CubaPor Marina MenéndezFotos Lisbet Goenaga
LA HABANA Cuba.- cuando los rítmicos acordes de la conga cubana irrumpen entre las viejas casonas de la Habana colonial, los transeúntes se detienen y se dejan arrastrar por el ritmo de la tumbadora y los acordes de la trompeta china, mientras insólitos bailarines montados en zancos invitan al baile, sorteando los viejos adoquines como si anduvieran sobre sus propias piernas.
Entonces la comparsa de muchachas y muchachos se detiene y ejecuta inimaginables coreografías y piruetas que hacen la diversión y el asombro de grandes y chicos, muchos de los cuales se enrolan en el baile de los danzarines, contagiados con su alegría.
Podría decirse de ellos que constituyen una compañía casi integrada al paisaje habitual de este pedazo de la capital por sus asiduos desfiles, con protagonistas y coreografías que se renuevan al paso del tiempo, pues si algo hay que poseer para ser uno de sus miembros es esa destreza, equilibrio y fuerza que solo nos acompañan en los 20 y los 30 años.
Algunos van vestidos a la usanza tradicional de las más clásicas comparsas de la época de la colonia, llenas de colorido, pero también hacen malabares y piruetas que evocan al circo.
La iniciativa surgió hace ya algunas décadas como parte de los espectáculos de teatro callejero que protagonizaban miembros del prestigioso grupo Teatro Estudio, fundado por el ya fallecido y connotado dramaturgo Vicente Revuelta, en la adoquinada Plaza de Armas, con el propósito de retomar y dar a conocer las viejas danzas y rituales africanos traídos a Cuba por los esclavos, quienes fueron arrastrados a la Isla a la fuerza desde su continente.
Sus puestas se vincularon con las del grupo Tropazancos, que coordinaba entonces un taller permanente para la enseñanza del andar sobres zancos en la Casa de la Cultura de Centro Habana.
Algunos años después, el proyecto ha cristalizado en este colectivo que se divide en grupos para recorrer y alegrar las calles habaneras, al tiempo que muestra al visitante parte de nuestra historia y nuestra cultura, promovidos por la Oficina del Historiador de la Ciudad.
Se reúnen temprano para dedicar un tiempo al maquillaje, la afinación de las trompetas y “calentar” antes de treparse en sus altas piernas artificiales, que dominan a la perfección, y tomar las calles.
Pero nada de lo ocurra en sus diarios recorridos está escrito.
Para Jorge Serpa de la Hoz lo fundamental está en el contacto con la gente y eso es, precisamente, lo que más le gusta de su arte.
“Trabajamos con la energía del público: según te acojan los espectadores, así estará tu energía; y viceversa. El público es quien te devuelve esa energía que despliegas.
“Lo que más me gusta es hacer acrobacias, aunque en realidad soy músico y tengo “flachazos” como actor. No hice el taller de formación que pasan quienes se suman, pero tuve el apoyo de una profesora y fundadora del colectivo”.
También a Kenia Galán Delgado lo que más le gusta es el intercambio con la gente.
Llegó a Gigantería en agosto pasado mediante el taller de actuación y arte callejero que imparte la compañía. Nada se iguala a la sensación de interactuar con las personas, dice.
“En la calle, la actuación es muy dinámica y depende de las personas que intercambian contigo en la calle, así que uno debe estar siempre listo para la improvisación, independientemente de lo que ensayamos.
“Por eso todos los días es un espectáculo distinto: no sabes lo que hallarás en las calles”.
“Claro que es un trabajo exigente. Debes tener buena preparación física pues estás a 85 centímetros del piso y tienes que mantener el equilibrio, bailar y actuar a esa altura.
“Hay que prepararse bien, pero lo primero es la valentía: atreverse a subir en los zancos. Y después, entrenar, que es lo que siempre hacemos”.
El recorrido dura unas dos horas y media, de acuerdo con las paradas que hagan, pues a veces se detienen en más ocasiones; sobre todo, cuando los rodean los niños y apenas les dejan avanzar.
… Ya suenan los tambores y llama la corneta china. Los muchachos se ajustan los zancos, suben a ellos, y empiezan su desandar sobre las calles empedradas.
Apenas han recorrido una cuadra, y se detienen: la esquina está llena de gente que los aguarda.