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Eligen a Hashem Safi al Din como nuevo líder de Hezbolá tras la muerte de su primo, Nasralá

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Diana Mena Soberanis presenta El martirio, un Cuento perteneciente A Los recuentos del olvido, su libro publicado recientemente por la Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán (Sedeculta)

No estoy segura de qué manera entró ni para qué. De forma habitual sale de los espacios entre los dedos de mis pies o manos; otras veces, desde mi vientre, cerca del ombligo. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, lo ha hecho desde mis pantorrillas. No sé si está vivo y por sí mismo planea sus métodos inquisitoriales, o si es un objeto que una deidad poco benigna manipula sin compasión. Suelo aguantar los gritos. Para que huya, la piel no se abre. El ardor es denso y me recuerda que soy solo un pedazo de carne en medio de la sabana. Me resigné desde hace mucho, desde la primera vez que salió de mi cuerpo. Supe entonces que deslindarse de él no sería una opción.

Pese a que no entiendo cómo logró usurpar tan adentro, sé que se coló hasta el fondo un jueves de octubre. Ese día discutí con mi padre. Le dije maldito y él pidió a la vida que yo no existiera. Lloré muchísimo en el patio de atrás, donde me consolaba el árbol de limas que mamá y mi hermano habían sembrado meses antes de morir en el accidente de autobús. Papá, por el contrario, se fue a llorar de la mejor forma que sabía hacerlo: embriagándose. O al menos yo pienso que eso era llorar, pues siempre que traía una emoción se tomaba todas las botellas de cerveza que encontraba en la isla. Chillaba no hacia afuera, sino hacia adentro: dejando que el alcohol le entumiera las venas, la memoria y la cordura. Hasta tenía una frase que confirmaba mi teoría: «loco o pendejo se es más feliz».

Yo, que sí lloraba (hasta cuando me descubría en extraños momentos de paz), cansada de mis mocos y la humedad en mi cara, me fui al malecón a pasear un rato sola, nada más con mi bicicleta. Miré el mar un largo rato y dejé que el olor a sal me hiciera imaginar que los días podrían tener mejor sazón: como aquellos en los que cruzábamos en los barcos de madera hacia la costa, mamá, mi hermano Genaro, papá y yo. Sentía que el cantar de las gaviotas en esos paseos de domingo, y el sabor de los esquites o el coco en pedazos, me resonaban desde entonces en la piel como marcas de gerberas, y era lo que me mantenía con cierta calma en días agudos. No sé con exactitud cuánto tiempo estuve ahí, imaginando que el mar y yo éramos lo mismo; pensando que mis límites no existían y que dentro de mí habitaba un mundo entre corales, pececitos… y una botella de plástico intrusa. Pero sentí un golpe de sequedad cuando papá llegó gritándome, mientras se tambaleaba tratando de sostener el paso y no caer.

—¡Qué haces afuera de la casa a estas horas, pinche chamaca!

—¡Qué hace usted, pinche borracho! Váyase a dormir y déjeme en paz. Pensé que se me arrojaría encima para cachetearme, pero solo me hizo una señal obscena y siguió de largo por la orilla. Lo miré un rato deambulando así, descalzo, muchas veces a punto de azotar. Parecía que la marea le seguía los pies agrietados, olorosos. De algún modo, lo cuidaba de sí mismo. Poco rato le presté atención. Me centré en oír la voz del mar, pretendiendo que me dijera de qué manera se cura el hastío, la resignación. Soñando con que su canto me arrullaba, alejándome de las pesadillas que me perseguían de lunes a domingo. Respiraba hondo, con ganas de no estar… hasta que un grito lejano me despertó. ¿Quién era?, me pregunté, y como mi vista nunca fue muy buena, no reconocía que el auxilio provenía del mar. Una mujer con su hijito, que pasaba junto a mí, me gritó: «niña, niña, corre, ayuda a ese señor, se lo va a tragar enterito el agua». Entonces corrí movilizada por un torrente de desesperanza que se me derramó en los músculos. Cuando ya estaba cerca, reconocí el rostro que luchaba por escaparse de los nudos del mar: ¡mi viejo! ¡Era mi viejo! Me eché al agua y nadé lo más rápido que pude. Estando a pocos metros de él, noté que logró reconocer mi rostro y aulló y lloró, lloró de verdad. Tal vez el exceso de humedad lo obligó. Entre sus sonidos guturales, logró pronunciar mi nombre: «¡Soledad!» y después «¡Hijita!». Sentí una gran desesperación. Mi cuerpo estaba un poco paralizado. Parecía que avanzaba y que casi llegaba a él, pero con cada movimiento de mis brazos y piernas me sentía más lejos. Un fuerte apretón en mi costado izquierdo me indicó que lo había logrado, que estaba ya ahí para rescatar a aquel hombre que sabía que amaba, pero no cómo. La fuerza desesperada con la que logró sujetarse a mí desapareció y lo miré desplomarse. Al verlo así, con los ojos cerrados y sin moverse, flotando y sin reaccionar, mi cuerpo se sintió endurecido, sin saber cómo ni hacia dónde moverse. Me hice una misma con las rocas, aunque por momentos tropezaba con ellas. Mis pulmones se sentían acribillados, entumidos. De algún modo, y aunque yo tenía aún conciencia, parecía estar ahogada también. Lo jalé hasta la orilla, donde el tumulto ya se había acumulado. Cuando llegué, casi sin darme cuenta cómo, mi cuerpo no resistió más y cayó. Estuve en quién sabe dónde por quién sabe cuánto tiempo. Lo único que recuerdo, después de las ansias quebradas de mi mano por seguir aferrada a la piel de papá, era un cangrejito que se había parado junto a mí antes del desmayo. A las once de la mañana de un miércoles me desperté y la tía Jenny estaba junto a mí. Me abrazó y se echó a llorar. Cuando lo hizo, sentí un gran ardor en la cintura y las pantorrillas, como si tuviera ahí a un preso taladrando los barrotes de su celda. Estaba tan centrada en mi dolor, que tardé en responderle a la atarantada de mi tía.

