Para Luz Ariadne
III
Al pasearse en la calle, el uniforme de guardia —que de ningún modo resplandecía con el eco de la mañana— le imprimía a Santo Pat cierto porte de autoridad; pero nada más con verlo de cerca, uno se percataba de que parecía un policía anticuado e inepto. La gente se preguntaba cómo podía ese hombre, desmirriado y fofo, aplicar la ley de alguna forma.
Para las autoridades del bachillerato donde trabajaba, él sólo era otra pieza de inventario: no más importante que un taburete o una maceta. No lo despedían para ahorrarse el monto de su liquidación, cuyos intereses ascendían al total de poco más de treinta años de servicio; la administración prefería esperar a que muriera. No estaban enterados de que para Santo Pat el asunto era indiferente: consideraba que desde hacía mucho se habían extinto sus mejores años; si seguía viviendo era por pura costumbre. Que alguien le diese un dinero para pasar sus últimos días sin tanta miseria, estaba bien; pero si no sucedía, tampoco iba a perder el sueño por eso.
A Santo le gustaba trabajar como vigilante en ese lugar, porque ahí, él y el tiempo se la pasaban asesinándose a gusto. Su única recreación era sentarse de nueve a cinco a mirar las lejanas palomas que desfilaban en el parque, las hojas muertas en el jardín principal o las nalgas de las jovencitas inscritas en aquel colegio de arte, que en el siglo pasado había funcionado como penitenciaría estatal. Los chamacos que más chillaban sobre la libertad, tomando sus clases en esa arruinada excárcel. Nuestro viejo entendía de ironías, y se deleitaba oyendo las voces del alumnado que a veces parloteaban sobre ese y otros temas.
Pat Villacera poseía una libreta en la cual anotaba sus observaciones del acontecer diario en el edificio: la bitácora donde iba enumerando las cosas más relevantes de la jornada, incluyendo descarados apuntes sobre esas vidas casi infantiles que hubiera deseado vivir otra vez; dibujaba lascivos garabatos, o anotaba los rasgos de las personas que entraban y salían del recinto. Eran los mapas de un melancólico morboso experto.
Juan, el chaparro, agarró la mano de otro chamaco, yo creo que es maricón.
Julieta, la gorda, mastica con la bocota abierta.
Leticia, la ruidosa, se saltó tres clases.
El viejo se deshacía en bosquejos y comentarios de situaciones que no debían concernirle, rodeos rutinarios de adolescentes, momentos insinuados de historias que guardaban una promesa de felicidad que él ya no tenía. Santo era un anciano resignado a ser un bulto. Después de la muerte de su esposa, Viana, nada le importó. De chiripa se le antojó seguir respirando; como si sus sentimientos se hubieran secado igual que un débil río que no llegara al mar, había decidido seguir la carrera hasta la tumba. No estaba mal ser vigilante y ya.
Y es que hubiera podido llegar hasta el panteón con esa apacible existencia, sin quejarse; pero su mundo se había trastocado. Y de súbito, la nada se volvió algo. ¡Ah, qué Dios tan juguetón y tan cabrón! En los últimos tiempos, había aparecido un prodigio que le hizo recobrar algo parecido a la fe y al deseo: no un algo, sino un alguien. Había hallado su posibilidad innegable de redención, desde el inicio del ciclo escolar. Ese tormento inesperado tenía santo, seña y nombre: Brisa Puentes Moseé.
Ella era una bellísima alumna de nuevo ingreso que, apenas miró, le apachurró el grasiento corazón, provocando que recordara su propia juventud, cuando aún no había mandado al diablo al mundo. Amor, amor, amor, verde y prohibido amor. Pensándola, Santo evocaba una limpia y antiquísima pasión por el sueño de su vida: aquel ímpetu de llegar a ser teatrero y poner un taller de títeres que fabricase él mismo, para después formar una compañía que se presentara en un lugarcito de la ciudad con obras infantiles que él mismo escribiría. Sí, sus sueños quizá habían sido de bajo vuelo, pero rebosaron de honestidad y cariño.
