Cultura

UNICORNIO: Tejer historias, narrativa yucateca

Miguel ll Hernández Madero nos presenta Donato, una historia de los tiempos en que la revolución social ardía en el país, aunque en Yucatán se miraba a la distancia. Este relato fue ganador del premio nacional de cuento “Enrique Peña Gutiérrez”, de Sinaloa, en 2017
Esto daba pie para los encuentros casuales entre los jovencitos y las muchachas que ya estaban curtidas con el trabajo en sus casas y podrían fácilmente llevar un hogar propio / Especial

CRECIMIENTO Y PARTICIPACIÓN

Desde la ventana la mirada del anciano se perdía en la noche, atenta a la llegada del esposo de su nieta. Desde que lo conoció supo que era un mal hombre, pero nunca quiso influir en ella. Ni siquiera opinó cuando ella le pidió permiso para casarse.

Donato dejó de ver por la ventana y miró hacia donde dormían intranquilos su nieta y los dos hijos de ella, una niña y un niño, sus bisnietos. Él trataba de alegrarles la vida, contándoles cuentos y enseñándoles a plantar flores en la entrada de la casa, pero sus fuerzas no eran sufi cientes para darles el cuidado que necesitaban. Ya nadie podía adivinar en él la fi gura del hombre fuerte que alguna vez fue y que ahora languidecía sentado en una silla junto a la ventana, viendo siempre hacia la calle.

En su vejez solamente tenía una caja de latón en la que guardaba cosas personales y que a nadie dejaba tocar. Incluso el esposo de su nieta había intentado arrebatársela, pensando que guardaba monedas antiguas, pero no había podido con la resistencia del viejo, sumado a la defensa que hiciera de él su nieta.

-¡Déjalo, Jorge!, antes me matas que dejar que lo lastimes- exclamó en ese entonces su nieta Guadalupe y el resultado fue que su marido ebrio la dejó inconsciente a golpes para después dormir junto al cuerpo sangrante de la mujer y con la desesperación e impotencia de Donato. Así había sido siempre. Una vida de golpes. Sacudió la cabeza para disipar los recuerdos y se concentró en los sonidos nocturnos y en sentir en la cara el suave viento de la noche. Pero los recuerdos no se iban y nuevamente divagó.

Revivió los momentos cuando había deseado morir para reunirse con su esposa y su hijo, el pequeño Donato muertos 60 años atrás y él no lo pudo evitar

Las lágrimas llegaron y bajó la cabeza. -Ya está llorando de nuevo, viejo ridículo. ¿Por qué no se muere de una vez y nos deja en paz? -escuchó a Jorge, quien recién llegaba, borracho, como de costumbre.

Guadalupe despertó sobresaltada, primero arropó a sus hijos y se levantó a atender a su marido.

-¿Vas a comer?, te dejamos frijoles y un pedazo de carne asada -preguntó con temor. -No quiero nada, vengo lleno, comí como rey, no como tú, que vives en esta miseria.

-Es que no me das para el gasto, apenas salimos con lo que lavo y plancho -balbuceó ella.

-El dinero te alcanzaría si no tuvieras que mantener a ese viejo inútil. -¡Es mi abuelo! -Que se vaya a otra parte. -Sabes que no tiene a donde ir, que de la familia solamente yo quedo viva.

-Que se vaya a un asilo o que vaya a pedir “caridad”, que pague lo que traga, ¡aquí estorba! -¿Y tú?, ¿cómo repones la comida?, eres un mantenido… ¡Borracho y mantenido!, -dijo Donato, enojado.

Jorge se volvió hacia donde estaba el anciano y lo contempló despectivamente. Vio la fi gura endeble del hombre, quien no se podía sostener en pie y a duras penas podía hablar.

-Yo no le pego a viejos llorones, sólo por eso no hago que te calles, tú eres el inútil y además ridículo, -dijo al fi n entre risas estruendosas que acabaron por despertar a sus hijos.

