Pedro Díaz Arcia
¿Es casual la controvertida muerte del jefe del Estado Islámico (EI), en medio del desasosiego por la errática política de Donald Trump en Siria? El presidente afirmó el domingo que éste habría muerto, “como un perro”, al detonar un explosivo al verse acorralado en un túnel por una fuerza elite estadounidense.
El Pentágono dijo que el cadáver fue arrojado al mar. Respecto a los resultados del operativo militar, el criterio generalizado es que no significa la desaparición de la agrupación extremista; es más, si fuera así, Washington se habría desprendido de un importante socio, formado en su seno para incrementar la desestabilización en Medio Oriente y aprovecharla en su beneficio.
Después del descalabro que armó el magnate con la retirada de las tropas estadounidenses del Noreste sirio, abandonando a sus aliados kurdos; entre pasos hacia detrás y de nuevo hacia delante, se ha visto envuelto en un mar de críticas.
Era el momento del show mediático. ¿Qué más impactante que convertirse en el héroe que siguió en vivo, con rostro hosco, desde una mesa desordenada para darle mayor dramatismo a la escena, la muerte Abu Bakr al-Bagdadi, el “Califa del mal”? Pero fue objeto de burlas en las redes. Quizá creyó que podría resarcirse de los sarcasmos asistiendo en la noche a un partido de béisbol entre los Nacionales de Washington y los Astros de Houston en disputa por el campeonato; sin embargo, la fanaticada lo abucheó al grito de “¡Enciérrenlo!”; otros, los menos, lo aplaudieron.
¿Sabía la Secretaría de Defensa, desde tiempo atrás, la ubicación exacta del líder terrorista? ¿Esperaron para actuar en la ocasión oportuna? ¡Nada es casual! Puede ser una carta electoral antes de que este jueves la Cámara de Representantes someta a votación una resolución que formalice la investigación para llevar a juicio político al mandatario. Con una mayoría demócrata en el órgano legislativo, es de esperar que se apruebe. Lo demás es otro cantar.
Estados Unidos creó el Estado Islámico. Su máximo dirigente, Ibrahim al-Samarrai (alias Abu Bakr al-Bagdadi), fue entrenado en la cárcel clandestina estadounidense de Camp Bucca, en las afueras de la ciudad iraquí de Basora, donde estuvo detenido 11 meses en 2004, junto a otros terroristas, luego de la invasión de Irak un año antes. No obstante su peligrosidad, fueron liberados. Oficiales norteamericanos reconocían que eran más extremistas a su salida que a su ingreso al penal. La prisión fue una academia formadora de terroristas, según el diario británico The Guardian.
El Gobierno de Bagdad denunció entonces reiteradamente el papel de Washington en la creación del Estado Islámico (ISIS, en inglés; Daesh, en árabe), y cómo, junto a sus aliados, lo utilizó para lograr sus objetivos en Medio Oriente. Estados Unidos entrenó a cientos de fanáticos islámicos en la provincia occidental de Al-Anbar.
En el año 2014, al-Bagdadi se proclamaría como su máximo dirigente y anunció la fundación del Califato Islámico, con sede en la localidad siria de Al-Raqa y que ocuparía inicialmente territorios sirios e iraquíes. El Califa se considera el sucesor del Profeta: jefe de la nación y líder de la comunidad de musulmanes, lo que le da potestad para aplicar la ley islámica; muchos mahometanos no aceptaron el nuevo reino del terror para dominar el mundo.
La muerte de al-Bagdadi y la forma de calificarla debe disparar focos de alerta. En definitiva, las batallas militares, más que las diplomáticas, han caracterizado la lucha por el dominio de Medio Oriente. Un imperio que surge, un nuevo poder que se desplaza por sus fueros, tiene que incursionar en la región: allí subyacen inmensas riquezas en manos de presuntas “etnias atrasadas” que disputarían nichos religiosos. Estados Unidos, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, potencia dominante de la endeudada Europa, es un ejemplo de ello.
Pero, es la hora de preguntar ¿es el jefe del Estado Islámico, sea quien sea, el “Califa del mal”? ¿No será Donald Trump?