El vestido besaba la mitad de sus muslos mientras bajaba. Tenía bonitas piernas, gruesas y morenas como me gustaban. Conociéndola, si le dijera ese cumplido se reiría porque sabía que era cierto. Era una chica muy bonita, bastante risueña ante la más peque… ¡Oh, ya bajó las escaleras! Juraría que flotaba, no hizo ningún ruido. Vino otra vez queriendo saber cómo estoy. No intenta insistirme, pero siempre me pregunta si necesito algo. Cuando intenté responderle, unos fuertes raspones sonaron en las puertas del segundo piso, seguidos del estruendoso tic-tac del reloj de la sala. Una risa incontrolable brotó de mi boca, carcajeándome como un poseído.
La calidez de su mano con la mía me calmó. Era suave, seductora. Quería que la acompañara arriba con los demás, teniéndola tan cerca observé sus ojos, siempre pensé que eran cafés como la miel, ahora parecían verdes esmeralda… Yo no podía moverme. Me preguntó si sentía mis pies, lo curioso es que fue su aliento lo que percibí en mi cara, ¿metálico? No ¡Era chocolate! Eso sí se lo dije, ella me sonrió. Me pareció que tenía sus dientes negros, como si hubiera tomado alquitrán hirviendo. Oscura era su sonrisa infantil cada vez que venía a mí. ¡Auch! Apretó fuerte mi mano alejando esos pensamientos. Iba a dar mi primer paso cuando… Sonó un golpe seco arriba.
Pareció como si alguien se cayera de una cama. De pronto un quejido lúgubre bajó de las escaleras convertido en una grotesca serpiente negra. En sus escamas tenía pequeñas bocas abiertas que parecían gritar de dolor al reptar por el suelo. Al acercarse a nosotros se partió por la mitad en dos serpientes rojas descarnadas. Una de ellas comenzó a subir por sus piernas, rodeándola hasta apretarle el cuello. Penetró su oído. Ella no pareció percatarse de ese demonio. La que estaba en mi cuerpo ya había envuelto mi estómago, cortando mi piel mientras se contraía para subir. Sentí su viscosidad profanar mi oído: ¡No puedo ver, no puedo ver! Era nuestra colega pidiendo ayuda. Esclarecido el mensaje, le pedí que subiera a cuidarla. La necesitaba.
Mientras subía admiré su espalda morena, descubierta en un romboide en medio de su vestido. Sus corvas suculentas desaparecieron en la séptima escalera. En circunstancias normales una chica como ella jamás me prestaría tanta atención, debía de verme realmente mal. Todavía me pregunto cómo terminé aquí, no en esta situación tan sensitiva y sobrepensativa, más bien ¿qué vine a hacer con los compañeros de trabajo con los que rara vez cruzo palabra? Me invitaron a su despedida, ya que ella renunció y se irá a otro Estado. Debieron necesitar con urgencia a un cuarto para la promoción de los brownies galácticos y fui el primer diablo que se les ocurrió. Ese pensamiento me provocó una risa irónica, bastante estruendosa.
Ya pasaron varios minutos desde que subió, pero sigo sintiendo la calidez de su mano. Al recorrer mi mano por donde estuvo sentí una humedad pegajosa. La escuché decirme desde arriba que tardaría en estar conmigo, nuestra compañera estaba mal. Después música clásica empezó a sonar donde estaban, Silencio de Beethoven, mi pieza de piano favorita, su tono era hipnótico y seductor, casi como la mujer que me venía a ver.
Apreté el mango del mueble, con esa música erizando mis huesos. Parado en la misma posición, no me había movido desde que todo comenzó… Ya no sentía los pies, aunque sabía que estaban ahí porque los podía ver. Tenía los labios resecos y mucha sed. Escuché su voz otra vez, preguntándome si necesitaba algo. Creo haberle respondido porque bajó rápidamente, moviéndose su silueta en cada pestañeo, mientras la perdía de vista en la cocina. Giraba una y otra vez desde la base el vaso que sostenía. No recordaba cómo llegó… ¡Ah, ella me trajo el vaso! Ya no sé si me atraganté de risa o me imaginé haciéndolo, pero escuchaba mi voz retumbando en mis oídos y eso me dio miedo y risa al mismo tiempo. Ese piano, caóticamente armónico, los fuertes golpes arriba… Tic-tac… Y ella, un fantasma peregrinando que aparecía sin hacer ruido. Giré el vaso más rápido mientras volvía a reír de la estúpida ironía.
