

—Si´, cabro´n, igual que en esos puertos escondidos de Me´xico en los que los gringos eligen las langostas directamente de la cubeta. Aqui´, ya lo vera´s, incluso exhiben lagartos para hacerlos a las brasas.

—Como digas —se apuro´ a terminar la cerveza.

Cualquier animal que expone su cara al sol puede ser comido, sentencia un refra´n cantone´s. Esa noche Federico comprendio´ a carta cabal su significado. El restaurante, parecido a un casino de Las Vegas, era ruidoso y enorme. La fachada, profusamente decorada con luces de neo´n, pretendi´a ser una pagoda. Habi´a mil comensales, por lo menos. Un burdo drago´n de unicel y un tri´o de ondinas de ojos rasgados recibi´an a los clientes. Al atravesar la puerta, sintio´ caer a un desbarrancadero.

Habi´a piletas saturadas de cocodrilos pequen~os, tortugas de mirada esquiva y serpientes enroscadas que apenas se movi´an; piscinas abarrotadas de cangrejos policromos, gambas gigantescas, alicai´das jaibas, cucarachas de mar y toda clase de mariscos; peceras descomunales donde convivi´an ti´midos cazones, veloces anguilas y langostas de largui´simas antenas; jaulas que resguardaban una variopinta mezcla de plumi´feros. Incluso descubrio´ ratas de campo y cerdos pululando por los pasillos. Pero lo que ma´s llamo´ su atencio´n fueron los koalas. Su semblante era difi´cil de ignorar.

—¿No te lo dije? ¡Esto es fabuloso!

El comentario de Sau´l termino´ de sacarlo de quicio. Sonrio´ forzado. Le pareci´a increi´ble que, siendo judi´o, su interlocutor festinara esta orgi´a de sangre. Una cosa, penso´, es que te lleven a la mesa un buen trozo de filete y otra, diferente, convertirte en sa´dico por simple apetito. Se sintio´ arrojado hacia las navidades de su nin~ez, cuando su abuela trai´a a casa el pavo vivo de la cena de Nochebuena, que los nin~os debi´an de alimentar durante un par de meses antes de servirlo a la mesa. Ma´s de una vez su hermana se encerro´ a llorar en el ban~o luego de ver co´mo le retorci´an el pescuezo a ese animal con el que habi´an jugado en el patio y al que, incluso, soli´an poner nombre.

 Mientras Sau´l seleccionaba la comida, Federico fue hacia la mesa. El ruido era estridente. En unas televisiones gigantes de pantalla ultra plana que pendi´an del techo, daban un programa musical de concursos. Cada vez que el animador de pelo engominado se carcajeaba, la audiencia, en el foro y en el restaurante, lo imitaba. No podi´a creerlo. La imbecilidad era universal.

 Al di´a siguiente, luego del desayuno, se dirigieron por fin a su destino: las instalaciones de industrias D. Ding. Por tercer an~o consecutivo la empresa produciri´a las toneladas de arti´culos de pla´stico que la Cerveceri´a del Paci´fico suele distribuir gratuitamente entre sus clientes. Vasos, tazas, termos que en Me´xico cuestan entre treinta y cuarenta pesos cada uno, Sau´l se los haci´a llegar, desde este lado del mundo, por menos de un do´lar. Ahora, en su posicio´n de abogado de la cervecera, Federico se encontraba justo en el sitio donde se elaboraban esos objetos, una fa´brica vieja pero bien montada, con delicados jardines zen al frente, cuyos ejecutivos —en contubernio con Sau´l— teni´an la consigna de que e´l partiera con la certeza de que en sus li´neas de produccio´n se respetaban los derechos humanos.

 Los accionistas de Cerveceri´a del Paci´fico podi´an contribuir con tranquilidad a alcoholizar sistema´ticamente a una nacio´n, pero por ningu´n motivo debi´an permitir que sus arti´culos de propaganda fueran elaborados por nin~os, inmigrantes ilegales o mujeres embarazadas, ni que los trabajadores —por muy chinos que fueran— laborasen en condiciones infrahumanas. Cerveceri´a del Paci´fico era, co´mo no, una organizacio´n “socialmente responsable”.

Saludo´ con cortesi´a al par de hombres que le dio la bienvenida. Eran viejos, oli´an a comida frita y vesti´an trajes mal cortados. Le parecio´ que ninguno de ellos teni´a pinta de empresario exitoso. Sus corbatas, cuyo disen~o setentero le recordo´ las que usaba su padre cuando e´l era nin~o, habi´an sido compradas en alguna barata. Mientras les tendi´a la mano, Sau´l se acerco´ al traductor —un hombrecillo de Hong Kong, de enormes lentes y pelo parado como extrai´do del manga japone´s— y le dijo en voz baja algo que Federico no alcanzo´ a oi´r, pero que pudo adivinar, a juzgar por sus semblantes.