***
Cuando conoció a Viana, a los veinte años, la idea de ser artista y contribuir a la cultura de su pueblo germinó en su interior como un fiero volcán… Tuvo ideas, se volvió loco de alegría al imaginar mil proyectos que los iban a hacer un matrimonio prolífico y feliz. Se veía codeándose con la élite del Estado, de la nación, del continente; soñaba con ser reconocido, aunque fuera poco, y lo más importante: deseaba que los niños nunca olvidaran sus obras, que recordaran el contacto con los infinitos mundos posibles que él creaba y desarrollaran un desmedido amor por las historias. Sí… Era ese un futuro hermoso, un futuro posible.
Pero…
La realidad cayó en él como mierda de caballo. Para empezar, nunca encajó en el selecto grupo de los hacedores de teatro: en parte por su actitud (siempre tan enojón y sarcástico, cosa que exasperaba a la gente desde el primer instante) y también por sus medios económicos, cuya cifra más grande apenas salía de cero. Los apoyos del Gobierno, claro, eran concedidos a los compadres, a las comadres, a los lambiscones gustosos de besar posaderas y bien posicionados culos. A duras penas, Santo se fue percatando de que el mundo es muy espinoso para ser devorado por un artista de tercera que lucha —raquítico e inconforme— por encontrar un lugar humilde para depositar su voz. Entre lo que tenía que avanzar, y la monstruosa ventaja de sus antecesores, se dio cuenta de golpe y porrazo de que el fin de su camino no era la grandeza, como los pedantes románticos proclamaron, sino un rotundo y desesperanzador: “pero”. Y para terminar, se descubrió cobarde, desidioso. Jamás tuvo la organización para comenzar una compañía. Su trabajo construyendo marionetas era demasiado tardado o angustiante, además de no remunerado. Vinieron los problemas económicos, vino la desazón, el ansia por el futuro, vino la idea de que Viana no tenía la culpa de que él no supiera cómo entrar al mundo glamoroso de las butacas, la drapería y las candilejas; igualmente, llegó el resentimiento cuando ella sugirió que ambos trabajaran en otra cosa.
Viana no sabía nada de títeres ni de escenarios ni de cenitales. Desde niña estuvo destinada a ser curandera y nada más. Le planteó la idea a su marido de que ella ofreciera sus servicios para ayudarle, mientras encontraba trabajo. Él no quería. Lo habían educado para ser proveedor, para mantener a su esposa. Era una humillación no poder gobernar el castillo familiar. No obstante, Viana insistió tanto que logró convencerlo para poder ir a vivir una corta estadía con su abuela, aprender todo lo posible sobre recetarios y oraciones para la cura de las dolencias corporales o tropelías del alma, y regresar con sus conocimientos a la ciudad.
—Ya ves —le decía su esposa con dulzura —que a los huaches les encantan esas cosas.
Santo consideró bien quedarse un tiempo solo: podría poner en orden cabeza y trabajo; además, Viana merecía descansar de él unas semanas. Quizá el plan no fuese malo, así que aceptó.
Pero…
La muerte de su amada en aquel cristiano incendio, destruyó para siempre su destino.
