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Cultura

UNICORNIO: Narrativa costumbrista

Luis Sierra Martínez nos presenta Micaela, una historia de la lucha de una mujer tsotsil por mantener a su familia y recuperar a su esposo encarcelado
El Municipio de Micaela no es de los más importantes de los Altos de Chiapas, pero sí el más reciente, después de una historia de grandeza
El Municipio de Micaela no es de los más importantes de los Altos de Chiapas, pero sí el más reciente, después de una historia de grandeza / Especial

Micaela

Luis Sierra Martínez

El amanecer despertaba de su largo letargo. Los rayos de luz cruzaban como pinceladas la espesura de la niebla, persistente y continua, que empapaba con su tacto los cerros empinados, el bosque silencioso, los caminos intrincados, las milpas lánguidas, el pueblo agonizante.

Antes de que los rayos colorearan las agujeradas paredes de madera y el techo de yerbas de la choza, en la cumbre de uno de los cerros que bordean y protegen al poblado de Cancuc, Micaela ya se encontraba frente al fogón, a una hora en que uno siente que el pecho se le hace chiquito por el frío. Como todos los días, todos los años y todas las generaciones, preparaba la masa mientras le daba el desayuno a sus dos hijos: frijoles, tortillas y café. Micaela además comía chile.

Había tenido un sueño muy raro y lo recordaba. Su Juan volvía después de tres años de estar encerrado en la cárcel de San Cristóbal de Las Casas. Pero regresaba no como un hombre, sino como una serpiente que se escondía, enroscada, bajo el catre, en espera de una mano desconocida para morderla.

La culpa de su sueño la había tenido su Juan. El domingo pasado, cuando fue a visitarlo y recoger las artesanías de los reos, que luego vendía, junto con las suyas, en el atrio del exconvento de Santo Domino, en San Cristóbal, su Juan le murmuró en tzotzil, muy despacio y al oído, para que no se enteren ni los mismísimos santos, “en el cumpleaños de la Asunción te tengo una sorpresa para que volvamos a estar juntos y busque los pesos para aliviar a nuestro pequeño Anivdelaban de la tosecita que le aqueja. ¡Pero no puedes decirlo a nadie porque me condenas!”, le sentenció.

Ya no quiso pensar más. Descalza y vistiendo su única muda, un traje típico deshilachado por el uso -una blusa blanca y una falda color gris rata de lana burdamente tejida-, se amarró a su hijo en la espalda con un rebozo, tomó de la mano a la pequeña, salió de su choza, bajó despacio para no resbalar por lo empinado y húmedo del cerro y se dirigió al centro del poblado para tomar la combi que los llevaría a San Cristóbal.

No importaba la hora. Si la combi salía temprano y llegaba antes que los celadores permitieran la entrada de los visitantes, esperaba. Y si la combi llegaba tarde, simplemente entraba, le daba a su Juan los alimentos que le preparó y el dinerito que obtuvo por vender las artesanías que vendió junto con la Asunción y las de los reos; mandaba a sus hijos a jugar un rato; hacían el amor como siempre: silenciosa, pero profundamente, sin caricias, palabras y quejidos, pero con todo el placer reprimido; tomaba las artesanías que los reos habían elaborado y salía del penal.

El tiempo era lo de menos para Micaela. Sin embargo, su Juan y los hombres del pueblo solo pensaban en trabajar para comprar un reloj, “ques’que para sentirse más importantes”. Su Juan tiene un Oriente que no se quita ni para hacer el amor, al que solo se digna brindarle una mirada, y eso frecuentemente cuando está acompañado. Para qué quiere saber la hora si desde pequeño se acostumbró a despertar cuando el sol comenzaba a iluminar el cielo en porciones. Era fi el discípulo de sus tradiciones: en época de trabajar la tierra, parte después del desayuno y no regresa hasta que el astro rey inicia su descenso en el firmamento y lo tiñe de rojo. Entonces, come, se emborracha y se duerme, no sin antes hacer el amor con Micaela, sin palabras, caricias y quejidos. Si no es época, se sienta en la puerta y se emborracha solo o con sus amigos. Y para eso, no necesita saber la hora.

El Municipio de Micaela no es de los más importantes de los Altos de Chiapas, pero sí el más reciente, después de una historia de grandeza, sublevaciones indígenas, derrotas, muerte y resurrección. La calle principal, de tres cuadras, desaparece por ambos lados, al serpentear por las laderas de las montañas. La flanquean una docena de casas, el edificio de gobierno y la plaza, un solar delimitado por árboles con un kiosco simple al centro y la iglesia a un costado, blanca, gigantesca ante las casas del pueblo y sin adornos exteriores.