El recorrido inicio´ en la sala de exhibicio´n. Ahi´, protegidos por unas vitrinas impecables, estaban los mejores arti´culos de pla´stico-melamina que habi´a producido la compan~i´a D. Ding durante sus 36 an~os de existencia. Platos, cucharones, vasos, maceteros y cantimploras descansaban en los escaparates como si fueran piezas de museo. Las luces indirectas resaltaban la brillantez artificial de sus colores.

En algu´n momento, el traductor comenzo´ a hablar en nombre de los duen~os. Dijo que los sen~ores Ding apreciaban sobremanera el intere´s que Cerveceri´a del Paci´fico habi´a dispensado a sus productos en los u´ltimos an~os. Industrias D. Ding, agrego´, no es una empresa improvisada; pionera en el mundo de la produccio´n en serie de arti´culos de melamina para el hogar, la avala, adema´s de su antigu¨edad, el si´mbolo de calidad que el gobierno de la Repu´blica China otorga a exportadoras exitosas.

Sau´l se acerco´ a Federico y le dijo en voz baja que los si´mbolos de calidad amarillos se los pasaba por los huevos. Haci´a calor, el aire acondicionado apenas refrescaba y le urgi´a una cerveza. Lo que tenemos que hacer, susurro´, es inspeccionar el a´rea de produccio´n y largarnos lo antes posible.

Al cabo de unos minutos subieron a un viejo elevador de carga que los transporto´ al piso que albergaba las li´neas de produccio´n. Las paredes de los pasillos despedi´an un fuerte olor a pintura fresca. Sau´l, con ayuda del traductor, conversaba animadamente con los chinos; sonrei´a y les palmeaba la espalda.

A diferencia de las a´reas que habi´an visitado antes, el lugar de trabajo rudo estaba descuidado. No habi´a suficiente iluminacio´n, oli´a a humedad y el ruido era alto. El proceso, que imagino´ ultramoderno y mecanizado, resultaba arcaico. Una veintena de ma´quinas repartidas en el piso debi´an ser manipuladas por igual nu´mero de obreros. No teni´an li´neas transportadoras, tampoco empacadoras automa´ticas. En tanto avanzaban, los ejecutivos chinos iban explicando los pormenores del proceso. El traductor comentaba en ingle´s lo que deci´an. El polvo de la melamina que flotaba en el ambiente picaba la nariz. Federico reprimio´ un estornudo. No obstante el atraso tecnolo´gico, había unos enormes transformadores de energi´a y supuso que montar una fa´brica como e´sta debi´a de costar mucho dinero.

Cada vez que se acercaban a algu´n operador, e´ste se esforzaba por trabajar con ahi´nco, pero hundi´a el rostro en la tarea para evitar establecer contacto visual con los visitantes. Eran hombres y mujeres sin edad, rescoldos de una raza milenaria, menudos, de piel descolorida y ojos semi cerrados, con pocas arrugas en el rostro y con el mismo reclamo silencioso en el semblante que el de aquellos koalas destinados a terminar en el esto´mago de turistas occidentales. Gracias a estos mami´feros de mansa entran~a brotaban lenta, aunque ininterrumpidamente, los millares de objetos de pla´stico que se distribui´an en el vasto mercado de la Cerveceri´a del Paci´fico.

Fue entonces cuando, con el pretexto de observar de cerca la manera en que una obrera colocaba, una a una, las calcomani´as en los vasos, Sau´l lo jalo´ del brazo y pregunto´:

 —¿Has visto lo suficiente?

Federico guardo´ silencio. ¿Debi´a asentir pasivamente o dar su opinio´n sincera?

 —¿Listo para otorgar tu visto bueno?

La insistencia del otro lo obligo´ a decidir.

—Sau´l, algo no encaja. Hay obreros, maquinaria, transformadores de energi´a, montacargas. ¿Co´mo le haces para cobrarnos menos de un do´lar por arti´culo? ¿Cua´nto le pagan a esta gente? ¿Y lo que tu´ te embolsas?

Sau´l se le quedo´ mirando con fijeza. La expresio´n de su rostro reflejaba incredulidad y desprecio.

—No me vengas con chingaderas. Llevo tres an~os entregando a tu empresa pedidos a un precio que nunca son~aron. Mi´ralos —apunto´ con el i´ndice a una mujer de trenzas que apilaba vasos en cajas de carto´n—. ¿Te parecen esclavos? ¿Sabes lo que comi´an antes de que se abriera el mercado de su pai´s al extranjero? Cucarachas, gatos, ratas, lagartijas. Ni te lo imaginas, porque a ti nunca te ha faltado nada. Por lo menos ahora pueden comprar arroz y huevos para sus hijos. Si te empecinas en buscarle tres pies al gato, les vas a partir la madre. Y de paso a los presupuestos de tu empresa.