Viana siempre creyó en él. Hasta en el momento en el que las llamas estaban comiéndole las entrañas y evaporando sus lágrimas cuando apenas nacían, su último pensamiento había sido que Santo Pat Villacera se iba a transformar en un artista consagrado. Fue ella quien le regaló las cinco libretas que ahora usaba para apuntar datos inútiles de otras vidas, originalmente pensadas para que diseñara sus títeres o escribiese sus obras teatrales entre las páginas. También le regaló un destornillador dorado, con punta de estrella, para los mecanismos más difíciles de extraer. Fue ella quien pasó hambre por cambiar piezas de pan por tornillos, bracitos de madera u ojos de vidrio. Fue la única persona que creyó que su sueño no era estúpido, como pensaba su propia familia, de la que él había huido muy pequeño. Viana aguantó la frustración, los enojos dirigidos a fantasmas que lo habitaban, la falta de claridad en sus ideas y sus depresiones sin sentido. Pero Santo tuvo tanto miedo de luchar por su arte que ni siquiera llegó a presentar un solo montaje. Al morir su esposa, se sumergió en una melancolía tan honda que ahogó con alcohol toda idea de querer ser alguien en el mundo. Pasó años y años penando por la muerte de Viana, culpándose por no haberle dado una vida mejor. El sueño de ser titiritero lo atormentaba más: ¿para qué hacerlo si no podía compartirlo con ella? ¿Valía la pena el esfuerzo en soledad? Sin lugar a dudas, Dios había sido despiadado con el pobre Santo, dándole una vida mediocre con metas mediocres y esperando una muerte mediocre.
***
Pero Viana había vaticinado que no podía acabar así. Santo lo presentía. Y como toda profecía, se estaba cumpliendo: el amor surgía nuevamente de su pecho, como una culebra hambrienta, haciéndolo ensoñar como cuando era un joven deseoso de avanzar hacia donde fuese necesario.
¡Ese era el día! ¡El día de su renacimiento! No se explicaba cómo es que se había enamorado otra vez, y por qué de una jovencita que no llegaba ni al tercio de su edad; pero tampoco le daba muchas vueltas a su rabo pintándose de verde. Sentía que al menos rozaba un poco de felicidad en el ocaso de su vida.
Aquella mañana, mientras tarareaba el Danzón de los malos agüeros, apuntó en una de sus libretas (combatiendo contra el temblor del autobús) una frase gorda de algarabía:
Hoy le daré a Brisa un regalo.
IV
El triciclo amarillo parecía el esqueleto de un monstruoso toro, comparado con el escueto cuerpo de Ezequiel, quien apenas lograba empujarlo, lleno además de aquel tremendo monte de periódicos viejos como cargamento. De casa en casa, el muchacho peregrinaba para ir juntando los papeles, y a eso de las tres de la tarde, su pellejo crujía, rostizado por el calor. Lamentaba tener que hacer lo mismo cada día. Ya no lo soportaba. Sólo el recuerdo de Yuli le daba ánimo. Pensaba en ella cuando las fuerzas le faltaban: era su responsabilidad. “Si mis papás estuvieran”, murmuraba triste, a veces, en cada pedaleo, “si ellos estuvieran…” Subía y bajaba las rodillas, oprimiendo los pedales con rabia.
***
Sus padres habían muerto una noche de junio, cuando él tenía siete años y Yuli apenas uno. Ocurrió en una boda. La historia de esa muerte era tan absurda como cualquier otra en este moreno país, donde los inocentes pagan las deudas de los protagonistas: la madre de Ezequiel era amiga de una mujer que había sido novia de un sicario, afiliado a un cártel de drogas muy poderoso. La llamaron princesa de sangre, y reinaba en mansiones construidas sobre los huesos enemigos de su enamorado, modelando la mejor ropa y comiendo en los restaurantes más pudientes: un cuento de hadas para la nota roja. Así vivió la princesa durante unos años, hasta que se cansó de que la muerte atestiguase su día a día: en cualquier lugar donde ella pisara, la muerte la observaba, sonriendo sin muelas. Y la muerte se hizo carne. La princesa de sangre, cansada de esperar malas noticias que nunca llegaban, decidió abandonar al sicario y la vida de lujos que él podía ofrecerle, que acarreaba siempre un espantoso peligro de tumba. Una austera noche huyó a otra aldea, dejando tras de sí vestidos, perlas, collares, y una bestia vengativa. Meses después, se enamoró, sin quererlo, de un contador público, el más tranquilo de los contadores del mundo. Todo marchó perfecto el primer año de su huida, hasta que comenzaron a llegarle cartas de su amante pasado. Aterrada, decidió no pronunciar palabra: el pasado era color carmesí, e hirviente como el infierno. Pensó que con el tiempo cesaría aquella deleznable correspondencia. Trazó un plan: luego de casarse con el contador, se mudarían a un país desconocido y nada podía apartarlos de una robusta tranquilidad. Pero el día de su boda llegó la última carta, que finalizaba con los versos de una canción:
Porque amores que matan nunca mueren.
