Cultura

Cortázar: Apuntes para una identidad; aquel único instante de gloria

Gloria Vidal nos acerca a la búsqueda de la identidad del escritor argentino Julio Cortázar a través de dos de sus obras con estrecha relación con México
Axolotl y La noche boca arriba son dos cuentos de Cortázar donde aparece México / Especial

Ensayo sobre Julio Cortázar: Apuntes para una identidad; aquel único instante de gloria

Gloria Vidal

“Tu nuera y los nietos te extrañarán- iba diciéndole- te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron”.

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Xochimilco

El origen de todo es el agua. Hacia ella me dirigía ese día de junio del 2006 en la Ciudad de México. El Distrito Federal era un caos, no el de siempre, uno peor. Acababa de haber elecciones y una fuerte denuncia de fraude sembraba broncas en esta gente acostumbrada a lo que hasta el día de hoy llaman “el mal gobierno”. Iba al agua porque no había ido antes y tenía curiosidad. El agua estuvo siempre en la Ciudad de México. Cuando la llamaban Tenochitlán, llegaron los conquistadores a esta tierra de canales y, según cuenta la leyenda, pensaron que era más  bonita que la mismísima Venecia. Hoy, el agua sigue almacenada en los canales, pero sólo en la zona de Xochimilco (muy al Sur), ahí mismo donde nació y lucha por sobrevivir, el axolotle.

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El animal raro. No es un pez. No es una lagartija, no un cructáceo, no un insecto, no un molusco. Debería desarrollarse y salir del agua, usar sus patas, definirse por ser mamífero, pero insiste con poner huevos. El animal adolescente. No va a desarrollarse porque no va a crecer nunca. Morirá a los quince.

Sorpendió a Julio Cortázar, allá en un museo de París, y entonces tuvo que sacarse la “alimaña-cuento” de encima y nos dio, a la humanidad toda, ese relato titulado Axolotl, y nos inquietó y nos conmovió desde unos “ojos de oro” que miran desde detrás de un vidrio. Me sorprende. Alguien dice que vio uno cruzar raúdo las aguas y yo, desde la trajinera (estas embarcaciones coloridas y folclóricas) que elegí para este paseo, intento ver, pero sólo alcanzo oscuridad. Busco algo con forma de renacuajo: no consigo ver  más que agua. Suena un mariachi cada vez más fuerte. El axolotl que alguien dijo que vio, huyó. Pienso en su enorme capacidad de supervivencia. Los mariachis están pegados a mi trajinera y llenan con su música. Alguien me convida un taco. Me dice que si no le pongo salsa picante (“de la roja”, aclara) no voy a disfrutarlo. Obedezco. Me enchilo apenas la tortilla se posa sobre mi lengua. No puedo dejar de pensar en el animal extraño y de pronto, me sorprende una enorme tristeza.

Dice el narrador cortazariano: “Detrás de estas caras aztecas inexpresivas y sin embargo, de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?”, mientras pasa sus tardes observando a los axolotles en el museo de París. Dicen, por aquí por Xochimilco, que llega a vivir hasta quince años aunque por estos días se encuentre en peligro de extinción. Y es que Xochimilco forma parte de la enorme ciudad y sus aguas están tan contaminadas como el cielo defeño. El axolotl lucha por su vida. Se están yendo, no por voluntad propia. “Ahora sé que no hubo nada de extraño”, continúa Cortázar-narrador, “que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl”.

El axolotl fantástico de Cortázar sufre el aniquilamiento de una raza, hace miles de años, en un mundo que no es este. El axolotl de Xochimilco sufre en su intento por permanecer en las aguas. ¿Cuántos aniquilamientos puede soportar  la vida de un axolotl? Son sus últimas chances, las del animal raro.