Los niños vieron a su padre y se taparon con las cobijas, con temor. Nunca sabían cuando él les pegaría o cuando “estaba de buenas”. Ver el temor refl ejado en las caras de sus hijos y de su esposa le causó gracia y riéndose salió de la casa.

Donato veía todo con impotencia, lamentando que ya no pudiera levantarse para defender a los suyos, ya no era el hombre de tanto tiempo atrás…, aunque tampoco entonces había tenido éxito

Entonces, mientras su nieta y sus bisnietos volvían a conciliar el sueño, recordó a su querida esposa, Isaura, cuando la conoció, siendo apenas unos niños en un pequeño pueblo de la Península de Yucatán

Los niños jugaban después de las pesadas labores en la hacienda, mientras que las niñas ayudaban en sus casas moliendo el maíz para el día siguiente o acarreando el agua desde alguno de los pozos del pueblo. Eran pocas las familias que tenían un pozo en su solar y por ello en las tardes y muy temprano, por las mañanas, se veía la hilera de niñas y jovencitas acarreando las cubetas de agua para llenar las tinajas en sus casas, o los bebederos de los animales.

Esto daba pie para los encuentros casuales entre los jovencitos y las muchachas que ya estaban curtidas con el trabajo en sus casas y podrían fácilmente llevar un hogar propio; pero la relación de Donato e Isaura nació desde la niñez. La madre de Donato había muerto cuando él tenía tres años y por ello estaba tan unido a su padre, un duro agricultor que además criaba a sus propias vacas y chivas.

Por las mañanas el pequeño Donato recorría con su progenitor las calles de la hacienda para vender la leche recién ordeñada. El niño era el encargado de cobrar y cargar las “cuartas” en las que se medía la leche.

En estos recorridos veía a Isaura, como una niña que apenas estaba aprendiendo a caminar, afi anzada a la orilla del hipil de su madre y cuando veía a Donato le dirigía una sonrisa y lo despedía moviendo su manita.

Así pasaron los años y cuando él ya salía solo a vender la leche, era ella quien salía a comprar y sin palabras se entendían, prolongaban la compra-venta, lo más posible, en un silencioso pacto para estar más tiempo juntos.

El tiempo fue pasando y cuando Donato no estaba con sus amigos en el solar del centro del pueblo, entonces iba con Isaura, ayudándola a cargar las cubetas de agua cuando iba al pozo o platicando mientras ella molía el nixtamal.

Eran los tiempos cuando la Revolución Social ardía en el país, aunque en la Península de Yucatán las cosas se comentaban entonces como quien oye la lluvia y no se moja. Todo seguía igual, con los patrones y las tiendas de raya; las deudas que pasaban de padres a hijos; los peones casi esclavos, que envidiaban a los pocos hombres que trabajaban por su cuenta.

Para los hacendados era importante que no despertara en la zona la inquietud surgida en otras partes y por ello endurecieron, todavía más, el trato a la peonada; el ejército realizaba una vigilancia férrea. 

Con este panorama no fue extraño que se fijaran en Bonifacio, el padre de Donato, quien siempre mantuvo su orgullo de no deberle a nadie y como además sabía leer, informaba a la gente sobre lo que veía en sus frecuentes viajes a la ciudad para comprar mercancía y alimentos. Además, leía en voz alta lo que le daban, ya sea volante, novelas, periódicos o manifi estos rebeldes, porque decía que quien no sabía lo que pasaba, era peor que un ciego en el camino.

Bonifacio estaba leyendo un periódico en la placita del pueblo, rodeado de varios amigos, cuando llegó un grupo de soldados.

-¡Es la Federación! ¡Llegaron los mochos! -corrieron gritando las mujeres cuando los vieron entrar a galope.

El grupo que estaba reunido en el solar fue rápidamente rodeado y los soldados a caballo se hicieron cargo de arrear a la gente a golpes como si se tratara de animales. Una vez que estuvieron todos reunidos en el centro, el subteniente que iba al mando ordenó formarlos y recorrió con la vista cada uno de los rostros.

