La petulancia y el morbo nos llevó a aceptar una oferta irrechazable de tío Gustavo: invocaríamos al espíritu de una antigua curandera maya de nombre Margarita Chi. Eso fue suficiente motivo para abordar su camioneta descapotada Dodge 76 color azul pavo que usaba para salir de campo.
La adrenalina corría por la sangre de la familia Castrejón. Mi amigo Gus padecía una alergia al alcohol y no podía beber, así que fomentaba nuestra amistad de otras maneras. Flaco y de pelo largo, Gustavo era uno de los líderes del grupo porque también era aventurero, manejaba skateboard y mantenía cautiva una boa en el fondo de la piscina de su casa.
Su padre (Gustavo también) era un antropólogo jubilado con una afición por el automovilismo. Su esposa se había separado de él, y desde entonces gozaba de mucho tiempo libre. Por mi parte, yo estaba terminando la prepa y tenía secretas inclinaciones hacia el estudio de las ciencias sociales, pero estaba en el desmadre del chupe, la irreverencia y las travesuras.
Un 31 de octubre a las ocho de la noche emprendimos la salida y tomamos la carretera Mérida-Dzityá. Cargamos dos tambos de aguaslocas y nos subimos en el compartimento trasero El Camarón, Dinho, Pepe, Johny y yo. Puro gallo excéntrico de la ciudad. Adelante iban Gustavo, doña Julia (la mamá de Pepe) y tío Gustavo al volante.
Conforme penetramos la selva baja yucateca y dejábamos atrás los ruidos y luces habituales de la ciudad, la atmósfera se tornaba más extraña. Los tragos de jamaica con ron mitigaban los escalofríos y mantenían el buen humor entre nosotros.
Luego de cuarenta minutos de camino, nos aproximamos a la costa. La luz de la luna llena pintaba la escena y agitaba nuestras mareas internas. La troca descapotada se estacionó al borde de la ciénega, bajo el puente vial sostenido por unos pilares de hormigón. Tío Gustavo anunció nuestra llegada y enseguida bajamos a orinar. Luego organizó a la flota. Dejó el buen humor y adoptó más bien un tono solemne. Dio instrucciones claras, como un coronel lo hace a su tropa: cada quién tomó una roca lo suficientemente grande para usar de asiento. Luego, nos colocamos en círculo a una distancia de un metro cada quién. La presencia de la mamá de Pepe me causaba intriga, pues era la única mujer del grupo y se había mantenido bastante distante del relajo, prendiendo incienso y montando un altarcito en medio de nosotros. Bastaba una mujer en luna llena para alterar todo un sistema, como había leído en la revista Misterios, de sucesos paranormales.
Empezamos el ritual. Cada quien con los ojos cerrados y las manos agarradas a su compañero vecino, conformando un medio de transmisión eléctrica poderoso, que de repente sentía que daba toque.
Tío Gustavo tomó la palabra. Gustavito a su lado, muy serio.
—Margarita, nos dirigimos a ti porque sabemos tu historia y queremos que te reveles ante nosotros —dijo sin vacilar.
Nadie de mis amigos sabíamos su historia y no podíamos contener la risa ni evitar entreabrir los ojos, ya que no acostumbrábamos tomarnos de las manos, pero comenzamos a sentir en serio el ritual cuando la mamá de Pepe vociferó.
—Margarita, discípula de Ixtab, sabemos lo que sufriste y creemos en tu magia, así que te pedimos que te manifiestes ante nosotros, tus humildes siervos.
La tensión subió. Los apretones de manos eran más fuertes y sentíamos vértigo, escalofríos, calambres. Súbitamente, como si de una revelación o epifanía se tratase, oímos una convulsión fuerte que se tornó en atragantamiento. Nuestros ojos cerrados sólo potenciaban la intensidad y estimulaban la imaginación. Esa convulsión se escuchó más grave y tuvimos que soltarnos para mirar. Ante nosotros se encontraba la figura escuálida de Gustavito, temblando violentamente con los ojos volteados, vomitando espuma blanca por la boca. La imagen nos dejó petrificados. Doña Julia trató de reanimarlo, pero las convulsiones no cesaban. Rápidamente lo subimos al auto en la parte delantera y Tío Gustavo arrancó. Durante el trayecto todos estuvimos ausentes, supongo que tratando de descifrar lo acontecido. O simplemente espantados.
