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México

Matar y morir

CIUDAD DE MEXICO, 23 de septiembre.- Más de 5,000 personas han sido asesinadas en Ciudad de México entre el 2013 y lo que va del año, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP). Al ritmo de una muerte violenta cada ocho horas. Tres asesinatos por día. Como Paola (era trabajadora sexual. Fue asesinada a balazos hace dos años en el coche de un cliente. El principal sospechoso, un ex militar, sigue prófugo), Martín (su cuerpo fue encontrado hace cuatro años en la parte trasera de su vehículo. Fue secuestrado, torturado y acuchillado. No tenía antecedentes penales) o Jerzy (a los 16 años fue levantado en la discoteca Heavens y después apareció descuartizado junto a otros 12 jóvenes. Fue la mayor matanza del narco en Ciudad de México). Como el caso que llena de morbo las portadas de los periódicos de nota roja. Como el cuerpo cubierto por la “sábana negra” y que no saldrá esta tarde en las noticias. Como lo que empezó en una riña y acabó archivado en el cajón de una Fiscalía. Así hasta llegar a un aumento del 40% en los homicidios de los últimos seis años, como documenta México Evalúa.

En el estudio 5,013 homicidios en la Ciudad de México. Análisis espacial para la reducción de la violencia letal, al que ha tenido acceso EL PAÍS como parte de una colaboración con varios medios, la organización analizó casos de violencia letal desde el 2009 hasta el 2016, y geolocaliza calle por calle dónde se mata en la capital del país. La geografía del crimen en la mayoría de los casos tiene relación con desorganización social, el hacinamiento y grado educativo de los lugares con más homicidios.

Las probabilidades de que un crimen se denuncie y se esclarezca en la capital mexicana son menores al 1% y ocho de cada 10 homicidios no se resuelven, de acuerdo a la organización Impunidad Cero. No hay respuestas rápidas ni atajos para salir de la crisis. Mientras Ciudad de México se mira en el espejo del momento más sangriento de su historia reciente, aparece el reflejo del Crimen Organizado, del fracaso de las políticas de seguridad y del sistema de justicia, pero también de las carencias sociales, la falta de oportunidades y los estigmas. También hay destellos permanentes de corrupción e impunidad.

La suma de los factores es una espiral de violencia cada vez más normalizada en todo el país. Hay hasta agosto de este año otros ocho Estados con más asesinatos que la capital y otros 22 tienen más homicidios dolosos por cada 100,000 habitantes, según datos del SNSP.

El dolor de los que buscan justicia

“¿Sabes qué fue lo que me impactó?”, se pregunta aún Leticia Ponce, la madre de Jerzy Ortiz. Después, guarda silencio. Era junio del 2013. Su hijo y otros 12 jóvenes de entre 16 y 34 años habían sido secuestrados hacía tres meses en la discoteca Heavens, en pleno eje financiero de la capital. La madre de otra de las víctimas le dijo que los habían encontrado, que comprara el periódico. “Veo el encabezado: ‘Descuartizados’ y abajo la foto de mi hijo Jerzy en primera plana, no se tientan el corazón, no saben lo que lastiman a la gente”. Se le quiebra la voz. Hay todavía mucho dolor y muchas dudas: “Mañana puedes ser tú, puede ser cualquiera. Por la inseguridad, por todo lo que está arrastrando esto”.

- Veo puros huesos, pedazos. Me dijeron: “Esto es su hijo”.

Los jóvenes fueron vapuleados por los medios, criminalizados como narcomenudistas, pero nunca lo comprobaron. Les llamaban “tepiteños” de forma despectiva, porque la mayoría eran del barrio bravo más famoso de la capital de México. Era un silogismo perverso, como si se merecieran haber sido desaparecidos, torturados y asesinados por el barrio en el que vivían, porque eran de Tepito. Pero no los mataron ahí. “La inseguridad la tenemos en todo el país… no nada más en Tepito, en todos lados te roban, en todos lados te secuestran”, dice Ponce, de 53 años, sobre el estigma y las etiquetas de todos los días, mientras el bullicio se cuela en uno de los negocios de su familia, en el corazón del barrio.

- ¿Cómo lo aceptó?

- Lo tenía que aceptar, si no iban a decir que estaba loca (…) Quien ha perdido un hijo, ¿cómo va a aceptarlo? No lo vas a aceptar en tu vida, hasta que te mueras.

Han pasado cinco años, hay 26 detenidos, pero aún no se sabe por qué se los llevaron y los asesinaron. Tres palabras salen en la conversación. “¿Verdad? Hay miles de preguntas en el aire, las autoridades te hacen un cuento como ellos quieren y más en México”, reclama Ponce: “¿Justicia? No hay justicia, tenemos gente en el reclusorio, ¿y?”. Por último, memoria: “¿Cuándo han dignificado a mi hijo, cuándo han dicho nos equivocamos? Porque era un niño, un niño de 16 años”.

