Edgar A. Santiago Pacheco
Siempre es posible hallar en los lugares más inesperados, el dato trascendente, único, e incluso sorprendente. Después de enterarnos que miles de kilos de carne de tiburón se comercializaban anualmente haciéndola pasar como carne de pez espada, esperábamos seguir encontrando información sobre Peces raros y sus curiosidades en un libro escrito por Hyatt Verrill en 1954, después de leer sobre peces que construyen nidos, peces voladores, peces con armaduras, ogros del fondo del mar, entre muchas otras curiosidades, he aquí la noticia, al llegar al capítulo X, titulado la “Isla de los Tiburones”, el autor como preámbulo establece que “hay un solo lugar en la tierra donde la única industria de sus habitantes y su única fuente de ingresos consiste en la pesca de tiburones”. Tal noticia se refería a la pequeña isla de Holbox, al norte de la península de Yucatán, que hoy sufre los embates de la industria turística inconsciente.
Después de esa información seis páginas son dedicadas a describir el pueblo, sus habitantes y prácticas, nos encontramos con una visión de un escritor yanqui, que aseveraba que el pueblo hacia veinte años que no había sido visitado por un extranjero. Vio un supuesto paraíso terrenal en donde “no hay millonarios ni ricos ni holgazanes, ni monopolios. Nadie es rico ni pobre. Todos son independientes y felices con lo que tienen. No existen distinciones sociales, ni antagonismos entre el capital y el trabajo. Verdaderamente Holbox es una ciudad sin mancha en medio de una isla feliz”. Tal paraíso era habitado por mayas o descendientes de ellos vestidos con pantalones de dril o algodón, la camisa típica de Yucatán arremangada, decorado con bordados y botones de perlas, cubriéndose con sombreros confeccionados con hojas de palma. Idílica descripción no sabemos hasta qué punto matizada por el espíritu del visitante, que busca agradar como huésped.
Anotaba su llegada de la siguiente manera: al arribar a la playa, en un bote levantado en andas con todo y sus ocupantes por doce robustos indios, recibidos por el alcalde, el capitán del puerto y el jefe de la aduana -uniformado de azul-, se encaminaron por un pasillo de suelo de arena entre selvas y palmeras, cuatrocientos metros más allá inesperadamente se visualizaba el villorrio. Trescientos habitantes andaban en sus calles de limpia arena, todas ellas con nombre, y a pesar de que las construcciones tienen techos de paja, destacan por su limpieza, bien pintadas y numeradas. Su pequeña plaza presenta el típico monumento dedicado a Juárez, el más famoso indio de México, estando rodeado de pinos y palmeras. Al lado de la plaza vemos la alcaldía y la iglesia. La iglesia es un pequeño edificio con la campana colgada en la parte exterior al estilo mejicano y aunque ningún clérigo habita la isla, la iglesia es tratada y cuidada con gran cariño. Cuelgan de su techo una docena de pequeñas embarcaciones construidas según el tipo isleño. Seguidamente el autor continúa con la descripción de los otros edificios públicos.
Las dos tiendas del pueblo, con la más extraña variedad de artículos, merecen su mirada, pero llama más la atención su descripción del juego de la ruleta en la playa dos noches cada semana. Donde precisa que en lugar de “jugar con números, utilizan un tablero cubierto con pequeños cuadros, cada uno de los cuales lleva una grotesca representación de un animal conocido dibujado al estilo maya. (…), las ganancias son depositadas en una caja común en beneficio de la comunidad, ya que los habitantes isleños no pagan impuestos”. Todavía vemos estas ruletas en las fiestas del interior del Estado, aunque la caja comunal es cosa del pasado.
Cosas interesantes hay muchas en estas páginas, pero destacan la salud y longevidad de los holboxeños, pues en un diálogo el alcalde presenta a algunos de ellos señalando “Este es el mayor de los ancianos, tiene ciento dos años y aun lleva su propio equipo de pesca como uno cualquiera. El que está con él es Pablo González, que cumplió sus noventa y ocho primaveras la semana pasada y lo celebró casándose de nuevo. Le advierto que su novia es formidable y tiene sólo noventa y seis años”. La dieta a base de pescado tal vez sea la razón, argüía el alcalde, y acota el viajero-escrito, se mueren tan pocos que el pueblo no tiene cementerio.
Sobre la pesca del tiburón, es notorio, que hablamos de 1954 antes de la depredación de este animal marino, pues se presumía que en las aguas claras y transparentes de las cercanías de la isla abundan y, el isleño que no captura diariamente un tiburón de gran tamaño se considera un mal pescador. Su pesca les dejaba considerables ganancias, pues se sacaban las siguientes cuentas, entre la piel que es “solicitada por los Estados Unidos e Inglaterra, las aletas secas, que se venden a los chinos, el aceite, que se paga a buen precio, y las mandíbulas y dientes, los cuales son considerados objetos curiosos, cada tiburón proporciona unos sietes dólares, o sea unos sesenta pesos diarios a cada pescador. Por tanto, estos hombres ganan tres veces más que los comerciantes de las regiones vecinas”. La técnica de pesca es otra descripción interesante que leemos en el texto.
Para el acucioso en la historia de la península de Yucatán en el siglo XX, en el mar y sus pescadores este texto tiene datos insospechados, es una ligera etnografía de Holbox perdida en el mar de los peces raros y sus curiosidades de la serie editorial curiosidades de la naturaleza, editada bajo el sello Destino en Barcelona. No dejamos de señalar que todo libro tiene su tesoro escondido, es cuestión de hallarlo.