De regreso a su casa en la colonia de Montes de Amé, Gustavito ya estaba mejor aunque un poco débil.
—No me acuerdo de nada. Solo me desconecté —dijo.
Tras despedirnos lo llevaron a la clínica, donde le diagnosticaron presión sanguínea alta y le dictaron reposo en cama. Un poco extraño dada la magnitud de la escena. Todos mis compas quedaron satisfechos con su dosis de adrenalina, menos yo, quien movido por la curiosidad, quería a toda costa descifrar el misterio, entender algo de la parapsicología del suceso, racionalizar aún más la experiencia hasta encontrar un motivo lógico. No podía dormir pensando en lo acontecido. Así que regresé. Al día siguiente fui a casa de los Castrejón a primera hora y les exigí una explicación. Como me vieron muy insistente, me invitaron a sentarme y a tomar las cosas con criterio. Sacaron una pastilla de alka seltzer y la arrojaron en un vaso con agua. Yo prestaba atención, pero francamente no comprendía, pues no me dolía la panza ni nada. Luego, la efervescencia produjo una espuma blanca, idéntica a la que brotó por la boca de Gustavo. Tan-tán.
Padre e hijo rieron al ver mi cara de pendejo. Me sentí muy tonto después de dicho performance, o más bien, decepcionado de la simpleza de la realidad. Desde entonces me interesé por el estudio de la Antropología.
Como siempre, yo me considero poseedor de la verdad, y quise averiguar quién era Margarita. Pasé seis años de mi vida revisando ciento quince libros de registros de actas, platiqué con muchísimas personas, abuelos, niños y jóvenes en los ochenta de los ciento seis municipios del estado de Yucatán, y Margarita Chi, la supuesta curandera maya que invocamos aquel jueves 31 de octubre de 2017, seguía sin manifestarse ante mí. Hasta que comencé a ojear el periódico de nota roja y encontré la pista que anima hoy en día mi investigación: el patrón diario de suicidios por ahorcamiento con soga de hamaca. Ese misterioso culto a la diosa maya Ixtab.
Cátedra Ingmar Bergman
Dicen que los mejores actores son aquellos que vemos en todos lados, en diferentes roles, interpretando diversos personajes, pero desconocemos su nombre.
Luego de una regular temporada de funciones de “La visitación”, la más reciente pieza de la compañía de teatro, Fernando Amaya, un veterano actor (y una de las mentes más brillantes de su generación), tenía la urgencia de ofrecer su retribución social al apoyo económico que recibió de parte de la secretaría de cultura. Se le había ido el tiempo procrastinando con otras diligencias propias de la creación artística y corría el riesgo de perder el favor de la administración pública, quienes lo consideraban un artista consagrado, a pesar de lo anticuado de sus ideas hoy en día.
El Carnaval de Ciudad Boutique se aproximaba, y ante la imposibilidad de gestionar algo mejor, el derrotero apareció como una oportunidad de oro para concluir ese trámite engorroso antes de cerrar los registros de la institución benefactora. Presionado por el tiempo, pero comprometido con la revolución de las artes y el despertar de las conciencias del público, Fernando decidió hacer algo poco convencional.
Un martes después del desfile de las flores, vestido y maquillado como la muerte, con una toga larga y negra de satín, el maquillaje pálido y los labios negros, Fernando apareció en el carnaval de Paseo de Montejo como salido de una película de Ingmar Bergman, El Séptimo Sello.
Su semblante altivo y su actitud petulante generaron asombro entre los parroquianos, quienes comenzaban a poblar toda la avenida, restringida para los vehículos durante el periodo ordinario: gente con sombreros emplumados y sus collares de cuentas de colores a la usanza de Nueva Orleans, hombres ebrios que orinaban en la vía pública a los pies de las fachadas de los edificios históricos, ocultos detrás de algún arbolito, y sujetos mal travestidos de mestizas que alzaban su huipil para enseñar sus calzoncillos deportivos.
Los oficiales de policía parecían una comparsa más y solo intervenían para separar las trifulcas que se quedaban en conatos de bronca. En cambio, Fernando, en su papel de policía de la moral, avanzaba entre la multitud como un fantasma o un dios tratando de provocar en ellos los pensamientos más funestos y redentores. Más de un niño en la muchedumbre lloró de espanto al ver sus endemoniados gestos faciales y algunas mujeres sensibles sintieron contracciones en el estómago, o el horror vacui, incluso al grado del desmayo. Su histrionismo era avasallante, aunque entre tanta algarabía no faltaron las mofas hacia él, en las que la gente expresaba su propio sincretismo:
—¡Maléfica! —le gritaron en tono de burla, por alguna asociación libre con la villana del cuento clásico animado de Walt Disney.
