
Frente al cuarteado espejo del baño, el excomandante Rangel analizaba la sangre que le había hinchado un ojo; una aguda presión tensaba su nuca, viajando por oreja, quijada y molares, asentándose bajo la nariz. Las feas muecas que cada reflejo le devolvía no lograban apaciguar el malestar. Con apenas un billete de cien en la cartera, rehusaba de ir al matasanos; sin embargo, aquella dolencia comenzaba a nublarle la vista.
Ese punzón rítmico en la sien lo había despertado en madrugada, obligándolo a ingerir cuatro analgésicos: el sueño que mordisqueó su cerebro durante las horas siguientes fue dedicado al cuerpo de Aixa. Qué oportuno. Voces lejanas se escapaban del televisor encendido, recordándole su aniversario: treinta años habían pasado desde que los aterrados labios de la joven poeta cincelaron sus últimas palabras: revertar ad vos.
—No se olvida… —proclamó un desganado conductor del noticiero, cumpliendo la efeméride protocolaria.
El anciano caminó hasta la cocina. Dos cucarachas huyeron hacia la oscuridad con la fugacidad de un disparo. Bang. Aixa, moría, con lágrimas, sangre y mocos chorreándole por todo el rostro. Bang. Los pasos del militar retirado llegaron hasta la estufa. No se percató del temblor en sus manos hasta que sirvió el café aguado en una taza de metal. Entre la muñeca y los nudillos, sus venas se torcieron cual gusanos de tierra. Los dedos de Aixa así se habían movido en otra época, bien abiertos para enseñar la menuda palma, como si pudiese detener la bala en pleno vuelo. En el puño contrario, la estudiante apretaba un manuscrito: el que hubiera sido el mejor libro de su generación.
El golpe del aluminio contra el suelo resonó en el caserón maltrecho. Rangel se agarró el cráneo, gimiendo. Vio sus pies, tambaleándose en las amarillentas losas, y no supo nombrarlos como parte de sí mismo. Lo mismo ocurrió al ojear la estancia: estaban ahí, pero los objetos perdieron su nombre en un instante. Era un maldito derrame cerebral.
El soldado arrastró los pasos, penetrando en la rancia alcoba, desesperado por tomar el frasquito de ibuprofeno. No obstante, sin saber en qué momento, se halló abriendo el cajón del buró, junto a su raído lecho. El palpitar de su cabeza era un gélido filo rebanando la tierna médula espinal. Sudoroso, extrajo unos papeles antiguos, revisándolos con furor.
—Si llega la muerte cabalgando en flamígero jamelgo… —leyó con un grito, aunque la voz que hubo surgido de su desdentada boca no era el acento cavernario de un viejo que lanzó a su batallón órdenes e improperios su vida entera, sino la fina coloratura de una niña.
El excomandante quiso romper aquellas hojas, pero una repentina parálisis lo detuvo. Soltó el manuscrito. El verso daba vueltas en su cerebro, como bailarina que practicase una y otra vez en escenario vacío. Una lágrima de sangre descendió en trémolo desde su párpado, hidratando su enjuta máscara. Recordó otras lágrimas, treinta inviernos atrás, enjuagando una hermosa cara morena, compungida —igual que todo el cuerpo— por un hondo horror, aovillándose en aquel corredor del edificio Chihuahua. Rangel se burlaba de la mancha oscura que nacía entre las piernas de su víctima:
—Ya estás grandecita, ya estás grandecita… ¡Bang! —exclamó con sorna, para amedrentar a Aixa —. Lástima. Pero eso te pasa por pendeja, por protestar tonterías. —Rangel apuntó a la cabeza de la chica, y ella, sabiendo que la luz se apagaría, clavó los ojos en su asesino, para confesarle el título de su ópera prima.
Bang. Cansando de nadar en la materia gris del exmilitar, el teratoma se expandió de súbito, fracturando el hueso y formando un gran bulto que reventó el tímpano, sacó de la órbita el ojo afectado, y aflojó la mandíbula. Era un magnífico tumor: en su centro, los globos oculares, insertos en el pus, ya tenían iris y pupila, varios dientes sobresalían de la rosácea tumefacción, y el cabello que alrededor había brotado era de un castaño luminoso.