En el cuento de Cortázar, toma la oportunidad y se transforma en el observador. Él, la bestia de la pecera, pasa a ser el hombre que mira con obsesión a través de un vidrio. Y él, el narrador cortazariano, queda atrapado en el agua, para siempre. He aquí la metamorfosis.  Joseph Campbell se refiere a “la continua recurrencia del nacimiento” que le sirve a los héroes para “nulificar las inevitables recurrencias de la muerte”. Repetir incansablemente la experiencia del primer hecho traumático en la vida, el del nacimiento, como tabla de salvación ante el sin sentido de la muerte. Campbell analiza la vida del héroe para encontrar un patrón narrativo y entender cómo funcionan en el imaginario, es decir, si bien toma personajes de la mitología de Oriente y Occidente,  héroes bíblicos y/o legendarios como objetos de estudio, también nos ubica como  lectores, espectadores, oyentes… de esos mitos que admiramos, rechazamos, adoramos… que inocorporamos para nuestro propio relato de vida.

La Pampa

Cuando Roberto Bolaño escribió El gaucho insufrible, el cuento que luego dará nombre a uno de sus libros póstumos, resucitó a Borges. No voy a tomar aquí la versión de Facundo. Civilización y barbarie que evoca el escritor chileno en este cuento (ni a Sarmiento aunque nobleza obliga mencionarlo en estas líneas), sino que voy a hablar sobre otro matiz de la conexión Borges-Bolaño. El que se remite a los héroes. El gaucho Pereda tiene dos hijos. Uno fuera del país, el otro es un escritor que suele llevar a su padre a las tertulias literarias. “Cuando hablaban de literatura, francamente se aburría. Para él, los mejores escritores de Argentina eran Borges y su hijo, y todo lo que se añadiera al respecto sobraba”, dice el narrador de El gaucho…

Cuando estalla la crisis del 2001 en Argentina, Pereda participa activamente de los cacerolazos y después de la renuncia de tres presidentes, decide ir a vivir al campo. En el camino, observa por la ventana que la pampa está plagada de conejos. En Capitán Jourdan, se baja para tomar rumbo hacia su estancia, llamada Álamo Negro. Mientras está sentado en la estación recuerda el cuento El Sur, de Borges,  y sus ojos se llenan de lágrimas: “Oyó voces, alguien rasgaba una guitarra, que la afinaba sin decidirse jamás a cantar una canción determinada, tal como lo había leído en Borges. Por un instante pensó que su destino, que su jodido destino americano sería semejante al de Dalhmann, y no le pareció justo, en parte porque había contraído deudas en el pueblo y en parte porque no estaba preparado para morir, aunque bien sabía Pereda que uno nunca está preparado para ese trance”.

Ahora todo es distinto en la llanura: hay conejos que alimentan a los gauchos y éstos no están dispuestos a morir por el honor. Un día recibe una carta de su hijo escritor donde le indica que debe ir a Buenos Aires para firmar los papeles de la venta de la casa. Pereda decide buscar a su hijo en el café donde se reúnen los escritores y allí lo encuentra. Junto a él, hay un hombre que unta las narices en cocaína. Pereda lo mira fijo y este reacciona con furia. Pereda saca su cuchillo y lo pincha en la ingle. Dice el narrador: “Más tarde recordará la cara de sorpresa del escritor, la cara espantada y como de reproche, y sus palabras que buscaban una explicación (¿Qué hiciste, pelotudo?), sin saber todavía que la fiebre y la naúsea no tienen explicación.” En el acto, Pereda desaparece y decide volver a la pampa.

En El Sur, de Borges,  Johannes Dahlmann, el protagonista, es retado a duelo en una cantina. Sin querer, se enfrenta a una situación de la que sabe no saldrá vivo. Allí los hombres son capaces de jugarse la vida por honor, y aunque Dahlmann no pertenezca a ese lugar, no puede ir contra su destino porque eso sería un acto de cobardía.  “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”, dice el final del cuento.

La Pampa de Borges no es la misma que dibuja Bolaño. Pero hay un punto en común: lo heroico. “El héroe es el hombre de la sumisión alcanzada por sí mismo. Pero sumisión ¿a qué?”, se pregunta Campbell. Y la respuesta es la muerte. Aunque no es la muerte como el fin de los días, sino como un nuevo nacimiento. “Así resulta que la paz es una trampa, la guerra es una trampa, el cambio es una trampa, la permanencia es una trampa. Cuando llegue nuestro día por la victoria de la muerte, la muerte cerrará el círculo”.