Ya he visto muchas veces esto en películas y series, la chica «inocente» del trabajo resulta ser una asesina serial o ser integrante de una secta. Nos invitó a su casa, nos drogó con brownies y mientras estábamos atacados de la risa en la mesa, ella salió al patio a preparar el cuchillo de carnicero para rebanarnos. Habrá puesto a la mano las bolsas negras (dobles para evitar escapar la putrefacción de los cuerpos descompuestos) y unas sogas para amordazarnos. Mis otros dos amigos quedaron muy aturdidos por los brownies, ella los llevó arriba para que descansaran. Escuché algunos golpes como hueso contra madera. Intuyo, por los escasos sonidos, que ya los terminó de rebanar. La risa hizo presencia sin que pudiera evitarlo, ya me dolía la boca al abrirla tanto… Creo que en algún momento la vi bajar con una bolsa negra bastante abultada, no recuerdo si me dijo algo de tirar la basura. ¡Ojalá se callara ese maldito piano!
Cuando cerré los ojos y los volví a abrir, ella estaba enfrente de mí. Uno de los tirantes de su vestido estaba roto y dejaba al descubierto uno de sus hombros. Tenía la piel lisa, brillante a la luz del foco. Me percaté de que había unos pequeños raspones enrojeciéndola. Como si la hubieran rasguñado. Tomó mis dos manos firmemente, pidiéndome casi llorando que la siguiera, los demás estaban descansando y en este punto, yo era el que más le preocupaba.
La casa se tornó tétrica, con las esquinas oscureciéndose en enormes sombras negras y la lluvia cayendo afuera. Subí las escaleras con dificultad, los escalones parecían alejarse o acercarse cuando trataba de pisarlos. Y esa sonata, tocada perfectamente por Beethoven erizaba mi cabello, alertándome del mal próximo. La pared empezó a partirse en ramificaciones, y el tic-tac se hizo más tenue, ruin; el pecho me ardía, como algo grotesco tratando de salir. Dolía reírme, dolía sentir. Ella me abrazó ayudándome a calmarme, su tacto era un faro entre tantas sensaciones. Debe sentirse así el amor, yo la quería, y debía decírselo antes de mi muerte, pero el piano sonaba más alto que mi corazón.
Llegamos a su cuarto, no vi a los demás. Imaginé que estaban en otra habitación o que ya había escondido los cadáveres. Tuve ganas de revisar su baño, ese donde horas antes había mentalizado frente al espejo pedirle tomarse una foto conmigo durante la fiesta, por si había un cuerpo desangrándose. Imaginaba una escena así por la fuerte peste a carne mojada que quemaba mi nariz, alguien debió echarse una buena vomitada.
Estando nosotros dos a oscuras, si ese era el final, «mi gran final», al menos deseaba besarla una sola vez. Me preguntaba si necesitaba algo, bueno, quería decirle que la quería besar. No salió de mi boca, no pude decírselo a pesar de lo desinhibido que estaba, pero como si hubiera leído mi pensamiento, ella se acercó a mí y me besó. Sus labios eran tersos como siempre imaginé, su lengua en cambio, parecía demasiado grande y raspaba al rosar mis labios. Metálico… Tenía un sabor metálico agridulce. Se separó de mí sonriendo seductoramente, revelando una hilera de dientes negros.
Después se subió sobre la cama contoneando sus posaderas. Ella se sentó en el fondo de la cama, abrió sus piernas subiéndose la falda, mostrando su ropa interior negra. "Acuéstate aquí" susurró, abriéndose más. Su voz sonaba deliciosa, era una melodía que besaba el oído. Temeroso, sin saber lo que pasaba empecé a ver toda su habitación. En la esquina contraria a la cama, sobre un mueble pequeño había una especie de estatua. "Te estoy esperando" dijo, en un tono voraz. Dejé caerme entre sus piernas con mi cabeza acomodada en su estómago. Se sentía caliente, una sensación fraternal.
Con sus dedos recorrió mi rostro, acariciándolo amorosamente. Sentía que flotaba sobre el mar imbuido en un cariño hipnótico. El sueño empezó a aparecer, sumergiéndome lentamente en un abismo profundo guiado por sus dedos. De fondo el piano seguía sonando, rodeaba la habitación, después las teclas hicieron presencia al borde de mi oído, bailaban libres desasiéndome más allá de la realidad. Había algo escondido a través del teclado, cada vez era más nítido, antropomórfico…, como un…, canto de sirena. Sus dedos se tornaron pesados, dejando una capa babosa.
La humedad cubrió mis mejillas entrando en mis orificios, era excitante e invasivo. Entre las aberturas de sus caricias pude ver mejor aquella estatua escondida bajo la oscuridad. Era una mujer con las manos en el pecho, en su rostro tenía pegados dos ojos sangrantes, y unos dedos clavados en las puntas de su cabello extendidos como apéndices pulposos. Un líquido negro cegó mis ojos. ¿Dedos? ¿Tentáculos…? Entraron a mi boca.