Y así fue. En la recepción de la boda, a donde los padres de Yuli y Ezequiel habían sido invitados por una broma de los dioses, irrumpió un escuadrón de hombres encapuchados, con armas como para quebrar cualquier reino: abrieron fuego contra los novios y los asistentes, dejando a veinticuatro niños en la orfandad.
***
Desde aquella boda negra, Rosario Romuleno, tía de Ezequiel, se había encargado de ellos. Luego de la tragedia, la mujer prometió, ante el cadáver de su hermana, que los cuidaría hasta que ambos se convirtiesen en personas de bien. Y también juró que no los llevaría jamás a casamiento alguno.
La tía Rosario se sostenía económicamente con la hechura de piñatas, labor aprendida por décadas de tradición familiar. Era su único medio de supervivencia, ya que se había separado de un esposo beodo y golpeador. “Dale, dale, dale, no pierdas el tino”, le gritaba él con aliento a cerveza adulterada, moliéndola a golpes entre hediondas carcajadas. Luego de varias incursiones en el hospital, algunos dientes rotos, moretones que el maquillaje no podía disimular, la sapiencia de muchas infidelidades de aquella parodia de verraco, Rosario comprendió que ya no amaba a ese macho idiota que una vez fue un joven trabajador, y que el anticuado cuento del amor tan repetido por las matriarcas de su familia, no cambiaría una mierda ni hoy ni mañana. Así que se fue del hogar, dedicándose a su negocio casero. Sus sobrinos ayudaban en lo que podían, pero el trabajo era bastante ingrato y el dinero no alcanzaba. Ezequiel dejó la escuela para dedicarse de lleno a la compra-venta de muñecos de engrudo y colorines, para poder solventar, al menos, los estudios de su hermana Yuli.
El muchacho lo lamentó a medias. Disfrutaba de sentirse libre, andar por ahí sin tener que estudiar cosas inútiles como esas historias de hombres barbudos matándose entre sí o a los constructores de pirámides, los nombres de las montañas o los números quebrados; aunque fuera recorriendo las mismas áreas de su colonia, Ezequiel sentía placer de no estar atado a un pupitre, repitiendo lecciones estúpidas. Ese halo de tranquilidad que envolvía a las calles desiertas, lo maravillaba; conocía muchos sitios, a mucha gente: a los pobres, a los no tan pobres, a los jamás pobres, a los niños que mataban sus tardes pegados a un videojuego, a los hombres que mataban sus juegos pegados a la botella, a las ancianas comadronas que se sabían todos los mitos de su barrio... Lo único que extrañaba de la escuela eran los amigos. Trabajar de recolector y hacedor de piñatas era un oficio bastante solitario. Sólo podía relacionarse con los periódicos meados (que a veces intentaba leer para entretenerse) o con los pájaros, posados con soberbia sobre los cables de la electricidad. Ezequiel transitaba por aquella aburrida rutina sin permitirse pensar mucho en el mañana.
***
Aunque el mañana, tremendista y vociferante, lo alcanzaría un lunes por la tarde. Más bien, Ezequiel sería quien llegase hasta él, montado en su triciclo.
