Internacional

La revolución, un arma del arte

Iván de la Nuez

Desde los tiempos soviéticos, todos los gobiernos socialistas implementaron aquella máxima que decía que “el arte era un arma de la revolución”. Esto, por una parte, obedecía al hecho de que el comunismo -como ha visto Boris Groys- no sólo debía ser justo, sino que también tenía la obligación de ser bello. Pero, por otra parte, ese “arte como arma de la revolución” implantó una tradición nefasta, de control y censura largamente documentada (y sufrida) que traicionó las creencias iniciales de los Mayakovski, Tatlin, Kandinsky y compañía.

Cuando más tarde se vino abajo el comunismo en Europa del Este y el mundo soviético se desmembró, la euforia por la vuelta del capitalismo sacó el término “revolución” del diccionario del postcomunismo. Y se expandió la creencia de que el arte, verbigracia del mercado, por fin sería libre y nada era recuperable de lo que había pasado en el ala Este del Muro de Berlín. La fiesta de la desmemoria fue tal que Ciprian Muresan, un artista rumano, dibujó un grafiti irónico con este lema: “El comunismo nunca existió”.

Sin embargo, los museos de Occidente poco a poco sucumbieron a la curiosidad, a la que siguieron fases de tanteo y fascinación, por lo que había pasado tras el Telón de Acero. Así fue que con la revolución política fuera de juego muy pronto los grandes centros de arte decidieron colgar la “revolución artística” en sus paredes. Y mediante arqueologías, revisiones o redescubrimientos fueron mostrando la cultura compleja que se desplegó bajo aquel sistema. De ahí el desfile de la vanguardia rusa, Alexander Deineka, la Escuela de Leipzig, los artistas de Járkov, fotógrafos como Josef Koudelka o Boris Mikhailov.

El mundo occidental había descubierto que, si bien el arte como “arma de la revolución” era imposible, trocar la frase y convertir a la revolución como arma del arte sí podía ser rentable.

¿Qué mejor para el radicalismo de estos tiempos que sublimarlo en el museo e impedirlo en la calle? ¿Qué mejor que exponer en la misma Bastilla las ideas para tomarla?

Esta ha sido la historia del arte contemporáneo en los últimos treinta años: la de saber colocar un arte político revolucionario dentro de una política artística conservadora. Y de esa manera, completar la famosa frase de Marx a base de empaquetar como estética los hechos que antes se habían vivido como tragedia y como farsa.