-¡Malagradecidos!, parecen perros que muerden la mano de quien les mata el hambre, ¿No saben que el Gobierno está haciendo todo por ustedes, para que no los roben los bandidos como está pasando en otras partes de México? Mientras, la indiada está aquí de revoltosa -gritaba y miraba las caras inexpresivas de los adultos-.

Donato no atinaba a comprender de qué se trataba eso, ellos siempre habían estado en paz. El militar hizo que llevaran hasta él a un hombre que tenían montado a caballo, con la camisa de manta rota y manchada de sangre. A golpes lo hicieron bajar del animal, para llevarlo casi arrastrando junto al oficial.

-A ver, repite aquí lo que me dijiste -le ordenó.

-Jefecito, me van a matar -balbuceó el desdichado, cuya cara hinchada daba una idea de lo que había pasado entre los soldados. -

-Nosotros cumplimos, respetamos tu vida... hasta ahora -le dijo el uniformado con una sonrisa de burla.

En torno, los caballos del regimiento se movían inquietos mientras sus jinetes no dejaban de apuntar con sus rifles hacia los hombres alineados. A unas decenas de metros había más soldados, para evitar que alguien pudiera escapar.

-Jefecito, el pueblo me va a matar -respondió en voz baja el condenado y cayó de rodillas.

Bonifacio le miró y habló serenamente, sin bajar la mirada.

-Nada hay aquí. Este pueblo está indefenso. No estamos armados. Nadie se ha rebelado. Queremos vivir en paz, cuidar nuestras familias y trabajar como Dios manda...- un fuetazo cruzó la cara de Bonifacio, cortando bruscamente sus palabras.

-Aquí solamente se habla cuando yo lo digo, -le gritó el subteniente, quien antes de poder saber de qué se trataba, recibió un golpe del campesino en respuesta. 

Al caer el oficial al suelo con la nariz chorreando sangre, los soldados más cercanos le cayeron a culatazos a Bonifacio y el joven Donato, ya de 18 años, se abalanzó contra ellos para defender a su padre. Poco pudo hacer, la culata de un rifle estalló en su cabeza y perdió el sentido. Despertó sintiendo unas manos duras, pero pequeñas sobre su cara.

-Gracias a Dios que despertaste, pensé que te habían matado -escuchó la voz de Isaura.

La muchacha siguió hablando mientras colocaba unos paños en la cabeza del joven, vendándole la herida que le produjo el golpe.

-Tienes que descansar ahora, porque creo que te debes ir pronto. Los soldados se llevaron a tu papá y a otros doce más, que porque tienen la pinta de “alzados” -explicó.

-¿A dónde se los llevaron? -Al cuartel que está a siete leguas de, aquí respondió una voz desde atrás. Ambos miraron en dirección al recién llegado y vieron que se trataba de Alfredo, uno de los amigos de la infancia de Donato. Al incorporarse de la hamaca donde lo habían acostado, el muchacho se dio cuenta de que estaba en casa de Isaura.

-Te trajimos aquí, porque los soldados quemaron tu casa, buscando armas o escritos que pudiera tener tu papá -explicó la muchacha bajando la cabeza y retorciendo con sus manos la tela de su hipil.

Él se sintió emocionado al darse cuenta que ella temía por él. Por primera vez la abrazó dejándola muy cerca de su pecho.

-Isaura, ¿quieres venir conmigo?

-Sí, cuando tú lo digas.

Después de eso Donato habló con los padres de la muchacha, encomendándola hasta que él regresara, porque con otros jóvenes del pueblo iría al cuartel para tratar de hacer algo por los detenidos. Antes de partir fue a donde estaban las cenizas de su casa y desenterró un estuche con una pistola que era de su padre, así como una caja de balas.

El grupo de 20 muchachos salió en la tarde, había quienes llevaban la escopeta que les servía para cazar y que guardaban en unas cuevas fuera del caserío. Los más iban con sus machetes amarrados a la cintura.