Habiendo cumplido las rutas del día, decidió probar otro sendero, para saber si los vecinos del lugar estaban dispuestos a regalarle sus diarios en desuso. Pronto se dio cuenta de que las casas eran muy humildes y de que era poco probable que pudieran darle gran cosa. Pero no se marchó. Iba a recorrer toda la zona y regresar para el almuerzo, algo debía sacar.
Mientras pedaleaba, observando los grafitis con groserías que él ya sabía, llamó su atención una casita de color melón con los bordes pintados de un verde siniestro: en la terraza, rebosante de hojas muertas, una anciana escuálida, ataviada con hipil, barría desganada. A Ezequiel le dio miedo. La entrada de la casa consistía en una reja oxidada, incrustada entre los muros enanos que la acuartelaban (si Ezequiel se paraba ante ellos, podía mirar hacia el interior, sin problemas). Afuera, en la banqueta, cerca de donde un perro del barrio rascaba la tierra, había un arbusto alto que luchaba por mantener su galanura intacta. Macetas cuarteadas custodiaban el umbral; la estancia estaba cubierta por una oscuridad casi palpable, como escamas de lagarto. El lugar emanaba un penetrante olor a guayaba, a pesar de que no había ningún árbol más que aquel sobrio arbusto, que Ezequiel no hubiera notado de no ser por la persona a unos pasos de sus raíces, y que le paralizó todas las funciones corporales de una sola vez: una jovencita más o menos de su edad que vestía un hipil, igual al de la vieja, gastado y transparente. Ezequiel observó a la muchacha muerto de nervios, anonadado: su cabello era largo, tupido, muy negro: él sólo recordaba haber visto una negrura tal en la sotana que tenía la imagen de la Santa Muerte que su tía ocultaba en su habitación. La piel de la muchacha era blanquísima, en contraste, y sus ojos color miel fulguraban, como veladoras en un altar, gracias a los destellos de la tarde, atrapados entre los párpados. Cubrían sus pies unas zapatillas de ballet peladas y sucias, también negras. A pesar de verse tranquila, algo en ella daba la sensación de que se hallaba más cansada y triste que la vieja. Quizá eran las ojeras violáceas que le imprimían una curiosa actitud de adormecimiento, quizá era ese hipil gastado e irrespetado por las polillas, quizá era aquel horrible collar que usaba en el cuello, hecho de unas bolitas que parecían chicles masticados o frijoles deformes.
Inmediatamente, Ezequiel bajó la velocidad del triciclo, preguntándose por qué nunca antes había tomado aquella ruta.
La muchacha lo miró inquisitivamente y él se sintió capturado por aquellos ojos inmensos. Era como una mosca que cayese en una telaraña sin luchar para volar, o como mecerse en una hamaca costurada con alas de ts’awayak’ . La anciana también lo observó, mientras se dirigía hacia la rejita con cara iracunda, sudando copiosamente.
—¿Qué quieres? —dijo la vieja, con un gruñido seco que lo atemorizó.
Ezequiel, incómodo por no haber sido bienvenido, estuvo a punto de remontar hacia el triciclo e irse de allí, pero se quedó mudo.
—Mi abuelita quiere saber qué buscas —añadió la jovencita, con dulzura.
Ezequiel escuchó la voz. Una voz no humana que se expandió en su cerebro como el chocolate hirviendo, cubriéndolo con una caricia espumosa y suave. ¿Había venido de ella tal sonido o era lo que él se imaginó escuchar?
—¿No hablas? —preguntó la niña, ladeando la cabeza, mientras su cabello caía sobre un hombro.
—Sí… Es… que… yo… bu-bus-co… periódicos viejos.
—Sí, sí, sí te-te-nemos, ¿verdad, chichí? —contestó ella, burlándose y sonriendo.
La chica se puso de pie y entonces él pudo admirar la maravilla de su cuerpo a través de la luz diurna que se impregnaba en la transparencia del vestido: sus pechos, libres, en forma de gota, culminaban en unos puntos pequeños, rodeados por perfectas areolas color arena. Una tenue sombra se percibía más allá del vientre bajo.