Inspirar respeto y dignidad a la vida a través de lo lúgubre parecía una tarea imposible. La larga avenida estaba poblada de puestos de esquites, salchipulpos y marquesitas, cuyos letreros luminosos y el olor a fritanga en el aire evocaban un ambiente de feria. Algodoneros de azúcar y arlequines en zancos caminaban por igual en sentidos opuestos acentuando el aspecto circense del carnaval.
Fernando (o “La Muerte” para los fines de esta diégesis) tuvo que acudir a un último recurso: de un compartimento secreto en los costados interiores de su capa sacó sendos globos rellenos con pintura azul y comenzó a estallarlos ante los cuerpos de todo aquel esperpento que se cruzara por su camino. Unos jóvenes que se comían a besos tumbados en un jardín protestaron e intentaron golpearlo, pero su carcajada burlona terminó por espantarlos y huyeron, todos pintorreteados, ante el temor de encontrarse con un psicópata.
—Primero va el comer y luego va la moral, ¿eh? —dijo Fernando en personaje.
Ese monstruo vil construido desde la dramaturgia procuraba con su presencia escénica un recordatorio: la mortalidad de los pecados en esta fiesta ruin de la carne. No lo hacía con afán de terrorismo, sino como acto poético y performance, pues a propósito de la peste, el actor hacía gala de su excelente memoria recitando los versos más resilientes de Bertold Brecht.
—”Cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad, es hora de comenzar a decir la verdad” —profirió.
La ciudad estaba poblada por gente conservadora, trabajadora y religiosa, que encontraba una válvula de escape durante este breve período especial. El carnaval era el lugar donde se manifestaban las teatralidades de lo político en el espacio público. Un territorio de apropiación y de disputa.
Mientras más penetraba en la masa de gente, Fernando crecía en su papel de maligno y más eufórico se sentía. En las zonas apretujadas, su cuerpo competía hombro con hombro, y en los espacios amplios su figura cimbreante se desplegaba en movimientos tenebrosos: nadar en ese mar de humanidad era fundirse con la consciencia colectiva. El actor experimentaba un goce al ser observado y rechazado. Su corazón estaba alegre mientras tenía la mirada del público. Los rictus de horror eran su aplauso.
De pronto, unos pandilleros corretearon a un chico oculto bajo una máscara de luchador que huía despavorido y en su estampida pisaron las flores que adornaban el camellón de la avenida. Fernando estaba en su rol de bufón, no de superhéroe, así que no movió ni un dedo por impedir ese atropello.
—¡Si todo el año fuese fiesta, divertirse sería más aburrido que trabajar! —alcanzó a gritarles en vano, citando a Brecht.
Tras cuarenta y cinco minutos ininterrumpidos de representación, Fernando sintió sed, pero resistió a los impulsos del cuerpo. No obstante, la garganta le carraspeó. Caminó entonces hacia un kiosco para tomar un respiro y comprar una botella con agua.
Una mujer humilde abrazaba a su hijo en las escalinatas del monumento a Felipe Carrillo Puerto bajo la célebre leyenda de “No abandonéis a mis indios”. El niño yacía deshidratado por el amontonamiento, lo que parecía un golpe de calor. Su mamá trataba de reanimarlo soplándole el rostro, a la espera de poder levantarlo para ir con un paramédico. La imagen en sí misma inspiraba compasión.
Durante ese descanso, Fernando se sintió lleno de piedad y se acercó a la mujer para ofrecerle un poco de agua para el niño. La señora alzó el rostro, y al mirar a través del maquillaje que enmascaraba a Fernando, reconoció su mirada familiar. Una luz interior le cambió el semblante.
—¿Fernando?
Fernando se sintió vulnerable y por impulso retrocedió, aún con la botella de agua que pensaba ofrecer al niño. El júbilo de la señora lo descolocó de su papel y la convención que había construido.
—¿Fernando Amaya? —dijo la señora con una notable sorpresa.
