Laura Elena Rosado Rosado*
Mucho hemos escuchado estas últimas semanas sobre ese virus coronado que asola a toda la humanidad. Aunque un poco saturados, corremos a los medios digitales constantemente para enterarnos de cómo sigue su avance en Italia, cómo lo venció China, las medidas de las autoridades españolas para combatirlo y lo extraño que nos parece que en Corea del Sur o Alemania los fallecimientos sean pocos. Tampoco nos alejamos de las noticias de América, con las declaraciones de Donald Trump, de Estados Unidos, o Jair Bolsonaro, de Brasil, los más estridentes, y los juicios a nuestros propios gobiernos por las medidas tomadas.
Demasiada tinta correrá, muchos libros y análisis se harán, nos esperan meses y años de estudio del comportamiento del ser humano ante esta crisis. Lo más seguro es que el pensamiento y las acciones cambien, sobre todo en lo que se refiere a los sistemas de salud mundiales y a los actos solidarios realizados en esta gran aldea global.
Hoy, algunos de nosotros somos privilegiados y estamos en casa tratando de ser responsables y acatando las disposiciones. Tenemos más tiempo del habitual y para todos aquellos a quienes les gusta leer y sobretodo saber sobre la historia, les comparto algunos hechos sobre pestes y pandemias que han padecido los yucatecos, relatos incluidos, en su mayoría, en mi libro Llévanos en tu zabucán.
Es un hecho reconocido por la mayoría de los académicos e historiadores que las circunstancias que llevaron a la rápida conquista de América por los españoles, independientemente de su superioridad en cuanto al armamento, el uso de la pólvora, de los caballos o perros, etcétera, en relación con los americanos, estas ventajas no justificarían del todo el dominio de un número tan reducido de conquistadores sobre la inmensa mayoría de nativos. Es por lo anterior que los investigadores aceptan y proponen la hipótesis de grandes pandemias que acabaron en pocos años con enormes núcleos de poblaciones americanas.
Una de las primeras grandes epidemias en el Nuevo Mundo fue la viruela, la cual en 1518 llegó a la isla La Española (actual República Dominicana y Haití), acabando casi en su totalidad con la población indígena; sobreviviendo, según números del fraile Bartolomé de las Casas, únicamente un millar de nativos.
Desde la isla de Cuba la viruela llegó a México en 1520, siendo el portador de la enfermedad, de acuerdo con la tradición, un esclavo negro de Pánfilo de Narváez. Esta enfermedad diezmó a la población mexica, lo que representó un factor clave para el triunfo de Hernán Cortés, ya que uno de los primeros que murieron por su causa fue el emperador Cuitláhuac, sucesor de Moctezuma y quien intentó reunificar sus fuerzas para repeler a los españoles. También algo similar sucedió en el imperio de los incas, en donde rápidamente se propagó la enfermedad favoreciendo los intereses del conquistador Francisco Pizarro.
Otras epidemias que acabaron con gran parte de la población indígena, principalmente del altiplano de la Nueva España, fueron las llamadas: cocoliztli (la gran plaga) y matlazáhuatl (tifo exantemático, conocido como “enfermedad con erupción”), esta última acabó con un alto porcentaje de pobladores, principalmente nativos y esclavos negros durante 1545, año en que se presentó la primera epidemia, y 1576, la segunda, la cual fue más devastadora que la primera. Además de las pérdidas en vidas humanas, tanto para los indígenas como para los conquistadores cristianos, las epidemias eran interpretadas por ambos grupos como un castigo divino, concepto que favoreció aún más, la idea de la superioridad del hombre blanco y el consiguiente desánimo en los indígenas que las sobrevivieron.
En el caso de Yucatán, Pedro Sánchez de Aguilar, en su obra Idolorum Cultores menciona dos pestes (seguramente hubieron muchas más), registradas en los códices mayas durante la época prehispánica, aunque no se precisan las fechas, llamadas Mayacimil o muerte repentina y Ocna Kuchil que quiere decir “cuando los cuervos entraron a comer los cadáveres en las casas”.
Durante la época virreinal, fue la fiebre amarilla la enfermedad a la cual se culpa de la muerte de diversas personalidades, tanto autoridades civiles, como religiosas, así como de muchos vecinos españoles y un inmenso número de integrantes de la población maya, considerándosele la causante de una de las peores epidemias que arrasó con los pobladores de la península. Esta enfermedad infecciosa es transmisible por el mosquito Aedes Aegypti (el mismo al que actualmente se le atribuye la transmisión del dengue) y sus principales síntomas son fiebre alta, color amarillo de la piel, alteraciones en el hígado y los riñones y vómito de sangre, por lo que se le conoce también como vómito negro o xekik, como la nombraban los mayas.
De acuerdo con estudios realizados en 1892 por el obispo de Yucatán Crescencio Carrillo y Ancona, la fiebre amarilla ya era conocida por la población maya desde antes de la conquista, pero en su forma conocida como “selvática”, era transmitida por un insecto del género hemagogus que infecta a los monos. Sin embargo, la que atacó a los habitantes peninsulares durante el siglo XVII y originó la gran epidemia que mató a más del 50 % de la población, fue la transmitida por el mencionado mosquito Aedes que llegó a las costas campechanas en un barco español en 1648. La muerte de pobladores campechanos inició en el mes de junio y se extendió tanto, que un vecino de la villa en una carta apuntó: “[…] Si Dios no se duele de nuestra miseria y aplaca el rigor de su justicia, presto se dirá; aquí fue Campeche, como se dice en proverbio aquí fue Troya”.