Casi al amanecer llegaron hasta el poblado donde estaba el cuartel. Habían caminado el resto de la tarde y toda la noche escondiéndose de las patrullas de soldados que andaban por los caminos.

Cuando llegaron decidieron que unos cuantos entraran llevando una pieza de venado que habían cazado durante la noche, con el pretexto de vender la carne.

Los demás se quedaron esperando entre el monte.

Ya estaba por atardecer nuevamente cuando vieron llegar a sus compañeros sudorosos.

-Tenemos que sacarlos hoy -dijo uno de ellos.

-¿Cómo? ¿A pedradas? ¿A mentadas de madre? ¿O nos presentamos al cuartel y les decimos a los soldados que nos los entreguen por favor? -señaló irónico Juan José, el más joven del grupo.

Donato miró a Alfredo y a Felipe, sus grandes amigos, quienes habían ido al pueblo y el primero sentenció:

-Si no hacemos algo hoy, olvídense de sus padres, porque los fusilan al amanecer.

-No tenemos armas.

-Pero algo podremos hacer.

-No podemos atacar el cuartel, pero si entramos sería distinto -opinó Donato

-Podemos caerle a una de las patrullas que salen, son sólo seis y a veces llegan a diez los que van en cada partida. Nos uniformamos y llevamos a los demás como si fueran prisioneros. Así podríamos entrar- completó Alfredo.

El plan les pareció bueno y entendieron que por primera vez tendrían que matar a un hombre. A la medianoche, cuando ya perdían toda esperanza de cumplir con su plan, encontraron a un grupo de nueve soldados en torno a una fogata, con un centinela.

Para ellos, acostumbrados a andar en el monte para cazar y proveerse de carne, fue fácil sorprender al vigilante, pero no pudieron evitar que despertaran los demás, entablándose una lucha cuerpo a cuerpo, en la que cayeron dos de los jóvenes, pero los demás lograron acabar con los uniformados.

Al poco rato ya estaban vestidos con los uniformes y se dirigieron al cuartel, llevando a los demás a pie, como prisioneros. Con los fusiles capturados, ya disponían de más armas de fuego. Alfredo, el más vivo de ellos, se había fi jado del movimiento de entrada y salida de los soldados. Confi ado en su suerte se puso al frente.

-¡Cabo de guardia! Tropa armada -avisó el centinela, provocando que el grupo se detuviera.

A los pocos segundos se escuchó una voz diferente.

-¿Quien vive? -¡México! -contestó Alfredo rogando por dentro que hubiese escuchado anteriormente la respuesta correcta.

Unos minutos más y la puerta del cuartel se abrió. -Entran nueve elementos de tropa y nueve prisioneros -escucharon que se corría la voz entre los vigías.

El ofi cial de permanencia se encontraba en esos momentos revisando el armamento que sería usado en los fusilamientos de horas después, por lo que solamente estaba el cabo de guardia en la entrada.

Una vez que traspusieron las puertas, los “prisioneros”, se abalanzaron sobre los vigías, quienes cayeron bajo los machetazos, mientras sus compañeros uniformados se dirigían a donde estaban los demás caballos, tratando de adivinar dónde estaban los calabozos. Una vez más la suerte estuvo de su parte, porque vieron salir en esos momentos a un sacerdote de una barraca.

-Es ahí, ya les llevaron al Padre para confesarlos -murmuró Felipe.

El grupo amarró los caballos convenientemente, confi ando que sus compañeros que habían quedado en la entrada, no tuvieran problemas.

Avanzaron tranquilamente hacia el edifi cio y al entrar empezaron los problemas, porque se toparon de frente con un capitán.

-¿Quiénes son ustedes? -les preguntó con voz severa.

-Pasábamos por aquí y venimos a saludarles, bola de maricones -dijo Donato, sin poderse contener al ver detrás al subteniente que había estado en el pueblo. Alfredo no esperó más y clavó el marrazo en el cuello del capitán mientras Felipe se lanzaba sobre el subteniente y le tapaba la boca para ahogar sus gritos.

