Pedro Díaz Arcia
En vísperas de la contienda presidencial de noviembre de 2016 en Estados Unidos, me planteaba si se mantendría el bipartidismo “democrático”, en una continua alternancia de los dos grandes partidos en el poder desde 164 años atrás, aunque ya despreciado por la inmensa mayoría de la ciudadanía, o por el contrario habría un quiebre del pastel compartido, ante augurios por el desafío que significaba la presencia de Donald que nadaba a contracorriente del “Grand Old Party” sin escuchar consejos ni arbitrios.
La amenaza de salirse del carril republicano si no era nominado a la presidencia constituía un peligro para el partido, cuando el magnate había arrasado en las primarias. El bando rojo no tuvo otra opción que designarlo como candidato a la Casa Blanca en su convención Nacional en Cleveland, Ohio, el 21 de julio. La élite de a poco se fue subordinando a los caprichos del autócrata.
El hecho de que el sistema electoral norteamericano permita que contiendan diversos partidos políticos, no significa la posibilidad de que alguno acceda al poder. La posibilidad de un quiebre en el tradicional reparto del pastel era muy difícil a pesar de algunos augurios.
El propio diseño electoral imperante también en otros países, por ejemplo, la sucesión de conservadores y laboristas en Reino Unido, o demócratas cristianos y socialdemócratas en Alemania, es un camino de dos vías que convergen en la misma estación; aunque existan ligeras inclinaciones a la “izquierda” o variaciones a la derecha en sus programas de gobierno.
El electorado estadounidense promedio, cansado de las élites y dinastías partidarias en el poder y que aspiraba a un cambio, se enajenó en la agresiva retórica del magnate que apostaba por un país renovado en su fortaleza a partir del lema “America First” y en el que vio al Mesías; que fue capaz de sacar a flor de piel los peores sentimientos de buena parte de la sociedad estadounidense.
Aun así, todo indicaba que sería derrotado por su contrincante la ex secretaria de Estado, Hillary Clinton. Las encuestas a “pie de urna” de aquel martes 8 de noviembre de 2016, mostraban que el 60% lo desaprobaba; el 61% no lo consideraba apto para el cargo; y el 35% afirmaba que no tenía temperamento para ser presidente. Sin embargo, 4 de cada diez electores votaron por él; y aunque no fue lo que le dio la victoria, la mayoría de los delegados del Colegio Electoral lo designaron como presidente.
Muchos de quienes lo apoyaron sabían que ni era un ejemplo a seguir ni el mejor candidato para apoderarse del Despacho Oval, pero asumieron el desafío. Trump era el cambio. ¿Hacia dónde? El mundo sabe perfectamente hacia dónde.
Las imágenes sobre el mandatario se mueven como las de un caleidoscopio. Una declaración triunfalista en la mañana y un rostro enfurecido horas después. De la gloria al infierno en solo un paso. Los detalles del informe de Robert Mueller lo tienen en vigilia; mientras la Cámara de Representantes exige los detalles de la polémica investigación. Mucho para tan poco seso.
Con independencia de una compleja coyuntura, Trump recibió más de 60 millones de votantes; fanáticos que parecen seguirle como autómatas en un desfile militar. En tanto, se mantiene el rechazo a un retorno al centralismo autocrático de las dinastías.
¡No será fácil la campaña de 2020!