Rangel pegó un desgarrador alarido.
—Si llega la muerte cabalgando en flamígero jamelgo… —repitió el cúmulo de células germinales, para volver a crecer.
El anciano sintió cómo un líquido caliente bañaba su pecho: era la sangre desbocada que resultaba de su piel rota; el pliegue de lo que fue su mejilla chocaba contra la canosa barba. Quiso tocar aquella monstruosidad que le había destrozado la cabeza, pero el teratoma volvió a expandirse.
—Si llega la muerte cabalgando en flamígero jamelgo…
Esta vez, todo el centro del cráneo fue destruido. Rangel vivía aún, bajo esa bola de carne apoderándose de su cerebro. El tumor abrió los ojos, mirando hacia el cielorraso, intentando acoplarse a la terrible luz. La mortecina consciencia del soldado volvió al frío pasaje de aquel octubre, para mirar a Aixa: antes de que la bala entrara en su materia gris, no fue miedo lo que sintió, sino un purísimo sentir de desafío.
La masa de carne que reventó el rostro de Rangel, siguió creciendo. Tuvo labios en pocos minutos, orejas, fosas nasales; escarbó en la columna del anciano y ahí hizo nacer sus pulmones, sus nervios, su nuevo esqueleto. Los tejidos del excomandante cayeron al suelo como ropajes inútiles; sus órganos fueron aplastados por otros, jóvenes y funcionales; sus fluidos, licuados hasta purificar otro cuerpo y ser genuina falta de humanidad.
Entre las vísceras del hombre, se había erguido una mujer completa. Ella, al despertar de un ominoso letargo, se limpió los párpados, observó sus manos, los senos frescos, las piernas fuertes, el corazón encendido. A sus pies, lo que una vez fue su victimario, comenzaba a atraer a las hormigas; los papeles versificados de otra época, se remojaban en fluidos cadavéricos.
La joven caminó hasta encontrar un espejo. A sus múltiples fragmentos, arribaba una sonrisa de incredulidad y gozo. Aixa se palpó la cara, lacrimosa de alegría, y abrió los labios para volver a oírse, soñadora y digna, como antaño:
—Revertar ad vos.
soldat mundi
El aullido de las balas estremece a aquellas pocas aves que sobrevuelan el cielo nublado. Se filtran voces de alerta en un ambiente que hiede a humo, nicotina y lodo. Adim Novikov desearía estar en cualquier otro lugar. No. No en cualquiera: recostado en las piernas de su esposa, acariciándole el vientre hinchado de vida que se vio obligado a dejar cuando la guerra nació. ¿Por qué los hombres de saco no vienen y pelean?, piensa por un segundo. Si planearan sus movimientos in situ, verían lo espantoso que son la incertidumbre y la memoria. ¡Estúpidos, cobardes!
El comandante de la decimosegunda brigada de tropas de rifle motorizadas, se cubre tras el muro de basalto de lo que fue una galería de arte, antes de que Járkov se convirtiese en un estallido de carne, plomo y lamentos. Observa a dos de sus hombres, ocultos tras un automóvil desvencijado, y les señala con dos dedos que guarden su posición; a su segundo al mando, tras él, lo mira, asintiendo con la cabeza. Revisa su reloj, y acto seguido cierra los ojos resoplando. El cronómetro está a punto de parar. Vuelven a oírse gritos de los voluntarios en la autodefensa. ¡Vaya idiotas! Hasta los mandamases en Moscú podrían oírlos. Por unos segundos, Adim se compadece de aquellos hombres: herreros, profesores, electricistas, sombras hambrientas de propósito, venidas de otras tierras… Mueren peor que seniles perros.