Los restantes siete entraron rápidamente a los calabozos y se enfrentaron a los cuatro soldados que estaban de guardia, ayudándoles la sorpresa, aunque perdieron a uno más. Hasta ese momento no habían disparado un sólo tiro. En poco tiempo ya habían liberado a sus padres y se armaron y pertrecharon todos. En eso oyeron disparos provenientes de la puerta de entrada y vieron salir a la tropa de los barracones.

-Ahora es cuando, vamos a correr aprovechando que está oscuro -ordenó Bonifacio, quien automáticamente se había erigido en el líder.

Fue necesario que se abrieran paso a balazos hasta llegar a la puerta, donde sus compañeros se enfrentaban a una patrulla que regresaba de su ronda.

Como pudieron, los que estaban en la puerta se subieron a los caballos de quienes ya escapaban y se perdieron en la noche.

Después de ello estuvieran a salto de mata hasta que llegaron noticias de que Porfirio Díaz había sido derrocado y estaba exiliado. Donato e Isaura compartieron esa vida de huida, entre el monte y caseríos dispersos. En estas condiciones nació el primogénito.

Cuando todo pasó, regresaron a su pueblo y ahí se afi ncaron, levantando una nueva casa donde antes estuvo la vivienda de Bonifacio, quien murió poco tiempo después de nacer su segunda nieta. La tercera de las hijas de Donato e Isaura fue la madre de Guadalupe.

Para el pueblo parecían tan ajenas las cosas que se decían en el centro del país. Solamente se enteraron años después que había surgido un confl icto entre el Gobierno y la Iglesia, cuando escucharon que el cura llamó a misa y dijo que la capilla se cerraba desde esa medianoche, hasta que el Gobierno recapacitara y dejara “las cosas de Dios en paz”. Con ello nuevamente hubo noticias de gente armada en otros lugares.

Sin embargo eso no los mantuvo aparte del problema porque un grupo llegó y reunió a todo el pueblo, con lujo de violencia, mientras otros quemaban los registros y archivos de la autoridad civil. Después el cabecilla les pidió que entregaran las armas que tuvieran y el dinero. Nadie entendía de qué se trataba pero sí estaban seguros de que no eran militares.

-¿Para qué quieren armas?- preguntó Donato, recordando el ejemplo de su padre.

-Para que sigamos peleando contra el Diablo y en defensa de Dios Nuestro Señor- contestó el cabecilla.

-La lucha se está haciendo lejos de aquí. Además Dios no roba. Dios no mata- dijo Donato y al igual que su padre años antes, fue golpeado por varios hombres.

Su hijo, ya un robusto joven, trató de intervenir, pero uno de los “cristeros”, quizá nervioso, le dio un balazo e Isaura hecha una fi era al ver caídos a su esposo y a su hijo, esgrimió la coa que llevaba en la mano y con ella le partió el cráneo al cabecilla. La muerte de la mujer fue rápida, víctima de varios balazos. Después, los alzados, asustados por lo que acababan de hacer, se retiraron lentamente, mientras el golpeado se arrastraba soportando sus dolores hasta donde estaban los dos cadáveres. Donato lloró largo rato abrazando los cuerpos de su esposa e hijo y no dejó que nadie más los tocara.

Con sus hijas cavó las tumbas y los veló, para enterrarlos al día siguiente. Luego desapareció. Pasado un tiempo, los habitantes del pueblo escucharon noticias de que a un grupo de autollamados “cristeros” lo habían volado con dinamita cuando descansaban.

Por la mente de todos pasó el nombre de Donato, quien regresó a su casa pocos días después del hecho y nadie hizo comentario alguno; él tampoco quiso hablar con nadie. Conforme pasaron los años, él esperó la llegada de nietos para alegrarse en su vejez, pero lamentablemente sólo tuvo una, con quien fue a vivir.

