Jorge Gómez Barata
Ya sea, resultado de la evolución o creada por Dios que la dotó de talentos y cualidades morales superiores y le concedió el libre albedrío, la especie humana, única a la que no le basta con sobrevivir, se hizo a sí misma. A la incesante búsqueda de la prosperidad, la libertad y la felicidad sumó una excepcional capacidad para innovar.
Al igual que los instrumentos de trabajo y los modos de producción, transitaron de lo elemental y rudimentario a ingenios cada vez más complejos y productivos, las formas de organización social también evolucionaron. La diferencia estriba en que, en unos ámbitos las ideas avanzadas son acogidas con beneplácito; mientras que, en la esfera social, encuentran mayores dificultades. Ocurre así porque se trata de procesos asociados al poder y a los intereses de las clases y los individuos.
En esa andadura, en la cual la humanidad creó la esclavitud y el feudalismo, paradigmas de estancamiento y despotismo, se gestó también el modo de producción capitalista, hasta hoy la más trascendental de las innovaciones sociales, elogiadas por Carlos Marx hasta la desmesura. Entre otros elogios, dijo es que el capitalismo: “(…) Ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas… y ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas (…)”.
En un inesperado giro, apenas setenta años de que estos juicios fueran emitidos, en una singular coyuntura histórica y sin que hubiera madurado un proyecto alternativo viable, los bolcheviques encabezados por Lenin alcanzaron el poder en Rusia y proclamaron el triunfo de las ideas de Marx, proponiéndose liquidar al capitalismo y edificar una nueva sociedad.
De hecho, se trató de un intento por rectificar el curso de la historia, comparado a veces con un esfuerzo por “tomar el cielo por asalto”. El heroísmo masivo y la capacidad de sacrificio de los pueblos de la Unión Soviética y otros países socialistas, no fueron suficientes para llevar a feliz término un proyecto cuya desmesura lo hizo inviable.
Marx percibió la transición al socialismo como un resultado del proceso civilizatorio y no como fruto del voluntarismo de iluminados líderes o eficaces organizaciones, tampoco como un hecho aislado fruto de contingencias locales. Para él, el socialismo es una categoría histórica, un eslabón de transición hacia una sociedad superior que, llegado el momento, sustituiría al capitalismo ocupando el espacio de toda una época.
El marxismo es un producto cultural, una innovación trascendental cuya verdadera naturaleza fue intuida por el Che Guevara, quien asumió que un revolucionario o un pensador social, deben ser marxistas con la misma naturalidad con que los físicos son einstenianos y los biólogos pasteurianos.
En realidad, el capitalismo no es una forma de gobierno, sino un modo de producir, cuya principal limitación es la incapacidad para distribuir con equidad las riquezas que crea.
Ante reveces de la magnitud histórica del colapso del socialismo real, incluida la Unión Soviética, un proyecto que pudo resistir la embestida de la reacción mundial, desarrollar un inmenso país, contribuir decisivamente a la derrota del fascismo, pero no sobrevivir a la errónea lectura del marxismo y a errores que como el stalinismo y el dogmatismo provocaron el inmovilismo social, no cabe la rectificación. Del mismo modo que la historia no puede ser conducida por atajos, tampoco puede dar marcha atrás. Ser marxista hoy es ser renovador.
Tal vez más importante que llamar a destruir el capitalismo es convertirlo en herramienta para la construcción de relaciones sociales nuevas. La innovación social soñada es una sociedad con la eficiencia del capitalismo y los afanes de justicia del socialismo. Los instrumentos para lograrlo existen, son el estado consciente de su responsabilidad por el bien común y la genuina democracia. El camino es largo y nadie ha dicho que será fácil. Allá nos vemos.