El zumbido de un dron hiere el aire. Levita sobre sus cabezas, rumbo a la calle de enfrente. Un alarido enemigo, apagado por una explosión de metal, es el aviso. Mientras el comandante y el resto de combatientes abren fuego, la avanzada rodea el automóvil, para situarse unos metros por delante. La operación se repite, pero esta vez, le toca a Adim desplazarse con el pesado equipo de maniobra. Al caminar, pisa sin querer un objeto que lo hace perder el equilibrio, mas gracias a sus excelentes reflejos posiciona el pie para continuar la marcha. Voltea fugazmente para observar lo que ha aplastado: es una pequeña matrioska pintada con motivos florales. ¿Qué carajo hace en medio de todo esto? Quizá cuando saqueaban la galería a algún imbécil se le habrá caído, rodando banqueta abajo. O tal vez fuese de algún niño que la perdió mientras huía de los tanques. Adim intenta no pensar en la segunda posibilidad.
Al llegar al puesto asignado, sus camaradas disparan ante las aterradas figuras que se dispersan ante el ataque. Uno a uno caen, como esos animales de hierro, en las ferias, a los que hay que golpear con una pistola de balines.
—Krysy —gruñe uno de sus soldados, mientras imita el sonido de las ratas, chupando aire entre los dientes y el labio inferior.
La burla no dura. Un disparo impacta justo en el ojo del desgraciado, quien torna las notas de roedor en berridos de mamífero. El comandante se desgarra la garganta al dar la orden de cubrirse. Su rostro está manchado con sangre ajena. El herido convulsiona en el suelo ensangrentado. Adim escudriña el horizonte para encontrar al culpable. Mueve los ojos, furioso, y aprieta el arma con las manos sudorosas. Al fin, lo ve. Un muchacho que porta un brazalete azul y amarillo, intentando cruzar entre una barricada y un edificio, debe morir.
Oprime el gatillo.
La bala de Adim Novikov no da en el blanco. El joven agresor corre para guarecerse; antes de desaparecer tras una pared de concreto, clava sus ojos en el comandante. Él nunca olvida esa mirada.
La bala cruza la calle, impulsada por la descomunal rabia que había surgido del deseo de venganza. El proyectil se abre paso entre los hierbajos húmedos, los charcos de lluvia, y los cadáveres pudriéndose bajo los cables de la electricidad. Sigue andando más allá de los escombros, los derrumbes, los llantos, hasta Tyurinka; adquiere velocidad para traspasar la calle Molocha, y llegar hasta Levada. No se detiene ahí, y alimentada por un rumor flamígero de odio, aumenta su potencia, dejando atrás la ciudad. Esquiva cada obstáculo, arribando a Kiev; sin embargo, su viaje continúa: el parabólico demonio se enriquece con los gemidos de las madres huérfanas de hijos, vuela a Cracovia, luego a Praga, Luxemburgo, Ruan… Cuando llega al Canal de La Mancha, la bala ya es imparable; el agua del Mar Céltico la estimula, obteniendo aún más fuerza. Cruza el océano, apareciendo sobre Rhode Island, de Forth Wayne a Nevada, su furia rompe cualquier marca creada por las máquinas humanas. Para ese instrumento de destrucción, la gravedad no es más que una magnitud risible. Sale al Pacífico, se pasea en Japón, Mongolia, Kazajistán, Rusia, vuelve a Ucrania, y da la vuelta al mundo en un parpadeo. Repite el proceso: se ha convertido en un elemento que trasciende el espacio. No obstante, eso no es suficiente para ella: debe doblegar el tiempo. Sigue girando a través del planeta y avanza, avanza tanto como para que la guerra termine, las tropas vuelvan a casa, los hijos lloren a sus padres, los hombres de saco vuelvan a planear otra masacre, las noticias de los bombardeos sean de igual importancia que los chismes de la farándula, y la bala contiene cada miseria experimentada, cada muesca de piel, cada cabello arrancado. El plomo vivo busca desesperadamente el cuerpo que la contenga, como una muñeca matrioska que guarde en sí las vidas vividas o las muertes muertas.
***
Ava Novikov jugaba en el jardín cuando, de súbito, cayó entre las azáleas. Su padre, Adim, la vio precipitarse en grácil languidez, como si hubiese recordado arrojarse a unas sábanas de seda. El único ruido en el mundo había sido aquel impacto seco, en el pecho de la niña. El golpe de una ira irracional y mitológica que hizo estallar su corazón.
Adim Novikov, despedazado ante la escena, supo que, en la guerra, ninguna bala permanece limpia.