Teothihuacán

Estoy en la Calzada de los Muertos. No es la primera vez que llego a este lugar, lo hago cada vez que alguien llega de visita desde Argentina. Se supone que por aquí desfilaban los hombres condenados a ser sacrificados para beneplácito de los dioses y luego, los correspondientes cadáveres, de regreso. A mi derecha, imponente, la Pirámide del Sol, al frente, más alta y ancha, la de la Luna.  La gente cree que arriba, en la cima, llegarán a sentir algo sobrenatural. Piensan que un dios los abrazará con su viento cálido o un presagio divino llegará hasta ellos para indicarles un cambio de destino, una anagnórisis en términos griegos, una epifanía, según Shakespeare. Creen y trepan. Otros, somos simples turistas.

“Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los azteas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían” (La noche boca arriba, del libro Final de Juego, Julio Cortázar).

Un hombre huye por estas tierras hoy secas del Valle de México. No podrá ir muy lejos porque estamos en época de “guerra florida” y son semanas en las que los hombres salen a cazar hombres para mantener contentos a sus divinidades. Si hay hambruna, es necesario contentar a los dioses pero también es bueno “recortar” la población para que lo poco que hay alcance para todos. “Hay quienes sostienen esta teoría en relación a los sacrificios humanos”, cuenta el guía. Y uno piensa en los olores del cuento de Cortázar: “ese incienzo dulzón de la guerra florida”, “una bocanada del olor que más temía”, “el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones”, “vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil” y entonces, el hombre vuelve al sueño aunque nosotros, lectores, todavía no sabemos cuál es el sueño y cuál, la vida.

Un motociclista sufre un accidente en plena avenida. Es llevado al hospital. Allí, sueña que es un “moteca” (cultura de la que sólo se conoce su existencia en el cuento de Cortázar)  y que está por ser sacrificado en un campo de ceremonias como éste, Teotihuacan. El cuento avanza a pasos firmes entre lo onírico y lo  que está sucediendo y uno pretende conocer y entender, pero al final, la vuelta fantástica del escritor nos dice la verdad: el “moteca” ha estado soñando con el motociclista, no al revés, y en estos momentos, está a punto de ser sacrificado a los dioses.

Otra vez, la sensación es de tristeza. No por la muerte del moteca. No por el sueño mal soñado. Ni siquiera por lo que otros llamarían pesadilla. La tristeza es por el final de este hombre que soñó a futuro. Vaya paradoja. Sueña hacia ese lugar donde no va a llegar nunca. Porque si muriera de viejo, tranquilo entre las piedras frescas de alguna construcción prehispánica, tal vez nunca hubiera soñado con el futuro. Y entonces, no me produciría tanta tristeza.

Termina el cuento: “Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llamas ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la infinita mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras”.

El “moteca” no tiene escapatoria ante la muerte. La efímera ilusión de ser el otro, el de la motocicleta, ya se ha desvanecido.  Se despierta en el peor de los sueños sin más remedio que morir, porque es lo que le toca en ese marco de guerra florida y es lo que merecen los vencidos.

Como también le toca a Johannes Dahlmann  enfrentar su destino heroico en El Sur. El hombre, que se había salvado de una convalescencia en el hospital, busca paz en el interior, pero encuentra la muerte absurda y aún así, él cree que ése destino de sangre es mejor que otro.

Héroes a la fuerza, pero héroes al fin. ¿Qué determina esta característica? Las circunstancias de la muerte.  Mientras otros mueren en un hospital, hay hombres que pierden su vida desángrandose en una llanura desierta, en una piedra de sacrificios o en un paredón de fusilamiento. Hombres que, según Campbell, aman su destino. Lo abrazan porque no importan ya “los contenidos lógico y emocional de nuestra importancia provisional en el mundo del espacio y del tiempo”,  sino que sobrepesa por todo lo demás  el destino. Inevitablemente, la muerte.

Desierto

Otro autor se impone en estas líneas y es Juan Rulfo. La muerte atraviesa de punta a punta los cuentos de El llano en llamas. (Y no voy a citar Pedro Páramo, su novela, porque me gustaría quedarme en el territorio del cuento). El contexto que atraviesa esos cuentos es el de la Revolución Mexicana.  Voy a citar dos ejemplos: No oyes ladrar a los perros y Diles que no me maten. En el primero, la acción transcurre en boca de dos personajes, el padre y el hijo herido. Es el mayor quien debe cargar con el cuerpo ensangrentado del otro. Al llegar a un pueblo, llamado Tonaya, el hijo muere. “Al llegar al primer tejabán, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado”, reza la última línea.