Víctimas y victimarios, la doble tragedia de los jóvenes

“Todos los consejos de los que están alrededor son: “No te desgastes’, ‘da vuelta a la página’, ‘es irremediable”, cuenta desconsolado Jorge, de 72 años, el padre de Martín: “Pero eso es imposible… no les ha pasado, no saben lo que se siente”. Martín fue asesinado en octubre del 2014 y su cuerpo, abandonado a unos 700 metros de la Fiscalía que levantó el informe, en la delegación Gustavo A. Madero (GAM), en el norte de la ciudad. “Mi hijo era un joven como usted, en plenitud de su vida, integrado en la sociedad”, recuerda su padre, que ha pedido el anonimato para él y su hijo.

El caso está empantanado. No hay detenidos. Las cámaras de seguridad, como las 15,000 que vigilan la ciudad, estaban “descompuestas” cuando sucedió el crimen. Eso le dijeron durante las indagatorias. Los policías se quejaban de “que no tienen recursos ni viáticos” para averiguar lo que pasó. La investigación se inició “por homicidio con arma de fuego”, pero ningún arma se disparó según la autopsia. Jorge asegura que tuvo que dar dinero para que le devolvieran las pertenencias de su hijo. “Mi vida está por terminar y sigo con una gran frustración, seguiré con un nudo en la garganta hasta el último día, pero será más terrible si me voy y no se hace justicia”, lamenta y dice de cara al dolor: “Yo quiero justicia, quiero cumplir con la memoria de mi hijo, demostrarle que su padre no se cruzó de brazos”. Martín tenía 34 años.

Hombre, 34 años en promedio. Eso es lo primero que salta a la vista al ver las estadísticas de homicidios, según los datos que ha recopilado México Evalúa entre el 2009 y el 2016 sobre las víctimas. La mayoría se cometieron en Iztapalapa, donde vivía Martín, y en la GAM, donde lo mataron. En el 2017 hubo 1,315 muertes por homicidio en la capital, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Nueve de cada 10 eran hombres. Es la principal causa de muerte entre varones de 25 a 34 años y la segunda entre los que tienen de 15 a 24 años. La tendencia se replica para el resto del país.

“Los hombres se están muriendo en proporciones absurdas”, lamenta Rendón. El nexo se agudiza cuando se habla de muertes violentas ligadas al Crimen Organizado. El 95% de los reos en la capital son hombres, la mitad de ellos tiene entre 18 y 34 años, y los varones están ligados al 90% de los delitos que se cometen en Ciudad de México, según datos del INEGI. Las sentencias reducidas para menores y un cúmulo de vulnerabilidades sociales hacen que los jóvenes se conviertan en “carne de cañón”. “Estamos viendo a chavos desde los nueve a los 12 años en los grupos delictivos y a los 15 ya están en las grandes ligas del crimen”, advierte Saskia Niño de Rivera, directora de Reinserta. “Hay una falta de políticas públicas y de oportunidades para los jóvenes mexicanos”, añade.

“Era él o yo, literalmente”, cuenta Gustavo, de 22 años. Se toma su tiempo, tiene los ojos bien abiertos. “Fue un ajuste de cuentas, nos estábamos peleando el punto de venta de la droga y lo tuve que hacer”. Se le cierra la garganta, hace una larga pausa y sigue: “Era de noche, lo levantamos en un coche, lo llevamos a una casa en el Estado de México y le metimos unos balazos en la cabeza”. Ambos tenían unos 15 años cuando pasó todo, vivían en el mismo barrio, vendían droga en Tepito. Pero uno era de una pandilla y el otro, de otra. “No quería hacerlo, pero sabía que me la tenía que jugar porque había amenazado a mi familia”.

“Empecé por necesidad, a veces no teníamos ni para comer, otras veces veías que los demás tenían cosas y tú no”, recuerda Gustavo. Fue reclutado a los 14 años. Era bueno para la escuela, pero eran muchas las presiones. Todo estaba muy normalizado: los robos, la droga, la violencia, los problemas en casa. Su madre murió de una enfermedad terminal cuando era niño, su padre es alcohólico. Después de tres años en la comunidad para adolescentes de San Fernando regresó al barrio y la presión no ha cedido: “Todavía me invitan a robar y a matar por dinero, despegarme de todo ha tomado tiempo”. Su pandilla llegó a pagar 200,000 pesos (10,000 dólares) por asesinato. Más de 2,200 salarios mínimos.

- ¿Alguna vez mató por dinero?

- No. Fue sólo esa vez. Un ajuste de cuentas es personal.

“Cada vez están más chavos los que van a robar, los que van a matar, no hay nadie que te dé un consejo, que te oriente, que te dé una oportunidad”, dice frustrado y confiesa: “Es muy duro, a veces me pongo a llorar por la impotencia”. La violencia en el barrio ha empeorado y la discriminación fuera de él, también. Ser padre de dos niños cambia todo. Ellos son su motivación para hacer trabajo comunitario, para acabar sus estudios, para salir adelante. “Fui victimario cuando cometí el delito, pero también víctima de todo un sistema y si las cosas no cambian, al final los jóvenes seguiremos pagando todo esto”, lamenta.