La mayoría del pueblo vive entre cerros heridos por lengüetas amarillas del trabajo de la milpa, en chozas que salpican el paisaje de árboles velados casi todo el año por la niebla. Ahí de pie, inmóvil, frente al edificio de Gobierno, de dos cuartos y una celda en su parte posterior, donde estuvo cautivo su Juan antes de que se lo llevaran a San Cristóbal, Micaela, cargando al pequeño en su espalda y con la Asunción apresada por su mano fuerte y áspera, esperó pacientemente la combi, con esa paciencia que raya en terquedad, pero ha permitido la sobrevivencia de su pueblo, a pesar de la llegada de los cashlanes hace ya más de 500 años.

Al llegar a la ciudad se encaminó, sin levantar la vista, hasta el penal. Desde chica aprendió a no levantar la mirada en el diario, andar, fija en la huella del hombre, siguiéndolo, asumiendo su rol. Por generaciones, Micaela aprendió lo correcto: Juan, el jefe, encabeza la procesión, y luego, cazando la huella del que va adelante, Micaela y los niños. Juan calza tenis y su único encargo es cargar el morral con el pozol, una jícara y el posh, bebida alcohólica fermentada con fertilizante que nunca falta; Micaela, muda, con la cabeza baja y la mirada prendida en las pisadas imaginarias que deja su marido, camina descalza, al igual que sus hijos. A veces carga al menor, otras la leña y las demás todo lo necesario. Eventualmente, la hija mayor la ayuda.

En el edificio colonial de La Merced, que alberga al penal, y después de pasar frente a las oficinas del Ministerio Público, Policía Judicial del Estado y Juez, Micaela llegó a la reja que conduce al interior de la cárcel. No tuvo necesidad de esperar, Pedro, el guardia, la conoce. Robusta, menor al uno sesenta de estatura, cara y cuerpo redondos, Micaela la cruzó como todos los domingos.

De rostro inexpresivo y cuarteado por el sol, polvo y trabajo de todos los días, sin excepción, frente al bracero, entró al reclusorio con el pequeño Juan Anivdelaban, el primer nombre como el padre y el segundo del santoral de 24 de febrero, pingando dentro del rebozo y sacando la cabecita que asomaba sobre los hombros de su madre, y jalando de la mano a Micaela Asunción que hoy, 15 de agosto, cumplió seis años de edad. 

Sin poderlo remediar, a pesar de proponérselo todos los domingos al entrar al penal, recordó el día que su marido llegó a la casa temblando y sudoroso, después de intentar infructuosamente con su compadre Nicanor un asalto a un camión cervecero, con una pistola que no sabía si servía, ya que se las prestó el Tata, quién la portó en la Revolución, pero en realidad nunca se presentó la oportunidad de ser disparada.

En las noches posteriores, su Juan solo daba vueltas a la cama, sin poder pegar el ojo. Las provisiones se habían acabado. En ese año, como casi todos los que recordaba, la cosecha de la milpa no fue suficiente. Ya para acabarla de fregar, Juan Anivdelaban, quien apenas tenía dos meses de nacido, estaba malito de la tos y no se quería aliviar, a pesar de haberlo llevado dos veces a la choza sombría, de piso de tierra y paredes y techo de ramas, iluminadas por varias docenas de velas delgadas que precedían la imagen de la Virgen María, donde Doña Susanita, la ancestral yerbera del pueblo, le rociaba con sus manos escuálidas, para espantarle el mal de ojo, un preparado de hierbas, un huevo, una coca cola, posh y plumas de gallina.

El asalto resultó un fracaso por el nerviosismo de los asaltantes, quienes corrieron al bajar el chofer con un tubo. La intención fue suficiente para que la justicia extendiera sus garras. El sargento Catzín y el cabo Lorenzo, policías municipales, llegaron una semana después para encerrar a Juan en la celda del Palacio Municipal, acusado del robo de un millón de pesos. En la celda, como manda la tradición, Juan fue tuzado, encuerado y amarrado. A los tres días el Ministerio Público y la Policía Judicial de la región, con sede en San Cristóbal, se lo llevaron a la cárcel de la Merced.

Después de los tehuacanazos, golpes en las partes blandas y el pocito que entre risas le obsequiaron los judiciales de bienvenida en el torreón del edificio de la Merced, Juan juró que se robó el dinero, al tono que se lo pidieron los judiciales. Lo sentenciaron a seis años y cada domingo, sin importar que temblara, lloviera o se enfermara, Micaela lo visitaba.