 —Pensé que tú también te ibas a morir, chamaca — soltó mi tía con una vocecita que parecía haberse rejuntado trozo a trozo no más para decirme eso.

—¿Yo también?

—Ay ¡qué idiota! Perdóname. Yo no te lo quería decir así, pero tu papá no la libró. Se ahogó, mijita.

Otra vez la dolencia fue tremenda. Allá, debajo de la piel, algo me estaba intentando derribar. Aunque más en el fondo, donde no existe ninguna superficie, yo ya estaba hundida en la fosa. No lloré. Por primera vez en mi vida no supe o no pude. Le pregunté a mi tía cuándo, y que si ya estaba en la tumba.

—Ayer; y no, todavía lo deben estar velando. Pero hija, yo creo que tú no puedes irte de aquí todavía.

Se equivocaba: esa misma noche me dejaron salir. Llegué al lugarcito donde mi padre ya no estaba, pero sus restos sí. No me acerqué al ataúd, nunca supe cómo enfrentarme a un cuerpo que ya no es persona. Saludé, di el pésame y me retiré antes excusando que me dolía la cabeza. Sin embargo, lo que en realidad me estaba jodiendo hasta la llanura abisal de mi existencia era ese algo que intentaba deliberadamente escapar de entre mi sangre o mi dermis, pero aún no lo sabía. Aún no. Esa noche dormí con mi tía, a sabiendas que pronto tendría que ser permanente. Su casa era lejana al mar. En esa ocasión, mientras intentaba conciliar el sueño, el dolor incrementó de tal forma que sentí que un ser vivo realmente me iba a salir de las tripas.

Cuando presentí que el dolor me causaría un gran desmayo, el olor a mar apareció. «¡Qué carajo!» Grité con sutileza. Supuse que ya me había muerto y me estaba yendo al paraíso, a las entrañas del océano. O tal vez había realmente perdido la consciencia y ese olor era solo un alucine. Mi vista se nubló y el resto de mis sentidos parecía haberse apagado. Todo lo que quedaba vivo en mí, se sentía en mis pantorrillas. En ese instante escapó. Yo estaba quieta, respirando fuerte, jadeando. Lo miré con miedo, sin distinguirlo del todo. Despejé los ojos y quise llorar, pero lo único que conseguí fue que eso trepara hasta mi abdomen. Se movía salvaje, furioso, destrozado. Alcé la blusa de mi pijama para que quedara al descubierto y lo pudiera ver mejor. No quería saber qué era, pero tenía que saberlo.

Prendí la luz junto al buró y temblé al mirarlo quieto, sin ojos, pero con alguna mirada oculta que me acechaba. Su olor era inconfundible. Ahí había sal, peces, olas, arena… todo posado en una grieta aparentemente sin fondo que se formó debajo de mis pechos. Era el mar. Lo acaricié y entonces dejó de moverse descontrolado. Con mis dos manos juntas como para rezar, tomé un poco de él. Las hundí, sorprendida por lo cóncavo que era. Lo acerqué hasta mi rostro lo más que pude y noté que, entre su color azul (sí, era así, como si el cielo del ocaso se hubiera quedado atorado en su materia) había unas líneas, más bien manchas, de algo ligeramente café o amarillo. Respiré fuerte para olerlo: alcohol. ¡Al mar atascado en mi cuerpo se le había impregnado el maldito alcohol! Sentí una rabia insaciable. Lo que más amo y lo que más odio me invadía las entrañas, vaya mezcla descarada, parecía un chiste de Dios. Me quedé estática mirándolo, y al mismo tiempo, tratando de evadir el aroma que desprendía. Era el mar, pero también la cerveza, la cantina, los gritos y las sillas rotas. Quería espantarlo, quitármelo, pero lucía tan arraigado que no tuve fuerza para hacer el intento. Supuse que, en alguna maniobra para extraerlo, me iba a arrancar las vísceras. No hice nada. Intenté llorar, aunque cada vez que lo hacía, el mar alcoholizado se alborotaba. Sus olas azotándose entre mis huesos dolían con un cinismo absurdo. Sabrá Dios en qué momento el cansancio le ganó a la pesadilla y logré dormir. Sabrá Dios por qué amanecí seca, no solo porque el mar se había ido aparentemente sin dejar rastro, sino porque, genuinamente, nunca había sentido en mi alma tanto desierto. Sentí, lo admito, un gran alivio. Pensé que me iban a llevar al circo y presentarme como la mujercita del mar borracho en el abdomen.