El histrión volteó el rostro como si le hubieran echado ácido. Sintió súbitamente como una daga se clavaba en su espalda, pues su catedral diegética se había derrumbado. Rápidamente la señora sacó su teléfono celular y lo abrazó, dispuesta a tomarse una fotografía selfie con él. La alegría carnavalesca la había invadido.
—Qué gusto. Te ves mucho mejor en persona que sobre el escenario.
La vanidad en la frase acarició el ego de Fernando y acabó con el performance esa noche.
Gracias a aquella fotografía que la señora tomó durante ese momento vacilante y que a las pocas horas compartió con el actor a través de sus redes sociales, Fernando obtuvo la evidencia mínima necesaria para comprobar sus actividades de retribución social durante el derrotero.
Más adelante, la institución cultural le brindó la medalla a la trayectoria artística de la cátedra de teatro Ingmar Bergman, que desde entonces cada año discute y analiza dónde inicia y dónde acaban los límites de lo escénico.
CABAÑUELAS
—Ojalá que nos favorezcan las cabañuelas y tengamos unas buenas vacaciones de semana santa —dice la portera a la joven Wiwi, cerrando la reja negra de la Quinta María.
Wiwi Combaluzier estudia en el colegio Mérida, una escuela para señoritas dirigida por las reverendas madres de la congregación de José y María. Como todos los días hábiles del calendario escolar, Wiwi cruza dos avenidas transitadas para dirigirse al sitio donde aborda la camioneta Toyota de su mamá.
A la una de la tarde hay un tránsito caótico en la calle sesenta norte, una de las avenidas neurálgicas de la ciudad. Por disposición municipal, dos policías de tránsito cuidan el paso peatonal de las niñas, deteniendo con silbato a todo vehículo para que ellas lleguen seguras al otro lado de la escarpa.
Bajo el cielo nublado y abrasador de la península, el camellón urbano aparece como una franja recorrida por las antiguas rieles del ferrocarril. A su costado hay frondosos árboles de tzalam, cuyas copas dan sombra y verdura al paisaje de asfalto, dividiendo en dos ríos opuestos la vialidad de esa caudalosa avenida.
Ante la mirada suspendida de los conductores, Wiwi camina el primer paso peatonal con paso de garza: delicado y elegante, con la espalda y la cabeza erguidas, las piernas estiradas. Con el mismo garbo atraviesa el camellón, y además, un segundo paso peatonal que deriva en la banqueta donde se encuentra con otras tres compañeras del colegio.
A un costado de dicho paradero, una patrulla comandada por otro oficial de policía escolta a las niñas con su presencia uniformada. Esta estrategia conjunta de vialidad ahorra a las mamás el embotellamiento automovilístico que sube hacia el centro para permitirles dirigirse sin mayor contratiempo por los callejones-atajo que conducen a sus domicilios en los fraccionamientos del norte. Tal problema de mancha urbana en la ciudad no perturba a Wiwi y sus tres amigas, quienes se reúnen en círculo a la sombra del tzalam para jugar juegos populares de palmas. Con la agilidad de sus doce años, Wiwi se sienta de un movimiento sobre su falda de cuadros verde pastel con líneas cafés e inicia su coreografía de manos.
A la una y veinte de la tarde, la temperatura rebasa los cuarenta grados celsius, por lo que el techo verde que conforman las copas de los árboles en ambas banquetas se convierte en el único refugio a la intemperie para soportar el calor citadino. Entre las ramas de esos árboles con cal blanca pintada en sus troncos anidan cientos de pájaros kaues, o zanates, como se les conoce en el resto del país, una peculiar ave que la gente confunde con el cuervo. No es de extrañarse, pero conforme uno se acerca a los especímenes machos observa que su apariencia negra se torna de un plumaje tornasol, que va del color verde al azul metálico.
A juzgar por la melodía de sus graznidos, la pájara kaue canta una canción triste. Ya sea para mitigar el hambre, o clamando por su marido, su canto es una escala más en la sinfonía de sentimientos que pueden escucharse de cientos de pájaros que adornan el cielo boutiqueño.
Mientras tanto, el juego de palmas de Wiwi y sus compañeras adopta espectaculares niveles de destreza motriz que llaman la atención del oficial de policía. Wiwi se siente observada por ese hombre de uniforme negro y rasgos mayas, lo que provoca en ella un noema, o una súbita reflexión:
—Oye, Martina, ¿tú duermes en hamaca, o en cama? —pregunta a su compañera pelirroja.