No supo que´ contestar. Sus palabras eran ciertas; sin embargo, se resisti´a a caer en ese juego. Eran resabios de una educacio´n moral recibida de un padre notario que presumi´a haber hecho fortuna sin prestarse jama´s a ningu´n chanchullo.

Deja´ndolo en ese silencio dubitativo, Sau´l le dio la espalda para unirse de nuevo al grupo. En ese momento la mujer de trenzas levanto´ la cabeza y lo observo´ con sus ojos de koala. So´lo fue un instante, pero Federico tuvo tiempo suficiente para vislumbrar la opacidad de esa mirada y la dentadura carcomida. Permanecio´ un buen rato sin moverse. El ruido de las ma´quinas pareci´a haber subido de intensidad. Iba a firmar, claro que lo hari´a.

Día de feria

Cuando sales del cine, el sol te pega de lleno en los ojos saturados de tres horas de matiné. Después de todo valió la pena, piensas mientras palpas en los bolsillos de tus pantalones cortos lo que resta del dinero que tomaste de la cartera de tu papá. La tarde de domingo es tuya: habrás de gozarla plena.

Con sólo cruzar la calle te encuentras inmerso en la feria; ríes e imaginas la cara que pondría tu mamá al verte comprar ese enorme algodón de azúcar antes del almuerzo. Se te antoja subirte a la rueda de la fortuna, pero no te atreves porque no sabes con quién podría tocarte. En la fila, una pareja en pantalones de mezclilla, tres niñas vestidas de encajes y un grupo de adolescentes –gringos, supones por su apariencia– que, como tú, cargan esa golosina que tanto disfrutas. Terminas justo detrás de los extranjeros, jugando a entender lo que dicen. Conforme avanzan, empiezas a angustiarte: mejor me voy, no vaya a ser que a mamá se le ocurra buscarme al salir de la iglesia y me grite:

¡Rodolfo, te he dicho mil veces que no te subas a eso sin mí! ¿Qué haces comiendo esa cosa? ¿De dónde sacaste el dinero?

Estás tan preocupado porque nadie te vea, que más de una vez te preguntan si vas a subir. Eres el último y, al parecer, al rubio instalado en el asiento de la canasta no le molesta tu compañía; al contrario, está sonriendo con esa boca llena de alambres. Pagas y ocupas el lado derecho; tímido, observas: ha de ser mayor que tú, le calculas quince años a lo sumo. Ahora comienzan a elevarse. Con avidez devoras lo poco que queda del algodón antes que se lo lleve el viento.

Entonces suspiras: al fin, ante ti, la ciudad. Te encanta distinguir las construcciones más altas: la iglesia del Niño de Atocha, el viejo hotel central y aquel edificio inconcluso que todos llaman el “Elefante Blanco”. Te sientes tan bien allá arriba que casi no te fijas cuando tu compañero extiende la mano derecha balbuceando mi nombre es Paul. Nunca has sido bueno para eso de la plática con extraños y te alivia notar que apenas habla español. Devuelves el saludo con el mío es Rodolfo; tampoco se trata de parecer pesado. Después de un rato, no te reconoces venciendo esa timidez, platicando mil cosas, fingiendo entender sólo porque te cayó bien. El aire revuelve el pelo amarillo de Paul y te arrepientes de la poca atención que pusiste en tus clases de inglés.

A la séptima vuelta, te lo sabes perfectamente, la rueda se detiene. ¿Por qué siempre ha de ser tan corto? Lo mismo, imaginas, deben sentir el gringo y sus amigos puesto que, canasta a canasta, desde las alturas, indican con señas vamos a quedarnos de nuevo. Él ni te pregunta y, cuando supone que vas a bajar, palmea tu hombro, te dice ¿otra vez? Y paga al muchacho moreno que pregunta ¿ustedes también se quedan? Qué suerte, piensas, toparte con Paul. Y allí vas de nuevo; estarías, si pudieras, la tarde entera en la rueda.

De pronto, él saca de entre su ropa una revista. Se acerca más a ti, la coloca sobre tus piernas; el viento te obliga a sujetarla, la abres con curiosidad. A tus doce años nunca antes habías visto algo así; tu corazón late ahora con más fuerza, los giros del juego mecánico se han acelerado, Paul ríe a carcajadas mientras señala aquella cosa inmensa, sucia; sus dedos enormes tocan caras, bocas, miembros; la velocidad te marea, pasas con rapidez las páginas, tu mente acumula esas imágenes que recordarás muchas noches, pero sobre todo retiene a Paul, porque él, aquí arriba, está guiando tu mano hacia su entrepierna. Y apenas van por la segunda vuelta.

 

 

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