La cotidianidad de la muerte

“Se ha vuelto normal”, cuenta agotado Jorge Méndez, de 69 años. Todavía vestido de mariachi, a unos veinte metros de la escena del crimen. Doce horas antes, cinco sicarios disfrazados de músicos acribillaron a 13 personas en Garibaldi, la plaza de la música mexicana, una de las más famosas y concurridas del país. En pleno centro de la capital, el viernes antes de la noche del grito de Independencia, la celebración más importante para los mariachis, para los vendedores de comida, para Garibaldi. “Se nota que venían a lo que venían”, dice convencida Aurora, una vecina de 47 años: “Esto fue un ajuste de cuentas”. El tiroteo duró apenas seis segundos.

La sangre todavía está fresca afuera del pequeño local donde fue el ataque, un supuesto negocio fachada en el que se vendía droga. Dos plantas más arriba de donde estaba el negocio, tres niños se asoman tímidamente a través de una ventana amarillenta. En la calle, otro chavo patea una pelota, a sólo unos pasos del cordón policial, y esquiva a una patrulla apostada para resguardar el lugar. Tres turistas rubios pasan sin comprender de qué se trata aquello, por qué tanta gente se queda parada uno, dos o tres minutos y después hace una foto con el celular. “Como si no pasara nada”. Normalizado.

Cuatro veladoras arden a un costado de la zona acordonada, una por cada muerte que se conocía hasta ese momento: tres habían fallecido en el momento y otro más en el hospital. Tres días después se supo que habían muerto seis personas, cuatro hombres y las dos mujeres que administraban el local. Una de ellas fue identificada como Araceli Ramírez, de 27 años, esposa de un capo que controlaba la venta de droga en Garibaldi, que lideraba el grupo Anti-Unión -una escisión de la Unión de Tepito- y que había sido asesinado en marzo pasado. La otra víctima era su hermana Cristina Ramírez, de 22 años.

Esa noche no paró el mariachi, ni la fiesta ni los tragos en Garibaldi. “La noche apenas empezaba y teníamos que seguir tocando, teníamos que sacar el gasto”, justifica Méndez para explicar cómo había sido posible que el movimiento en la plaza hubiera seguido después de que tres motocicletas irrumpieran entre el mar de gente y detonaran 60 cartuchos con sus metralletas a todo el que se les cruzara por el frente.

La hipótesis principal, un enfrentamiento entre dos carteles que se disputan el primer cuadro de Ciudad de México: la Unión de Tepito y los Anti-Unión. Las autoridades aseguran que los agresores han sido identificados, pero no han detallado quiénes eran ni si han sido detenidos. “Todo queda envuelto en este marco de ajustes de cuentas y bandas rivales sin entender que lo verdaderamente importante pasa por la detención de los presuntos responsables”, lamenta Sánchez. Sin consecuencias. Hasta ahora.

Después retumban las palabras del mariachi Méndez: “Se ha vuelto normal”. Luego, los ecos de la negación: “No es Crimen Organizado”. Más tarde viene a la cabeza el consejo que Kenya Cuevas dio a Paola Sánchez para trabajar en una esquina de la calle Puente de Alvarado, donde fue asesinada a tiros: “Salte de Garibaldi, hay mucho alcohol y mucha droga, es peligroso”. Finalmente, el lamento de Leticia Ponce, sin respuestas tras cinco años de perder a su hijo Jerzy: “En todos lados te roban, en todos lados te secuestran”.

“Estamos en un momento en el que las personas parecen reemplazables, desechables, como si no importara que se les arrebate la vida así”, lamenta Sánchez. “Es una foto muy simbólica del estado de la nación… y justo en las fiestas patrias”, agrega Sánchez, sobre la ola de inseguridad que azota a México y su capital. Violencia normalizada, violencia que ocho de cada 10 veces no tiene consecuencias.

Hasta agosto del 2018, los últimos datos disponibles, la capital registra 1,227 investigaciones por homicidio, prácticamente las mismas que en los primeros ochos meses del año pasado, según la nueva metodología del SNSP. Sin embargo, los homicidios dolosos se han incrementado más de un 16% y los que se cometen con arma de fuego más de un 20%. Las extorsiones han subido casi un 6%. Los robos, un 15.5%. El narcomenudeo, más de un 100%. Todos estos datos son comparados con el 2017, hasta ahora, el año más violento de la capital en dos décadas y el que ha registrado más delitos en la última Administración.

Peor que nunca. Y empeorando. Así es la metástasis de la violencia en Ciudad de México. Una realidad que muchos no quieren ver y que todos viven y padecen. En la esquina de tu casa. En el altar que pusiste para tu hijo desaparecido. En el coche en el que secuestraron y acuchillaron a tu hijo. En el arma con la que te amenazaron después de que mataron a tu amiga. En los ojos de la gente cuando cinco sicarios vestidos de mariachi acribillaron a todo el que se les pusiera enfrente y tú tuviste que seguir trabajando. En la pistola que disparaste cuando tenías 15 años para que a ti no te asesinaran. En el dinero que te ofrecieron para que mataras otra vez y que rechazaste para dar el ejemplo a tus hijos. Así, 5,000 veces más, cuando no bastan las palabras, en el peor momento para matar y morir en Ciudad de México.

(Por Elías Camhaji/EL PAIS)

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