Ella caminó hacia la reja para entrar en la casa, pero la vieja no se apartó. Ezequiel siguió mirándola, fascinado, atraído por ese olor a guayaba que se deslizaba, untuoso, en su nariz.
—No quiero darle nada —espetó la mujer con un chillido de tren oxidado.
—Chichí, a nosotras ya no nos sirven los chismes antiguos —explicó su nieta.
Apartó con suavidad a la abuela, no obstante ésta sólo le permitió dar dos pasos y luego la tomó violentamente por el brazo, pinchándola con unas espantosas uñas sucias.
—¡No quiero darle nada, chamaca! ¡Ya estoy cansada de esto!
La niña lanzó un lacónico quejido, seguido de una mueca de dolor y una mirada de súplica dirigida a Ezequiel, quien sólo bajó la cabeza, avergonzado por haber provocado aquello.
—Está bien, doña, cálmese por favor —dijo en tono conciliatorio para tratar de enmendar su error—, perdón por las molestias. Me voy —contestó, sorprendido del arrebato de seguridad en su acento.
—¡Sí tenemos, no te vayas! ¡Abuela no seas maleducada! —replicó ella.
—¡Chamaca pendeja! —refunfuñó la anciana, dándole un golpe en la cara con una fuerza que no correspondía a su huesuda imagen.
Ezequiel quiso lanzarse en auxilio de la muchacha, protegerla de aquella desgraciada vieja, pero sólo alcanzó a tocarse la frente, temblando de impotencia.
—Abuela… sí tenemos… No me pegues —susurró la niña, vigilando la reacción de Ezequiel ante la escena.
—¡Lárgate, estamos cansadas! —le gritó la anciana.
Él subió al triciclo, como un relámpago, decidido a nunca volver por esos lares. Puso los pies en los pedales sin atreverse a mirar a las mujeres. Oyó que la jovencita lloraba. La culpa lo mortificó. Era su culpa. Idiota y más idiota. Cobarde y más cobarde.
Ella lo miró alejarse, reflejado, al revés, en sus lágrimas cristalinas.
—Métete a la casa, Brisa —ordenó la anciana con tono apaciguado.
La muchacha obedeció en silencio. Su figura desapareció lentamente entre la pesada oscuridad del recinto; parecía la hoja de un árbol cayendo desde la rama más elevada hasta la sombra del pasto.
Ezequiel apresuró la fuga, luego de oír aquel mágico nombre: Brisa. Pedaleó con mucha fuerza y no volvió la cabeza sino hasta haberse alejado lo suficiente, cuando ya sólo podía divisar el arbusto solitario, cuyas hojuelas recibían el atardecer con paciencia maternal. Decepcionado, siguió su camino. Se prometió no salir otra vez de la ruta cotidiana. Sin embargo, su corazón había comenzado a latir desenfrenadamente, sus tripas parecían estarse comiendo entre ellas y sus manos sudaban tanto que prefirió detenerse unos minutos, porque el manubrio se le resbalaba como el hielo. Se tocó la entrepierna, notando que su sexo estaba erecto, le dolía. Cerró los ojos y los volvió a abrir, varias veces. Ese cuerpo desnudo bajo la tela… esos ojos, esa voz, ese cabello de noche dolorosa, de virgen dolorosa…
—¡Brisa! —dijo jadeando, y al acto, el calor desapareció, dejando que el ambiente soplara ese nombre hacia su rostro.
Tenía que verla otra vez, tenía que verla en ese momento o cuando fuera, pero pronto, si no, se iba a convertir en polvo, se iba a calcinar en el Sol, agotado sobre las piedras duras de la desgracia. Tomó valentía y por unos segundos quiso volver. No, pensó. Mejor no. Otro día pasaría, cauteloso, en calma. Tendría que vigilar esa casa para encontrarla sola y poder hablarle. Se prometió que no iba a tartamudear, que iba a hacerse amigo de esa niña, de Brisa… Sí, así le había dicho la vieja. Brisa, la llama de la tarde.
