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Jorge Gómez Barata

Cuentan que Charles Maurice de Talleyrand, ministro de Exteriores de Napoleón Bonaparte, advirtió al emperador: “Señor, las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para gobernar sentado sobre ellas.” Sebastián Piñera, presidente de Chile, debería conocer la anécdota.

Un liberal consecuente y un demócrata militante, nunca llamaría a los militares para que, al amparo del Estado de excepción, se hagan cargo de reducir a jovencitos que protestan y a los mayores que los apoyan. Otorgar al ejército la custodia del orden público, de hecho, los habilita para reprimir y mediante toques de queda encerrar a las personas en sus casas.

En Chile, el país que ha vivido la más reciente y cruenta experiencia de una dictadura militar, nunca debió ocurrir. El fantasma de Pinochet, debería haber impresionado al presidente más que las movilizaciones populares.

En casi todos los países latinoamericanos, circunstancialmente los militares se han apoderado del gobierno en detrimento de las instituciones civiles; en esta ocasión, un presidente civil, electo y en posesión de todas las prerrogativas constitucionales de su cargo, se los ha entregado gratuitamente. La excusa de que es algo temporal recuerda a quien reivindica la virginidad alegando que la penetración no fue total.

En América Latina, donde a lo largo de doscientos años los golpes de Estado han sido una acción política común y los ejércitos han desempeñado el papel que corresponde a los partidos políticos, los militares se han adueñado del poder con los más diversos pretextos y es muy socorrida la excusa de que se trata de mediar en la lucha entre facciones, presentando a los uniformados como una entidad neutralmente impoluta.

El caso de Chile y del golpe de Estado protagonizado por Augusto Pinochet contra el gobierno legítimo de Salvador Allende y que mantuvo a la elite militar en el poder por 17 largos años, fue de naturaleza típicamente ideológica. De lo que se trataba entonces era de, en connivencia con la oligarquía nativa y el imperialismo estadounidense, en nombre del anticomunismo, liquidar un gobierno de inspiración socialista y matriz genuinamente popular.

La primera medida que suelen adoptar los militares golpistas es decretar el “Estado de emergencia” como parte del cual se suspenden las garantías constitucionales lo cual, de oficio, implica la prohibición de las manifestaciones, el establecimiento de la censura y por lo general alguna moratoria en el funcionamiento de los parlamentos.

Los militares de hoy no tuvieron que acudir a esos extremos porque Piñera les hizo el trabajo sucio. Los llamó para que salieran de los cuarteles, les desató las manos al decretar el Estado de emergencia y les permitió declarar toque de queda en urbes de la magnificencia de Santiago de Chile y Valparaíso.

Los chilenos, a quienes les tomó diecisiete años desplazar del poder a Augusto Pinochet y reducir a los militares a la autoridad del poder civil, contemplan atónitos cómo Sebastián Piñera retrotrae al país a las más amargas experiencias.

En América Latina, cuando los militares dan un golpe de estado, disuelven las instituciones, en Chile el presidente Sebastián Piñera ha pretendido disolver al pueblo para entregarle el poder a los militares. Abrir la puerta de la jaula es fácil, lo difícil es volver a encerrar a los gorriones.

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