Al entrar la indígena al penal, su Juan se daba importancia, hacía como que no la veía mientras jugaba con los demás internos en la cancha de básquetbol y patio principal. Ella, respetando su destino, esperaba a que terminara. Pero esta vez, Juan no estaba entre el bulto que corría tras la pelota, en un juego de todos contra todos y el primero que acierte al aro gana, sin importar en cuál canasta. Era fácil de distinguir, su cabeza sobresalía de las otras, aparte de ser delgado.

“Para que volvamos a estar juntos”, recordó Micaela. Regresó la mirada al suelo y se dirigió, mecánicamente, al taller de artesanías, donde seguramente la esperaba su Juan. Estaba al otro lado del patio. Lentamente con paso ancestral, aunque tenía curiosidad por saber la sorpresa que le deparaba su marido, le dio la vuelta cargando a su hijo y seguida de la niña que tenía clavada la mirada en el piso desde que salió de la choza. Al llegar a la puerta de carrizo, del cuarto de paredes de adobe y el techo de láminas de cartón en el que los internos moldean la madera, creando desde un adorno hasta un mueble decorado, Micaela sin levantar la vista tocó levemente con los nudillos y tosió para hacer notar su presencia.

“Entra Micaela”, se escuchó desde el interior, en su dialecto, una voz que parecía venir de lo más profundo del inframundo, lo que estremeció a la indígena, hizo llorar al pequeño y paralizó a la Asunción. Al sobreponerse de la impresión, traspasó la puerta, después de callar a Anivdelaban y jalar a la niña que se negaba a moverse. En el interior no se veía persona alguna, lo que avivó el miedo que los tres sentían. Las máquinas estaban alineadas al fondo, y junto a ellas una mesa con una caja grande de cartón, bien amarrada y con un rebozo encima.

“¿Mujer? ¡Aquí estoy!”, salió una voz del interior de la caja que Micaela distinguió como la de su Juan. Tímidamente y con recelo, se acercó y esperó a que su hombre le ordenara.

-¿Micaela…?

-¡Mi Juan! -susurró.

-Amarra el rebozo a la caja y sácame de aquí.

Micaela dudó unos segundos. Se desamarró al pequeño y se lo pasó a la Asunción para que lo cargara a la espalda como lo hacía al recoger la leña en el campo. Amarró las puntas del rebozo a las cuerdas que afianzaban la caja y se lo colocó en la frente, para soportar todo el peso con la cabeza y la espalda, endurecidas como un roble.

Por primera vez en un año de visita, implorando a los santos, alzó los ojos al techo, tapizado de agujeros decorados por el cielo y las nubes. Recordó lo valioso que es su Juan para alimentar y proteger a la familia; se armó de valor, lanzó un pujido silencioso y levantó la caja de la mesa, con su Juan adentro. El esfuerzo la hizo soltar una flatulencia y enrojeció su rostro. Su cuerpo se tensó, los músculos moldearon su cuerpo y los glúteos se endurecieron.

El primer problema pasó. Por la experiencia de toda su vida cargando cosas pesadas, pero no más que esta, sabía que tenía que moverse para iniciar su pesar, con el bulto a la espalda, colgando de la cabeza. Como un péndulo inició sus movimientos. Se lanzó hacia delante, encaminándose a la puerta, llevando a Asunción al frente, haciendo camino. Al abrir está la puerta, Micaela dudó. De la caja salió un suplicio: “No me falles ahora, Micaela”. Con huidiza mirada alzó la vista y captó su entorno. Todo seguía igual. No podía volver a dudar, se darían cuenta de que se llevaba a su Juan. 

Al salir del taller, retornó por sus pisadas. Los internos continuaban enfrascados en el juego y los que solo observaban se alejaban de ella, como si portará una enfermedad contagiosa, para no ser cómplices de lo que se gestaba. Nadie la saludó a pesar de ser ampliamente conocida, lo que la puso nerviosa, sin embargo, su rostro esculpido en piedra por generaciones permaneció como todos los días, horas y minutos, cuando dormía o hacía el amor, sin gesto alguno.

Llego a la reja y esperó, mirada baja, a que la abriera el celador con sus manos pequeñas y regordetas. A pesar del frío, Micaela sudaba copiosamente.

La estrechez de la puerta no permitió que pasara francamente. Pedro la observó.