Su corazón seguía latiendo, golpeando su esternón, tensando sus músculos y descontrolando sus manos. ¿Era miedo acaso lo que sentía? Pero, en ese caso, era un miedo nuevo, un terror que le cosquilleaba bajo las axilas y entre las piernas.
—¿Qué pasa? —dijo, apretando los dientes, mientras intentaba subir al triciclo.
Eran las seis y media. Los pájaros hacían un escándalo insoportable sacudiendo la cumbre de los árboles, batiendo las alas en señal de profecías secretas; ni siquiera los pensamientos se alcanzaban a escuchar con tales chillidos.
Ezequiel manejó hasta su hogar, despacio, intentando no olvidar cada detalle de Brisa conforme la cadena del triciclo giraba, diente por diente.
***
Aquella noche, después de cenar y asegurarse de que Yuli durmiera, Ezequiel salió. Necesitaba caminar un rato, pensar lo que había sucedido horas atrás, sentir el aire en la frente para disipar esa sensación de suave temor que lo inundaba. Así que le dijo a la tía Rosario que iría al parque a ver un partido de futbol y se fue. Cuando llegó, el juego había empezado, y él se sentó en las graderías para observarlo mejor. No le prestó mucha atención, pues se sumergió en sendos pensamientos enrevesados: algo habitaba adentro él desde que había visto los ojos de Brisa, algo desagradable, mas placentero. Sentía en el fondo de su pecho algo parecido a cuando se quitaba las costras de las llagas en sus piernas, como cuando disfrutaba el ruido de sus cabellos al arrancarse, como el dolor de sus muelas cuando les echaba agua congelada. Algo crecía en su cuerpo, florecía sin detenerse. Brisa. ¿Cómo sería tocarla? ¿Besarla? ¡Dios bendito! ¡Besarla! Y eso que él jamás había besado a nadie. ¡Qué rico huele esa muchacha! A Ezequiel lo recorrió una humedad desconocida en la punta de su reciente hombría. Quería verla por completo, meterse bajo el hipil roído, aspirar su perfume de guayaba. Se cubrió la cara con culpa. No se explicaba cómo la visión de esa joven podía activar tantas cosas ocultas en su interior, ¿acaso siempre habían habitado en él? ¿Eran las personas como una jaula de leones hambrientos que podían escaparse a la menor provocación?
El partido terminó, pero él continuó sentado un largo rato, imaginando a la niña de aquella choza derruida. Los panzudos jugadores del barrio se fueron retirando con voces graves, carraspeos, escupitajos y risotadas; los reflectores de la cancha se apagaron encima de la cabeza de Ezequiel.
***
En esas estaba cuando, a media noche, vio aproximarse una figura regordeta, acompañada por un resplandor dorado y circular que se derramaba sobre los muros de la calle. La sombra avanzaba despacio. Parecía estar lanzando quejidos de dolor. La aparición paralizó al muchacho. El bulto se acercaba con unos lamentos horrorosos, desafinados, que parecían venir desde el origen mismo de la tristeza humana. ¡Un ánima en pena!, pensó Ezequiel. Y casi se orina en los pantalones, sino fuera porque la sombra, al cruzar bajo un poste de luz, reveló su forma verdadera: se trataba de un hombre gordo y bastante mayor, cargando una lámpara negra de aceite. El tipo iba llorando, deambulando como un perro herido. Aliviado y confundido, Ezequiel se retiró de las gradas de cemento, en silencio. Miró al hombre sentarse en el nivel más bajo de los escalones, dejar su candil y seguir llorando. No sabía qué podía causar una melancolía así. Volvió a sentir miedo al pensar que podía tratarse de un loco, y decidió correr hasta su hogar para estar a salvo.
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LV