Un microbús destartalado que maniobra a toda velocidad provoca una ráfaga de aire que hace sonar las vainas colgantes de los árboles de tzalam. Esa breve brisa se torna musical, como una cascada de agua dulce que baña por un momento el caos urbano del mediodía.
Por ahí en el pavimento caliente yace estático el pájaro kaue, con su plumaje tornasol, desde hace horas al acecho de un bocado de comida para su nido familiar. Oportunamente, uno de los pasajeros a bordo del microbús andante termina su almuerzo apresurado y arroja por la ventana un pedazo duro de pan francés que cae ante las patas del pájaro. Con notable alegría, el kaue sale de su letargo y recoge el pedazo de pan con su pico. Antes de que otro pájaro pueda arrebatarle, alza el vuelo hacia el nido que custodia su esposa en la copa del árbol. Ahí, la pequeña hembra de color café empolla sus huevos a la espera de un poco de alimento.
Nuestros ancestros mayas utilizaron un sistema de predicciones del clima: remolinos de tierra, hormigas con alas, eclipses y otros fenómenos naturales. Pero esta tarde calurosa, el viento ni siquiera sopla.
Después de algunas turbulencias de vuelo, el kaue aterriza con notable esfuerzo y, cual ofrenda divina, asienta humilde el trozo de francés frente a su esposa. No es momento para quejarse de la jornada, pero el agarrotamiento del pico le ha provocado un rictus en el rostro. Ansiosa, la pájara kaue intenta morder el pedazo de francés, pero no logra obtener ningún bocado: el francés está duro como piedra caliza. Por enojo del hambre, la pájara eriza las plumas y grazna una canción de ira que es correspondida por otros pájaros vecinos.
En medio del caos sonoro, el pájaro kaue se pregunta qué debe hacer. Para conseguir ese pedazo de francés tuvo que sortear a otros pájaros machos y francamente ya se encuentra cansado, pero su sentido de la paternidad está en juego. Entonces, regañado por su esposa, el kaue abandona el nido y se lanza en picada hacia el suelo con el pedazo de francés en busca de una solución.
Súbitamente, el juego de palmas de las niñas se ve interrumpido. Un tenue rayo de sol cae sobre el rostro patricio de Wiwi, quien lo eclipsa con una de sus manos pálidas. “¿A qué hora llega mi mamá?”, se pregunta, irritada. Luego toma un breve sorbo de su termo yeti dorado. Al contacto con la luz, el termo tornasol produce un destello que llama la atención del pájaro kaue, quien, curioso, asoma a inspeccionar la fuente de semejante resplandor. Avanzando a pequeños saltos, el intrépido kaue se acerca al círculo de niñas e intenta tirar los termos empujandolos con su pico, pero las niñas se los arrebatan para beberlos.
“No puedo esperar a las regatas”, “ya quiero ir a mi casa de playa en Uaymitún”, “¿vas a venir a visitarme en las vacaciones?”, se preguntan entre sí las niñas. Entonces Wiwi mira hacia al cielo y observa las condiciones del tiempo: si sopla el viento hacia el este o el oeste, si se nubla o llueve. Trata de mirar el comportamiento de los animales y escuchar el crujido de las ramas. Su contemplación es interrumpida abruptamente por un claxon que anuncia la llegada de la camioneta Toyota. Wiwi se levanta del suelo cuidando que su falda verde con cuadros cafés no se levante, pero accidentalmente tira su termo yeti y derrama el líquido de su interior. Wiwi se despide de beso con sus compañeras, levanta su termo y se sube a la camioneta, extrañada de encontrar al volante al chofer de la familia, y no a su madre, como es costumbre.
En el rastro de su partida, un charco de agua se genera. Oportunamente, el kaue se acerca cuidando de no ser visto y remoja el pedazo de francés hasta cubrir toda su redondez irregular. Se forma entonces una pasta suave. Con delicadeza la sube al nido donde espera su esposa y, por efecto alquímico, el pedazo de francés se convierte en budín, ese delicioso postre caramelizado hecho con restos de pan. La esposa contenta eriza su plumaje café y canta después de comer las viandas.
Son las seis de la tarde, el sol comienza a ocultarse y todos los kaues migran de un árbol a otro en medio de una sinfonía de graznidos para despedir el día.
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