Zheger Hay Harb
La nota colombiana
Entre el final de la década de los cuarenta y mediados de los años sesenta del siglo pasado se posó sobre Colombia la sombra ominosa de lo que se conoce como La Violencia, ese período oscuro que se desató luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, caudillo liberal que arrastraba multitudes que lo seguían apasionadamente.
Conocido su asesinato el pueblo liberal se lanzó a las calles armado con machetes y armas de fabricación casera para vengar su muerte. Llegaron hasta las puertas del palacio presidencial arrastrando el cadáver del pobre lustrabotas que actuó como autor material y eso fue lo único que lograron: siguieron los mismos en el poder y los instigadores del crimen, entonces como ahora, aún se desconocen. A diferencia de lo ocurrido con el atentado del ELN en que el fiscal tres horas después ya tenía, según él, esclarecidos autores materiales e intelectuales, con huellas y ADN, todavía no sabemos quién mató a Gaitán.
En la Colombia profunda, en ese entonces más distante de Bogotá que de Venezuela, los campesinos empezaron a armarse con lo que encontraron a mano para defenderse del ataque de la policía que estaba al servicio del gobierno conservador. Hubo crímenes atroces de ambos bandos pero fueron siempre los liberales quienes corrieron con peor suerte porque los muy católicos conservadores tenían respaldo oficial.
Ese fue el germen de las FARC: una autodefensa campesina que se “enmontó” con sus familias y animales domésticos para protegerse. El ataque de la fuerza pública los obligó a radicalizarse. En el acto solemne en San Vicente del Caguán con el cual se dio inicio a las negociaciones de paz entre el presidente Andrés Pastrana y esa guerrilla, Tirofijo, su máximo líder, no acudió a la cita pero envió una carta para fijar su posición. En ella presentó el inventario de lo que perdieron por el ataque que los obligó a huir: sus marranos, gallinas, burros y útiles de labranza y narró cómo fue ese doloroso éxodo con sus esposas e hijos, sin ningún cobijo y protegidos sólo por el sigilo, su conocimiento de la selva y la necesidad de salvar sus vidas. Su politización y conversión en guerrilla socialista es una historia paulatina y constante hasta llegar a ser la mayor y más antigua del mundo en el momento de su desmovilización.
Por supuesto el anterior es un resumen más que mínimo al cual recurro para presentar una de las versiones de la autodefensa en Colombia.
En los años 80 narcotraficantes, ganaderos y grandes propietarios rurales se agruparon bajo la denominación de Autodefensas y sembraron los pueblos y campos de desolación, despojo y muerte bajo una supuesta lucha contra la guerrilla. Eso no supone la exculpación total de las organizaciones guerrilleras sino la presentación de otra acepción de esa palabra que debería suponer la resistencia del débil ante la desprotección.
Esas bandas habían comenzado como organizaciones de civiles armados –Convivir- promovidas por Álvaro Uribe con la excusa de protección contra la guerrilla y varias, la mayoría, pasaron a ser abiertamente grupos paramilitares, que luego se organizaron como AUC: Autodefensas Unidas de Colombia.
Ahora ese mismo patrón de los paramilitares y su partido el Centro Democrático junto con los conservadores pretenden “flexibilizar”, bajo el paraguas del presidente de la República, que no es más que su títere, el decreto de 2018 que prohíbe el porte de armas a los particulares. Duque, sibilinamente, dice que mantiene el decreto, que el monopolio de las armas pertenece al Estado, pero que el ministro de Defensa (el inepto y guerrerista ministro de Defensa) puede otorgar permisos a los civiles para que se armen. O sea, otra vez las Convivir, otra vez los paramilitares.
Los ganaderos del César, un departamento donde los paramilitares campearon robando tierras y sembrando de cadáveres el campo, le han pedido a Uribe, que muy gustoso los apoya, que les ayude a que les den armas porque están en peligro.
Si armar a quienes están en peligro resolviera la situación tendrían que dar armas a los líderes sociales y a los reclamantes de las tierras que usurparon los ahora llorones. Todos los días amanecemos con la noticia de un nuevo asesinato de luchadores sociales y todavía no conocemos que alguno de ellos haya pedido armas para defenderse. No lo hacen porque saben que la solución no está en la guerra y porque ellos más que nadie conocieron lo que es respirar tranquilos en sus veredas con la paz que trajo la desmovilización de las FARC.
Todavía está fresca en el campo la sangre de las víctimas de las masacres perpetradas por estas “autodefensas” y ya los huérfanos de ese poder asesino quieren revivir la tragedia. Ya no les basta con la creación del “enemigo venezolano”; ahora que los gringos les están ayudando tan acuciosamente en ese frente, quieren soto voce volver a las andadas para arrebatar lo que no alcanzaron a robarse en tantos años de barbarie.
Si las armas trajeran la seguridad no tendríamos que ver las tragedias que en Estados Unidos a diario protagonizan los “civiles armados para defenderse”. Durante más de sesenta años, contra toda evidencia, nos mantuvimos en una guerra absurda. Y ahora, que después de seis años de negociación, logramos el mejor acuerdo de paz posible, aún con sus limitaciones ¿nos vamos a lanzar de nuevo al desenfreno de la guerra? Sólo quienes se benefician de ella pueden desearla. Entre ellos, los mayores ganadores, están quienes durante años medraron en el espacio político asustando con el peligro de la guerrilla y ahora le agregan el de Venezuela.