En Diles que no me maten, un hombre espera su fusilamiento. Mientras, manda a su hijo a pedir por él. Durante la noche, recuerda otra muerte, la de su compadre y al día siguiente, aparece el coronel que debe ejecutarlo y que es hijo del compadre. Es una historia de venganza. Un hijo vengando la muerte de su padre.  “Diles que no me maten, Justino, anda, vete a decirles eso, que por caridad, así diles, diles que lo hagan por caridad”, comienza implorando Juvencio Nava, el hombre que espera su fusilamiento. Antes de morir, le darán licor “para que no le duelan tanto los disparos”, dice el coronel encargado de fusilarlo. También el licor habrá servido para darle valor y transformarlo, aún en contra de su voluntad, en héroe, si es que los héroes son capaces de actos excepcionales, como matar (a su compadre, es decir, al padre del coronel) y morir (no en una cama de hospital, eso no tiene nada de excepcional, sino en un paredón de fusilamiento).

Muertes que no son apacibles. La sangre atraviesa a los héroes, es inevitable. ¿Por qué? Todos ellos son productos de un contexto.

Hay desorden en el mundo de Johannes, del “moteca”, del gaucho Pereda,  de Juvencino e, incluso, me atrevería decir que hay desorden en el mundo del axolotl (si nos remitimos a Cortázar y pensamos en esos ojos aztecas que fueron aniquilados y aún pensando en el animal que agoniza en su extinción, insisto: ¿cuántos aniquilamientos puede soportar una criatura?).

Ante esta falta de orden,  a la que hace referencia Beatriz Sarlo en su texto Borges, un escritor en las orillas, el hombre recurre a la violencia y ésta hace sobresalir, al menos, dos virtudes: la resignación y el coraje.

No puede haber orden ni ley en el mundo de las “guerras floridas” por lo que el “moteca”, después de haber perdido su última ilusión de vida en manos del sueño, se resigna a la muerte. Detrás del folclórico cuadro de la Revolución Mexicana, hay un mundo sin derechos ni garantías individuales en el que la vida vale poco y nada, y donde los hombres tienen rienda suelta para desatar sus venganzas personales. Ni hablar de la llanura de Borges que, destrozada por las guerras contra España y luego, por las guerras civiles que buscan desesperadamente un orden al que no llegan sino después de mucho tiempo, no encuentran más posibilidad de justicia que no sea a través del duelo. Son paisajes de muerte. De muerte heroica.

Pensemos en casos no tan evidentes, como el de Pereda o el axolotl. A Pereda le estalla la crisis del 2001 en las narices. No está preparado para eso. No él. Un abogado, viudo, padre de dos hijos, lector promedio, admirador de Borges. No él. Un buen ciudadano, que paga sus impuestos, que trabaja honradamente. No él. No imagino a Pereda en Plaza de Mayo al momeno en que los soldados dispusieron, tristemente y una vez más, el uso de la picana eléctrica contra los manifestantes, como tampoco lo imagino aplaudiendo los saqueos a los supermercados. Sí participó de los “cacerolazos” (eso está en el cuento), otra razón para ubicarlo en un mundo que, de un momento a otro, ha dejado de ser civilizado.

En el caso del axolotl quisiera volver a la pregunta inicial: ¿cuántos aniquilamientos puede soportar una criatura? Y puedo arriesgar una respuesta: todos aquellos que le permitan un volver a nacer. El axolotl era, en el principio de los tiempos, un dios, el dios Xólotl, que ante un peligro de muerte decide esconderse, primero en los maizales, metamorfoseándose con su entorno. Cuando sopló el viento, quedó expuesto y debió volver a huir, esta vez, se escondió entre los magueyes, transformándose en maguey; pero allí también fue encontrado. Finalmente, se mete al agua y se transforma en un axolotl.  Y aún puedo citar un nuevo nacimiento, el de Cortázar:  “Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino… enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles”.

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