Guillermo Fabela QuiñonesApuntes
Es de tal magnitud el fracaso del neoliberalismo en nuestro país que por sí solo, como modelo económico, es insostenible más tiempo. Aunque el próximo gobierno federal quisiera mantenerse en esa línea, materialmente le sería imposible porque la realidad lo pondría en la ruta del cambio. Lo sabe muy bien el equipo económico del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, sin embargo, al arranque del sexenio deberán atenerse a las pautas trazadas por el régimen implantado en 1982.
No tendría sentido acelerar un proceso que deberá darse, al menos en el plano microeconómico, a fin de recuperar la capacidad adquisitiva perdida en tres décadas de explotación de la fuerza de trabajo, motivo por el cual seis de cada 10 trabajadores se ubican actualmente en la informalidad. Por otro lado, los principales organismos empresariales ya están convencidos de que López Obrador no es un político caprichoso ni mucho menos falto de madurez y visión. Saben que no tomará decisiones a la ligera y que sus políticas públicas serán consensuadas con todos los sectores.
Ha quedado muy claro que las mal llamadas reformas estructurales no tendrán el efecto que las elites esperaban, así que no se opondrán a que el nuevo gobierno las haga a un lado para actuar conforme a las circunstancias reales del momento. La “joya de la corona”, la energética, resultó un rotundo fracaso, aunque permitió que por sus recovecos legaloides se colaran intereses creados de la camarilla neoliberal.
El caudal de inversiones que se preveía llegarían durante el sexenio, nomás no llegaron, pues sólo se autorizó 12.2 por ciento de los 161 mil 263 millones de dólares previstos para 50 años, es decir apenas 19 mil 659 millones de moneda estadunidense. El equipo económico que dirige el próximo secretario de Hacienda, Carlos M. Urzúa, encontró que el sector privado ha invertido sólo 733.4 millones de dólares de los 4 mil 73 millones de inversión comprometida. Mientras que Pemex invirtió 32 mil 540 millones de dólares entre 2015 y 2018.
Se tenía programada para este año una producción de crudo del orden de 3 millones de barriles diarios, pero “lo cierto es que estamos en 1.8 y de gas en menos de la mitad de los 8 mil millones de pies cúbicos”, como señaló el próximo director de Pemex, Octavio Romero. Así se constata que la iniciativa privada sigue con su actitud tradicional de esperar que el gobierno le allane el camino para “invertir” luego que ya está la mayor parte bien pavimentada.
La reforma que se habrá de topar con fuertes intereses políticos es la educativa, pues la derecha se había hecho grandes expectativas de alcanzar por fin su anhelado propósito de quitarle al Estado la rectoría en materia tan fundamental y decisiva para el futuro de la sociedad nacional. No será así, porque su derogación marcará la pauta política del nuevo gobierno, cuya intención de llevar a cabo la cuarta transformación del Estado mexicano, pasa necesaria e ineludiblemente por el apuntalamiento de una educación gratuita, laica y democrática.
Asimismo, la reforma laboral está destinada al fracaso, porque no habrá condiciones políticas para sostener la debacle económica que sobrevendría al pretender llevarla a sus últimas consecuencias. Tendrá que darse marcha atrás, en sus partes más reaccionarias, por convenir a todos los sectores evitar un colapso económico en un entorno adverso a nivel global como el que se vislumbra para el año 2019, como consecuencia de la crisis por la que atraviesa Estados Unidos, que impactará a nuestro país.
Seguir apretando el cuello a los trabajadores, como se ha venido haciendo desde hace treinta y cinco años, es no sólo inhumano sino un suicidio colectivo. Esto lo sabe la cúpula empresarial, por eso aceptó que se le reconociera su victoria espectacular en las urnas a López Obrador. De ahí que se acepte, también, mejorar los salarios a las bases sociales, que haya austeridad gubernamental y lucha firme a la corrupción, aunque se pierdan pingües ganancias. En contrapartida, se ganará estabilidad y gobernabilidad.
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