El anciano terminó de repasar su vida y no pudo evitar un sobresalto cuando regresó Jorge, pateando la puerta.

-Ya llegué y necesito dinero -gritó mientras despertaba violentamente a Guadalupe.

-No tengo dinero, tú no das nada.

-Pon a trabajar a tus hijos -exigió él y la empujó contra el suelo.

-¡Trabaja tú!, es tu obligación -gritó el abuelo.

-Tu no me digas nada, eres un inútil, chillón, por eso no tienes nada y comes sólo frijoles -dijo burlándose.

-En mi juventud hice muchas cosas y comí mejor que tú, ¡infeliz! -gritó Donato y el esposo de su nieta le golpeó con furia. El anciano cayó al suelo con los labios rotos.

Guadalupe al ver que pegaban a su abuelo, se le fue encima a su esposo y eso hizo revivir una escena al anciano. Mientras Jorge golpeaba con saña a la mujer, Donato se arrastró hasta una silla para apoyarse en ella y levantarse.

Jorge al ver de reojo el movimiento del abuelo, observó también que la caja de latón estaba en el suelo y la levantó pensando que habría dinero. Con un cuchillo forzó la chapa y encontró solamente papeles y viejas fotos.

-Esto es basura -dijo y tiró el contenido a la calle.

Guadalupe, indignada por la acción de Jorge le dio una bofetada, olvidándose del dolor de sus golpes. El hombre la derribó y cuando estaba pateándola, sus hijos intervinieron y también fueron víctimas del energúmeno.

Donato sintió un gran dolor en el pecho y vio detrás, en el umbral de la puerta, a su hijo, a sus amigos Alfredo y Felipe, quienes le invitaban a acompañarles. Deseó abandonarse al dolor y sintió como un suave sopor le invadía mientras se sentaba en la silla, pero vio también a sus bisnietos tirados en el suelo mientras su nieta recibía más golpes de Jorge.

Y el anciano se levantó y caminó con paso firme, como lo hiciera cuando acudió a rescatar a su padre. Entonces tomó de los hombros a Jorge.

-¡Suéltame viejo o aquí te mueres! -le gritó Jorge y sacó una navaja del bolsillo de su pantalón.

El viejo recordó sus tiempos de juventud y puso su mano derecha sobre el cuello de Jorge.

Donato solamente sintió un pequeño golpe en el pecho cuando fue herido con la navaja. En un solo movimiento cerró sus dedos en la tráquea del ebrio. Sin esfuerzo aparente rompió los huesos.

Todo pasó rápido, Jorge cayó muerto y Donato se sentó nuevamente, mientras Guadalupe y sus hijos se acercaban a atenderlo.

-Abuelo, ¿Por qué lo hiciste?, sabías que él te podía lastimar.

-El ya no lastimará a nadie y por mí, ya no te preocupes. Vende los terrenos que quedaron el pueblo e inicia una nueva vida. Esos son los papeles que estaban en el cofre -les contestó mientras dirigía la mirada hacia la puerta

Entonces ya no sintió la atadura de su cuerpo y volvió a ser fuerte. Se levantó dejando a un lado a los niños y a su nieta, hasta llegar a la puerta, donde le aguardaban.

-Te hemos estado esperando -dijo Donato, su hijo.

-Tenía cosas qué hacer -respondió.

-Lo sabemos- habló Alfredo.

-Papá, hay personas que te esperan -observó su hijo.

Al mirar a la calle, vio, desde el umbral, a sus padres, a sus hijas y más atrás, sonriéndole como siempre, estaba Isaura, esperándole para continuar juntos su camino. Antes de salir volteó hacia la sala y vio el viejo cuerpo cansado, que acababa de abandonar.

Sintió las manos de Isaura abrazándole y emprendieron el camino, mientras detrás de ellos, junto a la puerta, se abrían las fl ores que quedaban como recuerdo del viejo guerrero que había aguardado en ese lugar. 

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NM