-Trabajaron los reos, Micaela, -exclamó con voz chillona, se acomidió y la ayudó a pasar del otro lado.

Ahora venía lo más difícil. Subir 30 escalones que conducen al pasillo que une al penal con él edifico de la Merced y donde, siempre abiertas, están las oficinas de las autoridades judiciales. Sujetó con las manos el rebozo para ayudarse con el fardo, se encorvó aún más y comenzó su penoso calvario. La sangre se agolpaba en las sienes. En cada escalón, las piernas temblaban, pero pensaba en su Juan, en el sustento de su familia.

Asunción, absorta con su carga y sin despegar la mirada del suelo, seguía a su madre.

La puerta del pasillo la obstruía un guardia desconocido que, fastidiado, limpiaba su viejo rifle. Sin detenerse, siguió su camino. El uniformado le dirigió una mirada inquisidora. Sintió que las piernas le fallaban. Regresó su mirada al rifle, se hizo a un lado y la indígena cruzó. Lanzó un suspiro y continuó con su peregrinaje.

Al cruzar los separos de la judicial, la última puerta antes de salir del inmueble, sintió una heladez al escuchar que el comandante Martínez gritaba, con tono Marcial, su nombre.

-¡Micaela!

Quedó petrificada y detuvo su andar. Robusto, cara redonda, con un intento de bigote sobre sus gruesos labios, el oficial salió de su oficina.

-Micaela, no te vayas a robar el dinero de los reos o acompañarás a tu Juan… después de hacernos compañía-, soltó una carcajada y regresó al cuarto.

La tzotzil respiró profundamente. Pero un terror seco la invadió al no poder dar un paso más por lo pesado y penoso de la carga. Con un esfuerzo sobrehumano, se balanceó y continuó. Restaban diez pasos para salir del pasillo, subir unas pequeñas escaleras y llegar a la calle.

En el último escalón y a orillas de la calle sintió desfallecer su cuerpo, que no respondía. Los músculos se petrificaron. Un rictus de dolor, cansancio, fatiga, desesperanza, asomo en sus labios, el primero desde que se convirtió en mujer, a los 16 años de edad. El peso de la caja se volvió insoportable, una losa.

Unos policías platicaban afuera del edificio, en la cama de una camioneta, sin ocuparse de ella; sin embargo, sentía todas las miradas puestas en su persona, un peso agregado al bulto que cargaba.

Micaela sacó fuerzas de la profundidad de su bajo vientre y se encaminó a la esquina del parque que da entrada al edificio. El cuerpo contuso, que ya no sentía, continuó su camino gracias a la pendiente abajo de la calle y su fortaleza ancestral contra las adversidades que ponen en peligro a su hombre.

Al llegar a la esquina ya no pudo más. Un segundo rictus de agonía se resquebrajó por sus labios. Con un seco y sordo ruido cayó sobre la acera mientras de la caja salían unos gritos que imploraban:

-¡Sácame de aquí!

Ante el desfallecimiento de la madre, Asunción, apresurada, desató las cuerdas que amarraban la caja.

Juan saltó de la caja como liebre. Al dar vuelta a la esquina lanzó una mirada a su mujer, le agradeció con los ojos la libertad. Ella, inmóvil, con los ojos cerrados, recogió el suspiro

Poco a poco, Micaela abrió los ojos. Un tercer rictus, este de alegría, iluminó fugazmente su rostro. Fue el último que emitió hasta su muerte. Lentamente, adolorida, se levantó. Dejó la caja a un lado, le quitó el pequeño a la Asunción, lo sujetó a la espalda con el rebozo y se encaminó a su choza, como si nada hubiese pasado, con la seguridad de que su Juan llegaría en la madrugada, borracho, después de visitar a sus amigos y su otra mujer.

Pero nada importaba, ya que la familia tendrá otra vez un hombre que vele por ella.

Luis Sierra Martínez nació en la Ciudad de México y estudio la Licenciatura en Antropología Social en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán. Incursionó en el periodismo en 1989 como corresponsal en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, de la Agencia Mexicana de Noticias. En 1998 ganó el Concurso Municipal de Poesía y Cuento Mérida 1998, en la modalidad de cuento, con la obra Micaela. En 2003 obtuvo el primer lugar en el Segundo Premio Estatal de Periodismo convocado por el Consejo Coordinador Empresarial de Yucatán, A.C. con el reportaje La otra cara de Mérida, y en 2016 ganó el Premio al Periodismo Heineken 2016 en la modalidad de crónica con La tumba de Xoclán que está en el olvido.

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NM

 

 

 

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