El jueves temprano desayuné, obligada por mi tía, y después me fui en bicicleta hasta la playa. Mi propósito era echarme a llorar allá adentro, a ver si el mar se me salía otra vez y ya se quedaba donde le corresponde. Al llegar pensé en papá y en sus gritos de auxilio. En todo lo que me faltó decirle. Las lágrimas no salieron ni cuando usé la frase del poeta Sabines (a la chingada las lágrimas, me dije ¡y me puse a llorar!) una y otra vez como periquito. El mar atascado tampoco salía. Pujé, grité, nadé hasta que mis brazos me recriminaron. Me desesperé tanto que al final, derrotada, regresé a casa de mi pobre tía para que no sufriera de más. En la noche de ese jueves, me hice a la idea de que llorar era lo que a toda costa tenía que no hacer si quería que el mar borracho se mantuviera oculto.

Hasta hoy, en mis ya más de cinco décadas, casi siempre cumplí ese cometido. Un par de veces el mar embriagado resultaba victorioso y el ritual de esa noche de miércoles en mi adolescencia se repetía. Aprendí que, mientras más intentaba ahuyentarlo, por más partes del cuerpo se me escapaba, y todo dolía tanto como cuando a mi viejo se lo tragaron las aguas. Por ejemplo, en este lunes de febrero lo dejé ganar. Rogelio, mi hijo menor, llegó con un acentuado aroma a cantina. Le reclamé, como lo he hecho tantas veces, el continuar con su vicio cuando viene a visitarme.

—Todavía tienes el descaro de estar borracho cuando, muy de vez en cuando, te acuerdas de la madre que abandonaste en esta isla.

—Pinche vieja, no cambias. Me largué por algo, ¿no? Y yo no te digo ni madres de tu chingado vicio con el tabaco.

Corrió hasta el cuartito que le pertenecía cuando adolescente, tomó su maleta, me dijo «Ahí nos vemos», y se fue tras azotar la puerta. En mis adentros algo también azotó. Apareció lento, pero brutal. Una marea hastiada iba a salir. Era fuerte y yo destartalada. La verdad no quise pelear con ella. Lloré y el mar salió por mis pantorrillas, las manos, la nuca. Era más agua que persona. Era más dolor que fe. Quise gritar «Rogelio», pero el agua me había sobre pasado y no había voz que pudiera navegar ese martirio. Me sentí como en aquel primer miércoles sin mi padre, pero más agrietada. Sin fuerza, vieja. Como pude, introduje mis manos debajo del abdomen para ver si podía (ahora sí) deshacerme del agua, como cuando intentas que una balsa no se hunda. Y más que otras veces, la mirada tuerta del mar me petrificó. Lo vi tornarse más amarillento que nunca. Por unos segundos fue solo alcohol. El dolor fue tan indecible, que pensé que sería bueno quedarme ahí, ahogada. Tal vez eso fue lo que terminó haciendo que cayera en un sueño profundo; de algún modo la vida se apiadó de mí y me dejó escapar de ese sufrimiento al menos permitiéndome dormir, justo como sucedió tantos años antes.

Tras un rato sin poder levantarme, y animada por el ladrido de un perrito que vive al lado, tomé mi bicicleta vieja y fui al malecón, donde no pude llorar, pero algo de paz se me infiltró cuando miré las olas descansar sobre la arena. Las aguas de mis entrañas regurgitaron, sin dolor. Se tambalearon dentro, simulando el oleaje que mis ojos capturaban. Mi piel, extrañamente apaciguada, dejó escapar sutilmente algunas gotas desde mis pantorrillas. Las miré sin pena y me despedí de ellas. También dije «adiós, Rogelio; adiós, papá». Prendí un cigarro y caminé lento por la playa sin habitantes. Mis pantorrillas seguían goteando de forma sutil. Cerré los ojos y disfruté la breve cascada que se había formado en esa parte de mi cuerpo. Pensé en el aroma del agua de coco, los esquites y el árbol de lima. Mi martirio parecía estar en casa, reconociéndose, siendo un poco libre de mí, de sí mismo. Me resigné a él de nuevo; aunque mientras miraba la materia tranquila del mar y las gaviotas que lo reposaban, imaginé que los días quizá logren tener mejor sazón alguna vez.

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