El reconocido escritor afroamericano James Baldwin expresó en la década del sesenta: “Me siento horrorizado ante la apatía moral, la muerte del corazón, que es lo que está ocurriendo en mi país”, al referirse a una “crisis de conciencia” en Estados Unidos.
¿Qué diría si viviera en estos tiempos?
Cuando es imprescindible que sus coterráneos cobren conciencia sin caer en crisis, porque el gobierno lanzó una piedra al avispero.
En Europa, Estados Unidos y ahora América Latina, los fascistas no ocultan el racismo y el uso de la violencia, sino que con satisfacción expresan su apoyo a líderes populistas como Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, según un artículo publicado el martes en el diario The New York Times.
La edición recoge que “desde el punto de vista de las conexiones entre historia lejana e historia reciente”, el populismo se ha convertido en los últimos años en una dimensión esencial de la normalización del fascismo”; amamantado y legitimado por el populismo de extrema derecha nacional y transnacional.
Su objetivo es minar desde adentro el sistema en países donde la “democracia” está en aprietos, o en aquellos donde los procesos electorales fueron suplantados por plebiscitos para sustituir “la historia y las verdades sustentadas” por un fundamento empírico inspirado por el mito político de su líder.
Y aunque opino que se ofrece una concepción simplista para fijar las diferencias entre el fascismo y el populismo; sin embargo, coincidiría en que su retorno responde a un contexto que le facilita su incorporación al escenario político como un “compañero de ruta”; pero con el objetivo de sacar de la vía a todo lo que se le oponga. No se trata de un dardo lanzado contra la neblina.
El autor del artículo hace mención de cómo en los inicios de los años cuarenta, los fascistas argentinos decían que cuando el nacionalismo triunfara los buenos ciudadanos podrían gritar con orgullo: “Dios, patria y familia”; y el exterminio de los judíos del país sería el homenaje más grandioso que podrían brindarle a su patria.
Mas no fueron los únicos, otros gobiernos lacayunos en América Latina, al servicio de intereses foráneos, comían hacía rato de las manos del Departamento de Estado.
Ahora, con distintas máscaras, discursos de odio y el dominio de una entramada mediática se aprovechan de las facilidades de un mundo interconectado para penetrar la vulnerabilidad de presas víctimas de la ignorancia o de la ambición, e impregnarles un sentido de apatía y ausencia de compromisos sociales, mucho menos de carácter político.
Además, si el fascismo no siempre es fruto de los populistas, acostumbran a compartir la cama en busca de morbosas alianzas. Una coalición de ultraderecha, que se ha apoderado de buena parte del continente, piensa que tiene en el puño el destino de nuestros pueblos.
Pero lo principal no está en los “ismos”, sino en su esencia.
Cuba, que como una espada se atraviesa a la entrada del Golfo de México: fusión de culturas y una histórica tradición combativa en defensa de su independencia, tiene un presunto cobrador, Estados Unidos, que no pierde la esperanza de pasarnos la factura por la Revolución que le hicimos en sus propias narices.
Allá los que siembren falsos positivos.