El gobernador en esos años era Esteban de Azcárraga y dispuso diversas medidas para tratar de evitar o controlar su pronta expansión y llegada a Mérida, siendo la principal el aislamiento, poniendo la ciudad en incomunicación completa, se cerraron los caminos poniéndose en sus cabos numerosas guardias. A pesar de ello, para el mes de agosto la peste llegó a la ciudad, subiendo día con día alarmantemente el número de contagiados, familias enteras morían y los médicos y sacerdotes eran pocos para auxiliar a los enfermos.
Los asustados pobladores solicitaron a los alcaldes ordinarios Juan de Salazar Montejo y Juan de Rivera y Gárate que a su vez pidiesen al provincial franciscano fray Bernardo de Sosa otorgase su licencia para traer a la ciudad la imagen de la Purísima Concepción de Izamal, la cual en 1560, casi cien años antes, la adquirió en Guatemala fray Diego de Landa.
Las autoridades mayas de Izamal pusieron varias condiciones para permitir la salida de su querida virgen, entre las cuales estaba la exigencia de que el mencionado fraile Provincial, Bernardo de Sosa, permaneciera en el convento izamaleño, a manera de rehén, mientras la virgen visitaba Mérida, así como el acompañamiento de la imagen por varios indígenas principales, los cuales no se separarían de ella durante su procesión y estancia en la ciudad hasta su regreso a Izamal, estipulando un plazo de diez y siete días; cuatro días para que vaya, nueve para que esté en Mérida y cuatro para que vuelva.
La peregrinación de la imagen fue todo un acontecimiento en cada una de las poblaciones por las que pasaba, ya que todos los habitantes salían a venerarla con cantos, rezos y velas encendidas. Al llegar a la ciudad de Mérida, una gran cantidad de personas la esperaba, tanto principales, como regidores y canónigos, así como vecinos humildes de la ciudad, incluso los enfermos de las casas por donde pasaba, aún los que estaban próximos a espirar, se sacaban a las ventanas esperando así que recuperaran su salud.
La virgen fue llevada inicialmente a la Catedral de Mérida, en donde se celebró una misa cantada, después en procesión se le entregó a las monjas del monasterio de la Concepción, quienes entonaron un himno para pedir por la salud de los pobladores. Terminó en el Convento de San Francisco colocada en su capilla mayor durante los nueves días que permaneció en la ciudad.
Entre las anécdotas de la visita de la virgen está la siguiente que narra Cogolludo: Una española catalogada como “loca”, al pasar la imagen por su casa se puso a gritar: “¿Qué pensáis los de Mérida, que os ha de dar la Virgen, salud? Pues no ha de ser así, que no ha venido sino a hacer su agosto, y castigar los pecados de esta ciudad cometidos con su santísimo Hijo”. Dicha amenaza, por supuesto, causó gran temor entre la población.
Aproximadamente duró dos años la peste de fiebre amarilla en su fase de más efervescencia, aunque periódicamente se siguieron presentando casos de la enfermedad. A la visita de la virgen se le atribuyeron diversos milagros, como la pronta sanación de varios vecinos, los que agradecieron con el regalo de diversas joyas que después se vendieron para fabricarle un trono de plata labrada y el Cabildo a su vez correspondió emitiendo un decreto donde se declaraba a la virgen de Izamal, patrona, protectora y abogada de las pestes y enfermedades.
La realidad es que la aglomeración de personas, tanto en las poblaciones por donde pasó la procesión como en la ciudad de Mérida, hizo que la enfermedad se propagase en toda la península, siendo los primeros en enfermar los indígenas mayas guardianes, así como los frailes del monasterio que la acompañaron, por lo que la población de Izamal fue la siguiente en caer en las garras de la mortífera fiebre amarilla. Entre los numerosos muertos también estuvieron seis de los ocho religiosos de la Compañía de Jesús y veinte frailes franciscanos, dieciséis del monasterio mayor y cuatro del de Mejorada. Asimismo, fallecieron tres gobernadores por esa enfermedad, aunque esta causa “oficial” ha sido puesta en duda por algunos cronistas: Esteban de Azcárraga, quien falleció el 8 de agosto de 1648, cuando la fiebre amarilla inició su azote a la ciudad de Mérida; García de Valdés y Osorio, Conde de Peñalva, falleció el 1.º de agosto de 1652, y José Campero y Sorrevilla, quien cayó víctima de un nuevo brote de la enfermedad, el 29 de diciembre de 1662.
Hoy, cuando sentimos que somos víctimas de una pandemia inédita y cruel, llamada coronavirus, no hay que olvidar que no es la primera ni la más mortífera, hasta ahora, a las que se ha enfrentado la humanidad y nuestro país. El año pasado en el Congo murieron 6,000 personas de sarampión y 2000 de ébola y los números de los fallecidos por la peste negra y bubónica durante la Edad Media rebasan los 40 o 50 millones de muertes, al igual que los de la conocida como gripa española (aunque no se originó en España) en 1918.
Los yucatecos en las últimas décadas ya nos enfrentamos a la influenza 1 y 2, al zika, chikungunya, dengue y otros virus y bacterias. Tengamos fe en que esta pandemia, al igual que las anteriores, pasará y lo más seguro es que saldremos fortalecidos con la experiencia. Sobre todo, nos dejará muchas enseñanzas en cuanto al valor que le damos a nuestros médicos, enfermeras, investigadores y científicos que están exponiéndose y de los cuales nos sentimos tan dependientes. Estoy segura de que en todos los países del mundo se reeditarán los programas sanitarios y harán una revalorización al trabajo de estos profesionistas de la salud, que hoy son nuestros héroes.